La navidad ya está tocando las puertas y con toda la ilusión que despierta una fecha que hay que decirlo, tiene más sentido comercial que espiritual, no consigue ser el pivote que rescate la economía. Atrás ha quedado el bullicio, las compras frenéticas, las vacaciones, todo aquello que significaba la salvación de la economía de todo un año.
En mi juventud viví esa euforia navideña. Tuve una tienda en la calle de la navidad en Bogotá, una calle que ya no existe como tal, pero que en esencia, se parecía mucho a los mercadillos navideños de Europa, como el histórico mercado frente a la Catedral de Barcelona.
Desde mediados de noviembre, la calle se iluminaba y las vitrinas derrochaban creatividad con belenes, flores de pascua, piñas, lazos, frutillas, velas, árboles, guirnaldas, figuras artesanales y otras importadas como las villas navideñas que eran toda una novedad.
Había ocasiones en que las tiendas debían cerrar, abarrotadas con familias enteras que no dejaban tienda sin visitar en busca del adorno perfecto: a la medida y al capricho. Los días eran extenuantes pero bien valía la pena. La economía local se movía de modo alucinante, con vendedores y proveedores de todo tipo, en su mayoría pequeñas empresas que literalmente hacían su navidad. A todos les iba bien.
Las ventas dependían de la creatividad, la calidad y la atención; las únicas métricas de marketing que entonces se consideraban suficientes, mientras la estrategia para generar demanda era la infalible voz a voz.
Así había sido por muchos años, hasta que a finales de los noventa comenzaron a llegar los hipermercados de la mano de la producción china, con el músculo económico para importar containers con cantidades colosales de todo tipo de mercancía como ropa, artículos para el hogar, juguetes y por supuesto, decoración navideña en toda su variedad y a precios muy bajos.
El mercadillo de Barcelona que todavía brilla en diciembre con belenes, caga tiós y otros adornos de manufactura propia, ha perdido mercado por cuenta de las grandes superficies y empresarios que le apuestan al ‘Made in China’. Han erosionado la economía local en diferentes sectores, luego de arrebatarles una importante tajada del pastel.
La economía de libre mercado que allanó el camino para la globalización, se apropió del nicho familiar, apetecible por constante y predecible en consumo, imponiendo sus reglas: adaptarse o morir. No había más opción que aprender a nadar en el tanque de los tiburones, los monopolios.
La producción local con el plus del ‘hecho a mano’, relevante en valor emocional, social y comercial, comenzaba a ser cosa del pasado por su incapacidad de jugar en las grandes ligas de la globalización.
Ya no tenía sentido esforzarse por diseñar, crear, inspirar. El público se había dejado seducir por la irresistible oferta del “precio más bajo” del modelo económico capitalista, que había transformando las tradiciones y celebraciones, en simples oportunidades comerciales. Desde esa perspectiva resulta más sencillo, rápido y económico, traer mercancía clónica desde China, que se vende sin sacarle de la caja y lista para usar. El comprador solo debe elegir el tamaño o el color, así de fácil y sin necesidad de contar historias para seducir al público.
De ese modo me decanté por el diseño gráfico y el marketing, como otra forma de contar historias que se adaptaran a la nueva realidad del mercado. Con los años vi el surgimiento de nuevos monopolios, que como si fuesen un virus, que contagiaban de inmediatez productos y servicios, luego de someterlos a una absurda guerra de precios.
La comunicación, que antes destacaba los valores y la promesa de marca, se entregó sin condiciones al modelo económico en un descarnado campo de batalla profesional y se adaptó al concepto distorsionado de “competitividad”, que dicta hacer “lo necesario” para sobresalir en una economía sin margen real para competir.
Comencé a entenderlo con la llegada del coronavirus, que nos obliga a cuestionar todo aquello que alguna vez consideramos normal.
La creatividad como solución
La creatividad es una herramienta poderosa con la que es posible aterrizar las ideas y reflexionar sobre las existentes, como la idea neoliberal que dice que la creatividad es adaptación. Y sí puede serlo, pero desde la visión del capitalismo que insiste en vendernos la idea que para sobrevivir, es necesario adaptarse a las leyes del mercado.
Con ese argumento sustenta la creencia de que el capitalismo es el motor básico para el crecimiento económico, por tanto un compromiso colectivo porque es obligatorio asumir como inamovibles las reglas del libre mercado y los riesgos que se corren con el mercado especulativo por el bien de la economía, que en realidad únicamente beneficia a unos pocos.
