Ángel Paniagua (Plasencia, 1965) comenzó su andadura por el mundo editorial con su trabajo En las nubes del alba, un poemario lleno de intuiciones juveniles donde nos mostraba como un escritor que “devuelve mundo al mundo” (p.15) y que ha descubierto, temprana pero luminosamente, que “ser poeta / es buscarse, no buscar una poesía” (p.33). No hay en estas líneas (o yo, al menos, no soy capaz de detectarlas) vacilaciones, sino espléndidas muestras de equilibrio léxico y conceptual. El catálogo de homenajes que tributa (Juan Ramón Jiménez, Pedro García Montalvo, Luis Cernuda, Claudio Rodríguez) nos ofrece también la imagen de un poeta que se ha nutrido en múltiples veneros, y que ha sabido extraer de sus aguas la frescura más útil. A pesar de su juventud, ya mostraba la suficiente madurez como para interrogarse, no por la atinada elección de sus vocablos o por la música de sus estrofas, sino por su capacidad para ver de forma lírica (“¿He aprendido a mirar?”, p.23). Por detalles así se conoce a un poeta auténtico.