Revista Cultura y Ocio

En mi país, no – @LaBernhardt

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Me quedan cinco libras y tres horas en Londres.
Hace ya 2 años que llegué aquí, sin tener ni puta idea de inglés y como dijo mi padre en el aeropuerto: necesitaba encontrar mi lugar en el mundo, que en mi país, no.
Total, que no se le ocurrió nada mejor que mandarme con la madre que me parió, literalmente. La mía era, bueno es, inglesa, “joder, tío, vaya suerte tienes; tu madre es inglesa de Londres. Eso sí que debe ser la hostia”, me decían mis colegas el día que me montaron la comida de despedida. Y yo pensando en que sí, que una suerte del copón, no te jode. Mi madre se largó a Londres cuando yo tenía 5 años y ya nunca más. Que la volvía loca de psiquiátrico España, en general, y mi padre, mi abuelo y mis tíos, en particular. Que no quiso ser madre nunca, que la culpa de todo la tuvo Benidorm y un vuelo low cost Gatwick- Alicante.
Una suerte de la hostia tenerla de madre, sí, pensaba yo cuando me perdí en El Altet, que hay que ser pringado, lo pienso hoy, porque mira que ese aeropuerto es pequeño. Pues yo me perdí el día en el que comenzaba “La búsqueda del nuevo Gabi”. No, yo no me inventé el título. No soy tan de leer ni tan de ponerle nombre a nada. Soy Gabi, eso sí. Y el título es de Amalia. Así empezó su carta de despedida. Qué bonita era, joder. Yo siempre le gusté pero no me dijo nada nunca. No es -no sé si habrá cambiado- de ese tipo de tías. Ella iba a tiro hecho y conmigo, eso no lo tenía. Cuando supo que me iba, se le saltaron las lágrimas. Qué bonita, joder. Me dijo que me escribiría un cuento antes de irme, cosas de ella, que se pasaba la vida entre libros y suspirando por salir del barrio. Lo hará, o lo habrá hecho ya, porque es una máquina estudiando. No como yo, que fui lo peor.
En fin, que me pierdo, la carta -o el cuento, como ella dijo- de Amalia me la sé de memoria. Me la sé en inglés. Me la sé en sueños. La he leído tantas veces en estos dos años. Qué niña más bonita, joder. Ella creía que yo sí cambiaría, que un par de años fuera de casa eran un regalo, que todo iría bien, mejor, a mi vuelta. Qué bonita. Pero en mi país, no me lo parecía. No mucho. No tanto como para querer quedarme con ella un rato largo. Para presentársela a mis colegas, tampoco. Ya ves, que he tenido que perderme para encontrarla, que hoy la recuerdo preciosa, aquí, lejos de mi vida de antes; no en mi país.
Los años que he pasado en ese monstruo de ciudad no son dignos de contar, pero ya que estoy aquí…Mi madre me buscó un apartamento con dos pakistaníes.
-Emma, que el chiquillo no me hable español, por favor te lo pido, no le busques sitio con gente de aquí, que quiero que vuelva con el inglés aprendido- le dijo mi padre.
Y, hostias con la madre inglesa, que me encontró a los más extranjeros que había en Londres de compañeros. El piso, una mierda muy gorda: sin tele, sin wifi, la muerte.
Yo iba a verla cada miércoles, cenábamos y, manda huevos, no me hablaba en español, que le recordaba a mi padre si lo hacíamos y que no, que no quería hablar, me decía ella. Y era todo muy marciano porque entre que era una madre desconocida, que no la entendía una mierda y que no sabía qué decirle después de quince años sin verla, las primeras cenas de los miércoles fueron un auténtico desastre. A punto estuve de decirle que no, que pasaba de tanta marcianada junta pero entonces sucedió que empecé a entender un poco lo que me gruñían en el curro y a ella, pues un poco también.
Trabajaba fregando platos en un jamaicano; una mierda, ya. Y del jamaicano, me pasé a un mexicano. “Alguien tiene que dejar los platos bien limpios para que otros los ensucien bien”, me decía mi padre, y me cago en mi vida, pensaba yo.
