© Pedro Jaén
(@profesorjaen)
Sin saber muy bien por qué, se me agolpan en la cabeza recuerdos de la adolescencia, cuando mi amigo José Manuel y yo nos plantábamos en Sevilla y, como los que descubren un nuevo mundo, nos empapábamos del sabor a libertad que sentíamos al recorrer sus calles y dejábamos de ser, de esa forma, los ya viejos conocidos en el pueblo, donde ya teníamos nuestras etiquetas pertinentes y coercitivas.
Sevilla era la libertad; fíjate tú. Era una ciudad eterna y nosotros dos lienzos en blanco donde en cada nueva experiencia se quedaban grabadas sus letras: SEVILLA.
Sevilla era -y es- cualquier cosa. Y con su Semana Santa, era la excusa perfecta para redescubrir por qué está uno aquí, porque cuando no había un besamanos había un traslado, y así siempre, con rincones, nuevas gentes, olores y sabores que nunca se olvidan y quedan grabados como el sol de la infancia. A la Semana Santa de Sevilla le pasa como a los “8 Días de Oro” de El Corte Inglés: dura lo que haga falta. Y así fuimos creciendo y echándonos años encima, con algunas canas ya,... Pero a ese niño es al que siempre hay que rescatar para saber de qué estamos hechos, de dónde venimos.
Esa pureza... La inocencia y la sencillez. Al final, me quedo con eso. En su pregón de 2016, Rafa Serna, por encima de todo y en mi humilde opinión, exhala y me recuerda esta sevillanía que he referido en mi recuerdo. Esa que es universal y que acoge; la de las cosas de verdad y del pellizco en el pecho.
Fijaos; incluso en momentos de dudas de Fe o aparente ausencia de Dios, la Ciudad es la que permanece y siempre (Le) espera. No sé si me explico.
Una placita con cuatro naranjos al sol y el olor del incienso asomándose, las 'prisas' por ver este u otro paso,... Y eso sin entrar en lo gastronómico. Los que emigran y viven en grandes -y deshumanizadas- urbes corren el riesgo de perder esa esencia. No lo hagan, por favor.
Descansa en Paz, Rafa Serna. Y gracias por tantas cosas bonitas.
¡A la Gloria, sevillanos!