Sin embargo, la pandemia se está encargando de socavar las bases de esa creencia, demostrando que hay riesgos que son del todo innecesarios, particularmente cuando se destruye la habilidad social, y pierde relevancia la innovación y la conservación ambiental.
Nos impele a recordar que la creatividad es innata en el ser humano. Que tenemos la necesidad de reinventarnos de algún modo y en algún momento de la vida, tal y como afirma Giustiano La Vecchia, autor del libro La vita è una Startup: “la existencia está destinada al aprendizaje, a vivir intensamente cada experiencia en el presente para construir el futuro”. Si, la creatividad no es estática, es dinámica. Así resulta productiva, expansiva e inspiradora; el norte para encontrar nuevos caminos, nuevas soluciones. Fundamental ahora que urge reinventar la sociedad.
Solo hace falta sacudirse de la antigua normalidad, compuesta de conceptos que se creían inamovibles, como si fuesen verdades absolutas. Es tiempo de despertar a ese niño creativo que habita en cada uno de nosotros, y abrirnos a nuevas experiencias que nos lleven a explorar nuevos caminos; a reaprender para reinventar la sociedad que queremos y necesitamos.
La creatividad invita a amar el desafío por mala cara que tenga, a verle directo a los ojos sin temor a enfrentarle. Este desafío global de grandes dimensiones que es la pandemia por coronavirus, nos reclama resolver nuestra propia paradoja: ¿Por qué insistimos en creer que necesitamos de la antigua normalidad para salir de la nueva normalidad?
A casi un año de la llegada de la pandemia, la gente aun enferma, muere, pierde sus medios de sustento y la incertidumbre en el futuro aumenta. Sin embargo, es más importante la reacción del mercado de valores frente al posible éxito de las vacunas, que dicen tener el 90% y 95% de efectividad. Pero nadie cuestiona la diferencia del 5% al 10% que todavía no funciona y que representa el mismo porcentaje en vidas. Sencillamente no es efectiva al 100%, no ofrece garantías para erradicar el virus desde su verdadero origen.
Todo sugiere que se trata de una subasta por la vida que solo llena de optimismo a los mercados: las acciones suben y las farmacéuticas ganan dinero, mientras la vida va en rápido descenso con pérdidas irreparables en todo sentido. Al final, ¿qué más da lanzar al mercado una posibilidad que no garantiza salvar vidas pero sí representa mucho dinero y alimenta el poder político?
Está claro que especular se aproxima más al concepto de 'adaptación'. Se insiste en convencer a la humanidad que ésta es la vida: unos pierden y otros ganan. Si intentas adaptarte, puede que no pierdas del todo.
Con esto surge un interesante y gran desafío profesional y personal:
¿Vamos a continuar adaptándonos al modelo económico actual, con su aparente seguridad y calidad de vida, que no es real, pero que permite sobrevivir en el presente? O, ¿estamos dispuestos a arriesgar poniendo nuestra creatividad, nuestras habilidades al servicio de la vida, así signifique renunciar a esa aparente seguridad, para trabajar en la creación de una economía en la que entremos todos?
Es una decisión individual que puede inspirar y hacerse colectiva para iniciar el cambio de paradigma.
Creatividad sostenible vs Modelo económico
El modelo económico actual no solo ahoga la creatividad, está acabando con los valores que fundamentan la vida. Y para verlo más claro, hablemos del PIB, el indicador económico con en el que la política internacional, fundamenta las decisiones económicas que involucran y afectan al pleno de la humanidad.
El PIB (producto Interno bruto) es el indicador económico que muestra cuánta riqueza genera un país desde su producción en bienes y servicios en el plazo de un año. La medición no considera factores como la cantidad y calidad, qué y cómo se produce y menos la afectación social y ambiental. La finalidad es que el indicador sea la bitácora para el crecimiento económico mundial, sin importar el precio.
Este indicador nació en la década de los cuarenta y por decisión de la EUROSTAT (Oficina Estadística Europea) se incluyen las actividades ilegales en la medición del PIB. Así “la prostitución, el tráfico de drogas y de armas y el juego ilegal”, cuentan para determinar la riqueza y progreso de un país, no importa si es por las razones equivocadas.