Pero no se lo decía, no. Ya me pasé tres pueblos con él, allí, en Alicante. Pasaba de estudiar, de currar, de todo. Al pobre se le hincharon los huevos y, hala, tira para Londres, a pasarlas putas. No dejo de pensar en él, en las ganas de darle las gracias y en todos los abrazos que no le di. No en mi país.
Los días no pasan rápidos ni lentos cuando todo es gris; los días se amontonan y, de repente, termina un mes, dos… Eso pienso cuando me doy cuenta que ya han pasado los dos años. Y me escucho y creo que este pensamiento profundo y de libro le molaría a Amalia. Últimamente, leo algo en inglés. Bueno, joder, sólo leo la prensa deportiva pero cuenta como leer y eso hace que me sienta un poco mejor persona. La cosa es que leer estos periódicos me mola porque soy un loco del fútbol, lo reconozco. En mi país dejé a mi padre, a mis colegas y al Atleti. Desde aquí, con ellos, he sufrido y he llorado de alegría.
Hace dos meses fue la final de la Champions; Real Madrid- Atlético de Madrid: una revancha en toda regla. La de Dios tuve que liar para que me dejaran la tarde libre. No tengo una libra nunca y, entonces, lo poco que repelaba lo guardaba para el billete de vuelta a casa. Porque fue en mayo cuando decidí que ya estaba bien de todo. Que quería volver.
La cosa es que me fui a verlo al bar de un colega. Es un buen tío, me deja estar allí sin consumir y a mí me viene de maravilla. Hubiera preferido verlo con unas patatas fritas, unas olivitas, unas cervezas… en casa de mi madre, pero ella no quiere ni oír hablar de equipos españoles, que dice que también le recuerdan a mi padre. Lo de siempre, vaya.
Estaba en el bar, en la barra, en mi sitio de siempre, cuando poco antes de empezar el partido entraron dos españoles. Tendrían unos cuarenta y algo. Se les veía felices, como todos los que vienen de turisteo a esta ciudad. Él, sufriendo cada minuto, un atlético perdido. Ella, que se le notaba que pasaba del tema mucho pero que sabía cuánto le importaba a él el partido, intentaba pasar desapercibida.
En el descanso, 1-0 a favor del Madrid, cagoendios, la mujer se levantó a por dos pintas. Volvió a su sitio y besó el hombro del tío que estaba con ella.
La miré un segundo y me recordó tanto a Amalia, tanto, tanto.
Salí a fumar un minuto y cuando pasé por su lado, me dio un impulso y le apreté un poquito el brazo izquierdo: “esto es una revancha en toda regla”, le dije. Me sonrió y te juro que pensé “hostias, mi Amalia será así de bonita cuando sea vieja”, que ya, que tener 40 años no es ser un viejo, coño, que es una manera de hablar.
El resto de este cuento ya se sabe; perdió aquella noche mi Atleti y salía con lágrimas en los ojos del bar cuando la española me cogió del brazo, me miró muy bonito, como queriendo darme un abrazo con los ojos, y dijo: “tienes cara de llamarte Gabriel, ¿y sabes qué?, que sonrías mucho, que esto es sólo un partido perdido, que ya vendrán otros que ganar”.
Me sentí un gilipollas llorón cuando vi en esa tía a mi Amalia, y lejos de decirle “hostias, sí, me llamo Gabi”, le solté “bah, ya lo sé; esto es sólo un partido, ya ganaremos otros, pero gracias. Ah, y tú tienes cara de llamarte Amalia”
Sonrió mucho. No dijo nada y nunca sabré si sí o si no se llamaba así. Salí del bar, llegué a casa y busqué la carta, tecleé el número de móvil que nunca usé, en mi país, no; tampoco en este y le mandé un wassap:
“Hola, Amalia, soy Gabi.
No sé si te acuerdas de mí; yo de ti, sí, ya ves. Y bueno, que vuelvo a casa en dos meses. Y que hoy, en un bar, he visto a una mujer que me ha recordado a ti, qué tontería, ¿no?.
Bueno, que un beso.
G. ”
Me quedan 5 libras y tres horas en Londres, Amalia me espera en el Altet.
Esta vez no me pierdo. No la pierdo.
En mi país, no.

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