A mi derecha un ventanal enorme recorre toda la pared, es como una ventana de un edificio de oficinas. Por la franja que me deja ver el estor entrecerrado veo otro ala de este macrohospital y descubro que mi ventana por fuera se ve azul, como las que veo yo. Justo debajo de la ventana, un sofá azul enorme. Es como de polipiel, de esas tapicerías en las que si te sientas directamente con tu piel te pegas, y si te sientas sobre tu ropa, te escurres. La butaca que hay a continuación también es azul de la misma tapicería, pero en esta me escurro menos, tiene palancas molonas para tumbarte, subir los pies y recostarte. Paso casi todo el tiempo sentada ahí aunque manejo las palancas con cuidado, vengo de serie con una aprensión genética y siempre pienso que al darle a una de esas palancas o bien el respaldo caerá a plomo, o lo de los pies se subirá de golpe o lo peor de todo se plegará en V y me atrapará dentro. Creo que leí demasiados Mortadelos, pero desde luego con el costurón de la tripa el solo pensamiento de un movimiento brusco me da pánico.
Entre la butaca y la camita de Julie Trinos articulada está la mesilla, verde y blanca. Es una mesilla rara, el cajón se abre por delante y por detrás. No me gusta meter las cosas en los cajones porque siempre creo que las olvidaré al marcharme.
La habitación de una hospital es un sitio muy peculiar. No es como la habitación de un hotel donde sigues siendo tú, están tus cosas, tienes tus horarios, entras y sales, puedes incluso estar de incógnito.
La habitación de un hospital es un sitio dónde no eres tú. O eres menos tú.
Me despierto y no tengo nada mío. No tengo mi reloj, ni la cadena con la medalla que llevo desde los dos años, ni mis pendientes de la suerte, ni mi pijama. Llevo un camisón que ni siquiera es de mi talla enredado en torno al cuerpo. Ya sé que yo no soy ni mi reloj, ni mi cadena, ni mis pendientes de la suerte, ni mi medalla ni mi pijama...pero es muy raro encontrarme sin nada de eso. Subo las manos y ¡oh! sorpresa..mi móvil está en la cama, por encima de la almohada. ¡Qué ilusión me hace! Es una chorrada, pero no sé ni en que habitación estoy ni qué número nada...por lo menos con el teléfono puedo llamar a alguien. Mi móvil...mi tesoro.
Cuando consigo que me levanten de la cama tras advertir que “yo en la cuña no puedo...o me levantan o me meo encima”, llego al baño y otra vez la sensación de no ser yo, de estar fuera de mi se acentúa. Me miro en el espejo y me entra la risa al verme como un gremlin encorvado, con el pelo de punta, de un bonito color amarillento, con tubos saliéndome de los brazos y agarrada al gotero. Creo que me ha entrado la risa, pero no...tengo un gesto raro. Un gesto que es una mezcla de pena, dolor y miedo porque soy dolorosamente consciente de que cada movimiento que hace 24 horas era mecánico e inconsciente ahora seguramente me dolerá.
Consigo hacer pis, de hecho el mejor pis de mi vida, mientras la enfermera está a mi lado mirándome. Sigo sin ser yo pero en ese momento el alivio es tanto que me da igual, aunque lo pienso, es curioso como la enfermedad te hace ver como absolutamente normales cosas que el día anterior te hubieran parecido inconcebibles (como diría Vizzini).
-No puedes estar mucho tiempo en la cama. Solo por la noche y un rato en la siesta...pero corta.-¡Pero si solo han pasado 7 horas desde que salí del quirófano!- No puedes estar tumbada...al sofá o la butaca.Por fin tengo mis cosas. Mi reloj, mis pendientes de la suerte, mi cadena, mi medalla...un pijama. Me lavo los dientes y me siento en el sofá.
Otras cosas que hace que no te sientas tú son los horarios, el hecho de no poder elegir nada y que todo el mundo se preocupe por ti. Me descoloca que me hagan tanto caso, cada persona que entra en la habitación me dice
Hola Moli...¿cómo estás?Moli..¿cómo te encuentras? Moli, ¿de 0 a 10 cuanto dolor tienes?Moli, ¿necesitas algo? cualquier cosa que necesites llama al timbre. Moli, aqui tienes la comida...come despacio.
Abro la tapa y quiero morir. En el escalafón culinario en la vida de un ser humano el top siempre es la comida de mamá o de la abuela, un buen restaurante, jamón serrano, comida basura adecuada a la resaca, el menu del día, la cantina del curro, la comida del colegio, el club de tuper, el sandwich de gasolinera plastificado, los restos de la nevera y después, mucho después, mucho más abajo está la comida de hospital.
La comida de hospital no es que esté mala, no es que te de ganas de vomitar, no es que prefieras comerte las uñas antes, no es que sea incomible...es que la ves y lloras.
En mi bandeja hay sopa y pollo que parece pájaro.
Lloro muchísimo mientras lo pruebo con cuidado. Descubro que las dos cosas saben exactamente igual, saben a nada. Lloro más.
Tengo que pasear. Salgo al pasillo sin saber cómo va a ser, ni hacia donde tengo que ir. Camino hacia la derecha al salir de mi habitación, y llego a una sala con máquinas y unos grandes ventanales. Me acerco y miro fuera. Son las afueras de Madrid, jardines y edificios nuevos. Urbanizaciones con zonas comunes y piscina. Lo pienso y estoy en pijama, fuera de mi vida mientras ahí fuera la gente sigue viviendo como si no pasara nada. Tengo absurdas ganas de llorar. Mierda de sensibilidad postoperatoria...no es más que una raja en la tripa.
Me he agotado con el paseo. Vuelvo arrastrando las chanclas mientras pienso que ni siquiera se que temperatura hace fuera, no sé si hace más calor que ayer o menos, si sopla viento o si se ven nubes a lo lejos. Llego a mi habitación y miro el número...F303. De repente esa habitación donde no soy yo..es “casa”.
Salgo de allí 30 horas después arrastrando las chanclas y acompañada de Pobrehermano Mayor.
-Joder Moli, este hospital es como un aeropuerto, vamos a tener que andar un poco hasta el coche. - Yo no tengo prisa y no me hagas reír.
Un millón de gracias a todos los trabajadores del “aeropuerto”.