La bici busca su espacio en A Coruña. A su favor, una urbe compacta,
gente comprometida y algunas ideas para “calmar” el tráfico.
En su libro Contos da Coruña, Xuxo Souto relata que, en los años de la postguerra, un tal Clemente cosechó fama por su extrema habilidad con la bicicleta. Clemente no se apeaba nunca del sillín: trepaba por las empinadas calles de Montealto, bajaba las escalinatas de la Ciudad Vieja y desafiaba las montañas de sal que los barcos dejaban en el puerto. De ser cierta la historieta, Clemente representaría algo así como la prehistoria de la bici urbana en A Coruña. La historia comenzaría a escribirse bastante más tarde. Su inicio bien puede situarse hace diez años en el café Macondo, en la céntrica calle de San Andrés. Allí se reunieron seis personas que coincidieron en una reflexión: “El año tiene 364 días del coche y solo uno de la bici”. Decicieron ponerle remedio…
Sigue leyendo el reportaje en Ciclosfera.
Y si te interesa, aquí tienes el making-off completo:
Mucho más que bicis
Todo amante del pedal sabe que una bici es siempre mucho más que una bici. Una bici es, por ejemplo, una oportunidad para reconciliarte con… Tu ciudad, pongamos por caso. Confieso que me gusta ver mi imagen reflejada en el cristal trasero de los coches justo antes de adelantarles en la angosta calle del Orzán, donde la bicicleta es liebre y el automóvil, tortuga. Confieso que eso me hace sonreir como un idiota. Confieso que a veces canto mientras sorteo autobuses y coches mal aparcados en la calle Juan Florez, al pie de la Torre Hercón (emblema del desarrollismo local: 119 metros, el Empire State Building de este Manhattan liliputiense que es A Coruña). El tráfico es denso pero en ocasiones me gustaría que lo fuera más. Sí, confieso que sonrío y canturreo, y que no encuentro para ello más que una explicación: ando en bici por mi ciudad.
A Javi, Moncho y Manel, tres de las personas que me han dado su visión para elaborar este reportaje, también se les afloja la sonrisa con el pedaleo. Ellos me contaron tres pequeñas historias que confirman eso de que la bici ayuda a iluminar las zonas sombrías de cada cual.
A Moncho lo fui a buscar a su taller y nos marchamos a tomar una cerveza y un zumo al Universal. Me habló de sus clientes como bici-mensajero, entre los que hay pescaderas, fruteros, un restaurante japonés y una tienda de fotos. Le pregunté qué había sido de la bicicleta de carga que hace años había empezado a soldar en una casa ocupada. Me contó que fue su padre, mecánico de coches en Fisterra, quien le ayudó a terminar el trabajo. Me imagino a los dos mano a mano, dejando a un lado diferencias generacionales, econtrándose como padre e hijo.
A Javi lo cogí al vuelo un día que me lo curcé en el alto de Os Castros. Él venía con su fixie multicolor y yo volvía de una jornada dominguera con la flaca. Quedamos para tomar algo en el Campo da Leña y me contó que, el día que creyó que todo había terminado con su novia, cogió la bici con la idea de irse hasta Ferrol (50 kilómetros) a sudar frustarción y rabia, sin tener muy claro cómo volvería. Acabó regresando del mismo modo que había ido, a pedales. Cansado, pero con la cabeza lo suficientemente despejada para hacer las paces con su chica.
A Manel lo vi en Recyclos, el taller autogestionado de la calle Barcenola. Me mostró orgulloso su BH con tubería Columbus que ha pintado en un elegante tono ocre. Me contó que se ha mudado a Cecebre, a unos 18 kilómetros. Los pocos trenes que paran en el apeadero no admiten bicicletas, así que ha tenido que convencer a los conductores del autobús de línea y ahora la bici viaja cada día en la bodega hasta la estación. El resto del camino hasta el trabajo, en el centro de la ciudad, es cuestión de piernas. Todo lo cual demuestra lo que yo ya sospechaba: que Manel y su BH forman un dúo seductor.