Si el PIB es positivo, indica crecimiento porque hay un aumento del producto interno, por tanto, se cree que las empresas están obteniendo ganancias y generando empleo que por efecto, debería resultar en mayor poder adquisitivo que incrementa el consumo. En caso contrario, si el PIB es bajo o negativo, indica que la producción interna es insuficiente: hay pérdida del poder adquisitivo que ocasiona la reducción del consumo que resulta en la desaceleración de la economía, es decir, el país en cuestión está entrando en recesión. Claro, según los parámetros que no consideran todos los factores que involucran el sistema productivo.
El PIB no explica porqué países como Alemania, Japón y China, pese a la crisis actual se mantienen a flote, cuando también han sufrido pérdidas con el parón de la producción. Japón ha reportado un crecimiento del 5% durante la pandemia, saliendo así de la recesión que arrastraba hace años, mientras los países emergentes y del tercer mundo están entrando a una recesión irreversible a corto plazo, pese a que su PIB a finales del 2019 indicaba crecimiento, cortesía de las materias primas que aún provee a los países del primer mundo.
El PIB no explica nada, y menos resuelve algo. Es poco confiable y de poca utilidad práctica. La incoherencia y los efectos negativos de un indicador que no toma en cuenta el bienestar común y el crecimiento sostenible como factores de productividad, son razones de peso para replantear el modelo económico del que depende toda la humanidad. Estamos en el punto que ningún argumento consigue contrarrestar el hecho que todo falla en la economía capitalista, aun con los sistemas de medición económica a su favor.
Nueva Zelanda así lo ha entendido. Ha hecho a un lado los parámetros económicos del PIB porque sencillamente no se ajustan a la realidad social. Tampoco miden el bienestar, un factor que influye positivamente en la productividad, nada relevante en el modelo capitalista. Está creando sus propios parámetros, para usar el presupuesto en beneficio del bienestar de la población. Y ya comienzan a ver resultados con el éxito del manejo de la pandemia por coronavirus, el éxito que envidian las potencias mundiales.
En definitiva, adaptarnos no es el camino. Es necesario ser creativos para reinventarnos, Nueva Zelanda es un modelo a considerar. Hasta las voces expertas claman por abandonar del todo el modelo actual, como lo declaró el premio Nobel de economía, Joseph E. Stiglitz: “Es hora de retirar los indicadores como el PIB…Si medimos lo incorrecto, haremos lo incorrecto” Y es que llevamos décadas haciéndolo mal, remendando la vida, adaptándola a los cambios que unos pocos consideran convenientes por el bien de la economía.
El objetivo de Nueva Zelanda es ambicioso, pero sí que merece la pena el riesgo. Se han empeñado en crear nuevas métricas que determinen cuál es la verdadera riqueza del país con un enfoque no comercial, pero que “determina el bienestar social, económico y medioambiental”.
Asumir el desafío de reinventar la sociedad, la economía, significa abandonar del todo la noción del libre comercio como está concebida: un mar rojo repleto de tiburones hambrientos y sin tierra firme a la vista. Es momento de crear un modelo de negocio que encamine a los sectores económicos, en la creación de sistemas de producción, comercialización y comunicación integrados con el objetivo del bienestar común.
El coronavirus impulsa el cambio, toda crisis es una oportunidad
Un buen comienzo es eliminar del vocabulario el “todo vale”. El precio que se paga sí importa, al final, lo pagamos todos de una o de otra manera. Es la gran enseñanza que nos deja la pandemia.
La crisis por coronavirus nos ha empujado a cuestionar el modelo económico, para descubrir que necesitamos encontrar otras fuentes de riqueza y que sean sustentables. Son muchas las voces que se alzan para exigir un cambio. La AEOC (Asociación de Fabricantes y Distribuidores) define “el 2020 como el año de los negocios sostenibles”.
Fuente: National Geographic
Este modelo económico que necesita complementarse con más ideas creativas e innovadoras, está cobrando protagonismo desde que comenzamos a ser conscientes de lo mal que llevamos el planeta, de lo mal que llevamos la vida.
El tema es que el dinero en un solo bolsillo no crea sinergias, solo consigue exacerbar la desigualdad. Pero cuando todos están en capacidad de generar riqueza material, intelectual, social y cultural, el resultado es una auténtica democracia.
