Revista Cultura y Ocio
Aún no he visto el paisaje que rodea a Hoyos. Me da miedo hacerlo. Llegamos de noche, y estos dos días los hemos pasado en casa o en el coche, camino de sitios. Desde los balcones se advierten manchas pardas o negruzcas en las laderas de las montañas que rodean al pueblo, y los vecinos nos han hablado de zonas arrasadas. Pero aún no hemos comprobado por nosotros mismos los efectos del fuego en los alrededores, casi en las lindes de la población. Hoy lo haremos. Saldremos a pasear después de comer y antes de que oscurezca. La gente de aquí nos ha contado que la noche de la evacuación Hoyos parecía el centro mismo del infierno. Lo que nos desconcierta íntimamente, porque para nosotros Hoyos es el paraíso. Llovían pavesas, cuentan, y el humo lo envolvía todo. Se veían las llamas descender, como un muro que se viniera contra la gente, desde las laderas y los bosques cercanos. Setos y árboles del interior del pueblo se consumían por el fuego. Una palmera de una finca céntrica ardía como una antorcha. En cualquier momento podía prenderse una casa y, con ella, toda la localidad. Por suerte, la piedra, con la que están construidos aquí casi todos los edificios, resiste bien el fuego. Ordenada la evacuación, algunos vecinos se escondían dentro de los coches, o en rincones de sus casas, para que la Guardia Civil no los obligara a dejar el pueblo, y así poder defender su negocio, o su ganado, o simplemente su domicilio. El incendio del verano pasado en la Sierra de Gata es ya, por fortuna, solo un horrible recuerdo, pero sus consecuencias siguen muy presentes en el ánimo de la gente y, como seguramente tendremos hoy ocasión de comprobar, en el paisaje de la zona. Ayer decidimos pasar el día en Cáceres, con amigos. Primero nos encontramos con Javier Pérez Walias y su mujer, Teresa, en Garrovillas de Alconétar, para comer en la hospedería. Garrovillas tiene una de las plazas mayores más bonitas de España –y probablemente del mundo–: amplia, pétrea, coherente, despejada, porticada. Algunas columnas de las que sostienen los edificios están inclinadas, como brevísimas torres de Pisa, pero si eso no inquieta a los vecinos, tampoco tiene por qué inquietar a los visitantes. Recuerdo que en este pueblo conocí, hace años, a una adolescente que había leído a Rimbaud y que me hablaba con entusiasmo de él; también que de aquí es Nuria Rodríguez Lázaro, profesora de literatura española en la Universidad de Burdeos, que he visitado en dos ocasiones, y amiga muy querida. Javier, Teresa, Ángeles y yo damos un paseo por el pueblo, en cuyas calles empedradas apenas hay nadie. Es domingo, y la gente está en casa, o en misa, o votando. Antes de comer, nos tomamos un vino de pitarra en un tugurio de la plaza, con una tapa de hígado. Desde mi infancia, apenas he comido hígado. Es condumio de pobres, visceral, energético. En la hospedería, rehabilitada hace poco, y hoy completamente vacía, optamos por un menú que nos decepciona un poco: la trucha con setas del segundo, que pedimos casi todos, es una lámina finísima de pescado, de la que damos cuenta en un abrir y cerrar de ojos. Por si fuera poco, dos de los cuatro platos en los que nos es servida, están descantillados: a lo mejor que los platos estén descantillados es una característica propia del local, como esas tachas que ciertas tribus indias americanas introducen a propósito en la cerámica y las herramientas que fabrican para que el alma de las cosas no quede encerrada en una perfección excesiva y pueda salir a la vida. Cuando acabamos de comer, decidimos hacer una visita a un monasterio de la localidad en el que venden dulces. Es el Monasterio de Nuestra Señora de la Salud, de monjas jerónimas. Echamos primero un vistazo a la iglesia, que exhibe un hermoso retablo barroco, como tantos otros templos