La espían todos los días. Y a ustedes también. Y lo peor de todo es que les da igual. Viven, vivimos, en casas de cristal en las que, además, dejamos las puertas abiertas. Es cierto que estamos aprendiendo a no postear lo que no queremos que se sepa. Y con eso no se refiere a desechar las fotos en las que salimos feos.
Con el escándalo PRISMA en EEUU del 2013 acabamos de perder la inocencia. Snowden, un consultor independiente de Miami, confirmaba que la NSA espiaba las comunicaciones de ciudadanos, también europeos. Recuerda que, en clase de Spanish Mass Media, analizó esto con sus alumnos y su respuesta le paralizó. Se encogieron de hombros. No les importaba.
“No tenemos nada que ocultar”, obviando cualquier alusión a los derechos civiles. Sea como fuere, todos tenemos nuestros patéticos secretos. Y son vendidos al mejor postor. Recientemente acudía a una charla de C4E en la que se afirmaba que “Data is the new oil”, los datos son el nuevo petróleo. ¿Qué tipo de datos? Todos.
Geolocalización de un ciudadano a través de su compañía de telefonía. Cortesía: FutureJProject
Cada uno de nosotros somos máquinas de comprar y hay empresas que comercializan con la información que producimos. Datos de geolocalización que emitimos, cada pocos minutos, desde nuestros teléfonos móviles. Datos con las tarjetas de puntos. Cada vez que pasamos por caja, el supermercado sabe, por nuestros hábitos de consumo, cuántas personas somos en su casa, su sexo, si hay niños, incluso la raza. O religión. El interés para saber nuestro historial de navegación –las famosas cookies- tampoco es inocente.
El principal error que cometemos no es desconocer el gran volumen de información que generamos sino menospreciar el valor que ésta posee. Lo que verdaderamente debería aterrorizarnos es en manos de quien puede caer. Hay decenas de países en el mundo en el que ser quienes somos se paga con la vida