Aún quedan muchos caminos por explorar y muchos conceptos por replantear. Ya sabemos que el valor no se determina únicamente desde la materialidad. El proteccionismo no es un círculo pequeño donde nadie entra; puede ser una herramienta para la compensación y el equilibrio que impulse la producción local y valore la producción externa como un factor complementario.
Esto no se consigue a través de los TLC, que por carecer de creatividad social son improductivos en términos de bienestar común y en contravía del sentido común. Es lógica simple: si yo produzco manzanas, no importo manzanas, las exporto dónde no se producen, e importo lo que no produzco, o que no alcanza para cubrir la demanda interna. Es así de sencillo y sin perjudicar económica y socialmente el sistema productivo local.
La economía mundial no puede continuar dependiendo de la especulación que promueve la sobre producción de materia prima, cifras e intangibles, enviando al desastre económico y social a buena parte de la humanidad.
Wall Street y el resto de bolsas de valores del mundo, velan por los intereses de unos pocos, que al final, no tienen nada que ver con el sistema productivo de ningún país. Y sí se erigen como un obstáculo inamovible para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible, porque de plano, van en contravía.
Hay que reinventar la forma de obtener valor, de obtener ganancias. La ley de la oferta y la demanda ha derivado en la sobreproducción sin considerar la demanda real, la estrategia de ventas del modelo económico actual: crear demanda ficticia sustentada en necesidades supuestas. Así se consigue el objetivo de la especulación: obtener millonarias ganancias con promesas sin cumplir.
Su argumento es que financian proyectos representados en acciones y bonos que suben o bajan dependiendo de factores externos, de los que es imposible tener el control, o de un “rumor” que se lanza estratégicamente, como la factibilidad de las vacunas. Es el porqué de empresas que reportan pérdidas en el Core del negocio y obtienen ganancias solo por cotizar en la bolsa, sin crear valor social o económico para el país involucrado.
Tomemos como ejemplo, el cacao. Es una de las materias primas más negociadas en el mundo; diariamente se compran y venden acciones de las empresas productoras (monopolios agrícolas) sin considerar a los pequeños productores. Su valor fluctúa al ritmo de factores como el clima o conflictos políticos, que cuando son negativos, indican que es el momento propicio para negociar porque el precio cae. Con seguridad luego sube, porque es un producto de alta demanda. Hasta aquí suena como una transacción comercial normal. Ahora consideremos el trasfondo.
El 70% del cacao proviene de África occidental, repartido entre Costa de Marfil y Ghana, siendo la mayor fuente de ingreso de la población, la base de su economía, que dicen los expertos va en crecimiento. El último informe de 2018 indicaba que el PIB estaba en 7.4% y 6.3% respectivamente. Significativamente mayor que el de Colombia o España.
Y pese a este crecimiento económico, Costa de Marfil y Ghana se encuentran en el puesto 165 y 142 respectivamente, de un total de 189 países, en el índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas (PNUD) de 2019.
Es decir, se encuentran entre los países con peor calidad de vida en el mundo, con altos niveles de pobreza. Hay que sumar en negativo en el caso de Costa de Marfil, que solo le queda "el 10% del bosque nativo original por la ampliación indiscriminada de los cultivos, y con una fuerte degradación del suelo cultivable". Factores que les deja en una muy mala posición frente al cambio climático.
Este es un ejemplo que demuestra que la especulación no aporta al crecimiento y desarrollo económico sostenible de ningún país, que no aporta valor a la sociedad. Se confirma que no hay manera de continuar con este modelo, porque el precio es la destrucción social y ambiental irreversible.
Me dediqué al Branding porque me apasionaba el valor social que podían aportar las marcas. Hoy tengo que decir que las marcas no aportan valor social, no inspiran confianza, no tienen credibilidad. En el top 100 de las marcas más importantes, la mayoría cotiza en bolsa, externaliza su producción y evita a toda costa su responsabilidad social y ambiental, porque se adaptaron al modelo económico actual, aceptaron sus reglas sin objeción.
Los números no lo son todo, solo hay que echar un vistazo al pasado. La gran depresión del 29 se originó por la caída estrepitosa de la bolsa, porque unos pocos decidieron sobre lo que debería ser la economía, dejando a millones en la calle y un mal modelo económico que ahora estamos padeciendo.
Hay motivos de sobra para considerar reinventar la sociedad, es tiempo de crear una economía dinámica, sostenible e inclusiva. Nos vemos la próxima semana.