extremeños, y un enorme belén en un rincón. Advertimos alguna desproporción en el tamaño de las figuras: que el Niño sea gigantesco y los pastores minúsculos es una licencia legítima, si se trata de subrayar la presencia y la importancia del Recién Nacido; pero que las ovejas tengan las dimensiones de un dinosaurio ya nos cuesta un poco más de entender. También hay una lavandera mecánica y una catarata como las del Niágara que vierte en una tinaja verde y ocre. Justo detrás del belén se abre un coro, que forma parte del espacio de clausura. Hay cuatro monjas dentro, leyendo libros devotos, suponemos. Dos hablan entre sí. Otras dos están solas, una en una silla, otra en el suelo. Visten hábitos blancos y negros. También donde están es blanco y negro: la luz y la sombra dibujan una escena sin colores, tenebrista, atemporal. No debe de diferir mucho de lo que veían los garrovillanos en 1563, cuando se fundó el monasterio. Por si fuera poco, una monja es negra. Hoy no hay convento en España que no tenga una monja negra o, por lo menos, mulata. Ella es la que nos sirve los dulces que pedimos por una portezuela de madera. Por un precio escandalosamente barato, nos hacemos con unas tartas de almendra, que luego comprobaremos deliciosas, unas yemas y unas magdalenas, que tampoco están mancas. Pensamos en la vida sin sobresaltos, indeciblemente sosegada, que llevan estas mujeres. Un encerramiento absoluto que para mí es más bien un enterramiento. Pero ellas tienen la suerte de creer en lo invisible y yo no. Volvemos a media tarde a Cáceres, donde hemos quedado con Julio César Galán, Mario Martín Gijón y Marco Antonio Núñez. Tengo ganas de ver a Julio y a Mario; a Marco lo conozco de un par de ocasiones y he leído con agrado los sarcásticos relatos que cuelga en su blog de tarde en tarde (si lo hiciera con más frecuencia, quizá no sobreviviría para contarlo). Nos encontramos en un piso desocupado de la familia de Julio, cuyos muebles están cubiertos por sábanas que los protegen del polvo. Eso le da a la reunión cierto aire fantasmal. Para combatirlo, trasegamos gin tónics con alegría adolescente. Julio y Marco han organizado, técnicamente, un botellón: las tónicas son de litro y la ginebra, de garrafón. Por si fuera poco, no hay ni unas almendritas para picar. Pero el carácter proletario de la libación no le resta encanto. En las tres horas que pasamos charlando –y que se acabarán cuando Ángeles me llame, a eso de las nueve, para reclamarme que volvamos ya a Hoyos, que se está haciendo tarde; y en mi casa todos saben que se hace lo que yo obedezco–, hablamos de lo que suelen hablar todos los poetas del mundo cuando se reúnen en número superior a dos: de otros poetas, por lo general para despellejarlos. Asumimos, naturalmente, que eso es lo que harán los otros poetas con nosotros cuando sean ellos los que se reúnan: despellejarnos, pero hay que ser ecuánimes. No nos olvidamos de dedicarles un capítulo especial a los editores de poesía, asimismo objeto predilecto de discusión. Despachamos las elecciones de hoy con algunas consideraciones unánimes: hay que borrar al PP del mapa para que algo mejore, pero todos somos conscientes de que va a ser muy difícil. Después comprobaremos que siete millones de compatriotas siguen considerando que el partido de Bárcenas, la Gürtel, la Púnica, Camps, Matas, Rato y María Dolores de Cospedal, esa demóstenes manchega, es el adecuado para gobernar España. Las tres horas de conversación pasan volando; en realidad, cuando la charla empieza a calentarse de verdad –es decir, cuando estamos listos para hacer verdaderas confesiones– es cuando tenemos que marcharnos. Al llegar a Hoyos, cerca ya de la medianoche, yo aún noto los efectos de los gin tónics, pero seguimos sin ver los del incendio. No importa. Mañana será otro día.