Revista Cultura y Ocio
EN MEMORIA DE EMILIO
Hay días en que es mejor no levantarse de la cama o caso de hacerlo no salir de casa, no poner los pies en la calle. Pero esta mañana tuve que salir a comprar un paquete de tabaco, una barra de pan, un litro de leche y unas piezas de fruta. A la vuelta del estanco me encuentro con una mujer de la edad de mi madre, del barrio de toda la vida, a cuyo hijo, en primero de EGB, le pegué un chicle en el pelo. La saludo y ella me pregunta:
David, ¿cómo estás?
Genial. ¿Y el tu fíu?
Todos bien, me dice, para inmediatamente preguntarme:
¿Sabías que murió Emilio?
¿Qué Emilio?, pregunté implorando que no se tratara del Emilio en el que yo estaba pensando.
El hijo de La Cuca.
Visualicé a La Cuca, que vive a un paso de mi calle, y pensé en si el Emilio en que yo estaba pensando era el mismo que había muerto: el hijo de La Cuca.
¿Uno que era camionero?
Sí.
¿Que estaba un poco gordo?
El mismo.
Entonces visualicé a Emilio. De mi edad. Al que conozco desde que tengo uso de razón. Un currante. Camionero. La mar de simpático. Un amigo de la infancia al que veía de vez en cuando en algún chigre de Cimata, con una caña en la mano o con un culín de sidra. Salía con una amiga mía, Marimar, hermana de un chaval con el que de crío intercambiaba tebeos.
Pero cuándo murió.
La semana pasada.
Por alguna razón que desconozco, cuando desaparece algún amigo mío nunca me encuentro en la ciudad. Ando por esos mundos.
Y de qué, de qué murió.
Cáncer de estómago.
Sentí escalofríos. Se me puso la piel de gallina. Emilio. De mi quinta. Y entonces pensé que ya tenía más conocidos, más colegas, más amigos, en, por así decir, el otro mundo, el otro barrio, que en este. Y pensé que de toda la gente del barrio de mi quinta ya solo quedábamos unos pocos. Y pensé que, en realidad, ya no tenía pasado o mejor dicho: ya no tenía a casi nadie con quién recordarlo. Y pensé: qué cojones hago yo aquí todavía. Emilio, como dije, tenía pareja. Tenía una hija. Es decir, tenía algo por lo que merecía seguir vivo, por lo que tenía que seguir vivo. ¿Pero yo? Yo no tengo una mujer que me quiera lo suficiente como para compartir sus días y sus noches conmigo. Yo no tengo ni un euro, ni posibilidades de tenerlo en un futuro próximo. Yo solo tengo un talento para escribir, y hasta de esto último estoy empezando a dudar. Así que por qué Emilio, con varias razones para la vida, y no yo, con ninguna. Y pensé, por último, antes de entrar en la tienda de comestibles, que la vida no tiene sentido alguno. Ninguno. Es puro azar o pura genética. Pero, en cualquier caso, la muerte de mi amigo Emilio me indica que he de empezar a prepararme para la mía propia, que, visto lo visto, y consumido lo consumido, puede producirse el día menos pensado. Mientras tanto, creo que hoy voy a dedicarme a recordar todos los momentos, siempre buenos, que pasé en compañía de mi amigo Emilio. Porque, ya sabes, mientras alguien te recuerde no estás todavía muerto. Sigues viviendo en su memoria.
Descansa en paz, colega.