Valeria Cortés.
“Leo que hubo masacre y recompensa que retocan la muerte, el egoísmo”
Llover Sobre Mojado – Silvio Rodríguez
Había algo extrañamente conmovedor en la familia de Rami Al-Hajjaj mientras se acomodaba solícita – y también resignadamente- para que le tomáramos las fotografías. Sabían que la gente de Unadikum International Brigades iba allí a conocer el testimonio de su sufrimiento con la intención de denunciar y difundir, a quien quisiera oír, la terrible situación en que malviven, a causa del inhumano cerco sionista, los palestinos en la franja de
Gaza.
Es difícil olvidar esa rara mezcla de inocencia y templanza con que posaron para mis fotos, y la forma decorosa y tímida con que nos revelaban sus penurias más íntimas. Los cinco niños pequeños, el padre, la madre, todos contenidos dentro de la pantalla de mi cámara y también dentro de una tristísima casucha hecha de bolsas plásticas, un único habitáculo negro donde el viento de Rafah se colaba sin compasión, impregnando de arena las ropas, las sábanas, los colchones, los utensilios de cocina, y las personas.
Hoy, a casi tres meses de esa visita, y a unos 11.000 kilómetros de distancia, recuerdo a la familia de Rami. Y la recuerdo, si eso fuese posible, con mayor preocupación que entonces. Estos días de diciembre Gaza está siendo azotada por lluvias tormentosas, una ola de frío invernal, granizo y grandes inundaciones. El suministro eléctrico, siempre deficitario, sólo dura unas poquísimas horas diarias. Debido al brutal bloqueo israelí, y ahora egipcio, el combustible es cada vez más escaso y, entre otros males, los sistemas de bombeo de aguas residuales colapsan, anegando grandes zonas con aguas pestilentes e insalubres. Tampoco hay energía para la calefacción, ni para las escuelas, hospitales, vehículos, ni siquiera para cocinar.
Sitiado por tierra, mar y aire, expoliado de sus propios recursos, exterminado a bomba y hambre, un pueblo empobrecido y silenciado, sufre y resiste. La oscuridad, la enfermedad, las inundaciones, el frío y la muerte, en Gaza no son tragedias naturales, sino responsabilidad directa del ejército ocupante. Crímenes de lesa humanidad, impunes, injustos, bestiales. Ningún pueblo merece tanto dolor, pero en especial no lo merece el sufrido pueblo palestino.
Rami tuvo alguna vez una buena casa -sólo al recordarlo se le ilumina el rostro delgado y moreno- un hogar cálido y decente para su familia, construido con esfuerzo por sus propias manos y sobre su propia tierra. La entidad invasora llamada
Israel lo arrasó hasta sus cimientos con la ayuda de los buldócer norteamericanos, los tanques con tecnología europea, el silencio cómplice de los organismos internacionales y las mentiras racistas de las grandes empresas mediáticas voceras del omnipotente lobby sionista ¿Qué podía hacer Rami, su frágil mujer y sus pequeños hijos ante tantísimo poder? Sólo armar una casucha de bolsas negras en la frontera -casi siempre cerrada a cal y canto- entre Gaza y Egipto, e intentar sobrevivir a duras penas.
Tras la destrucción de su casa, Rami fue hecho prisionero por las fuerzas terroristas de Israel (si alguien pone en duda este término, lo remito a releer los hechos que aquí se narran) Estuvo confinado en tres diferentes cárceles sionistas por varios años. Pasó casi tres meses aislado en una celda sin ventanas. “Meses sin ver la luz” nos dijo. Lo golpearon salvaje, minuciosa y rutinariamente. A punta de diversas torturas terminaron incapacitándolo para trabajar. Rami nos muestra su mano lisiada mientras clava la mirada oscura en el piso de tierra cubierto por trozos de alfombras raídas.
No hay agua, no hay comida, no hay combustible, no hay electricidad, no hay empleo, la escuela queda tan lejos que cuesta demasiado enviar a los niños. De noche el viento del desierto entra en la casita de bolsas negras y despierta a los pequeños de su sueño infantil, hoy tiritan de frío, pero también los despierta la sacudida de las bombas y el hambre ¿Cómo hablar sobre el profundo sufrimiento de estos niños con el debido respeto, con el debido dolor ante su propio dolor, con los términos más justos, más duros, más llenos de impotencia, y sí, obviamente, de rabia? Cuando escribo sobre el sufrimiento de los inocentes, de los desposeídos, siento un gran desprecio por mis palabras que jamás alcanzarán a transmitir el daño y la pérdida de esa niñez desvalida -y traicionada- sí, sobre todo traicionada por quienes debemos alzar nuestra voz y nuestros actos en defensa de esos seres vulnerables y vulnerados.
Como despedida le solicitamos a Rami un mensaje final para la gente de allá afuera, para el resto del mundo, para la humanidad, para nosotros, para usted: “Esto no es vivir –nos dijo mientras miraba a sus hijos- nos roban la tierra, nos matan y a nadie le importa. Yo sólo pido una vida mejor para los niños palestinos” El rostro moreno y delgado ya no tiene la expresión feliz de cuando evocaba su antiguo y cálido hogar. Rami ya no sonríe.
Yo tampoco puedo sonreír pensando en su familia y en el millón setecientos mil palestinos encerrados en la franja de Gaza este cruel invierno de ocupación y tormenta, un invierno de crímenes e impunidad que ya dura demasiadas décadas. Mientras usted
lee estas líneas Israel sigue sitiando y exterminando al pueblo palestino ¿Quién podría sonreír ahora?