Revista Opinión

En nuestras manos

Publicado el 11 abril 2016 por Jcromero

Piense en positivo, deje a un lado las cosas negativas. Hay corrupción, es cierto, pero la mayoría de los políticos son decentes, la mayoría de la sociedad también. Los bajos sueldos tienen poca importancia cuando casi nadie cobra el salario mínimo. Para qué remover el pasado. Dejemos los muertos en paz cuando no se tiene claro que sea cierto eso de las fosas ni lo que el Gobierno pueda hacer para arreglarlo. Buscar a los antepasados es una pérdida de tiempo, de poco sirve. Hay que mirar al futuro.

Digamos que el hombre no es demócrata por naturaleza. La democracia hay que conquistarla en ocasiones y siempre interiorizarla y ejercerla. Como el concepto de dios, la democracia es un invento del hombre para defenderse de los propios hombres. Dios para aceptar lo que no se entiende, para explicar lo inexplicable y para protegerse de sus propios miedos. Aquello que el hombre precisa y anhela, aquello que no alcanza a comprender lo convierte en un misterio de fe o lo proyecta en un concepto divino, en un acumulador de virtudes, en algo sobrenatural y todopoderoso. La democracia surge por temor a la dictadura del gobierno ilimitado e irracional en manos de los más poderosos. Igual que en la naturaleza prevalece el fuerte, todas las dictaduras, todos los tiranos, todos los absolutismos, obedecen al mismo proceso animal: el instinto, el dominio de la fuerza sobre la razón. Pero, ¿qué ocurre cuando el poder se trasviste de democracia?

El párrafo inicial de este escrito es una especie de cita libre sacada de la entrevista de Évole a Rajoy, un corta y pega impreciso de algunas insinuaciones o frases que se me quedaron grabadas por hirientes, ofensivas o indignas. Escuchar a Rajoy -como a tantos otros- es confirmar que la democracia es un invento inacabado que hay que perfeccionar cada día y, más que una realidad, es una aspiración en constante transformación y que retrocede cuando no avanza.

Si la democracia se reduce a la posibilidad de votar -por aquello de no complicarse, implicarse o señalarse-, corre el riesgo de involucionar hasta convertirse en enemiga de la propia ciudadanía. No hay democracia sin ciudadanos, sin protección de sus derechos y libertades, sin derecho a la justicia o a una información veraz. No hay democracia sin participación activa en la deliberación pública. Tampoco sin ciudadanos interesados e informados. A todo poder, incluso al delegado, le incomoda el ciudadano crítico y prefiere al ciudadano sumiso y resignado. ¿Acaso la última reforma educativa no abandona la formación integral para sustituirla por la cualificación profesional y utilitarista? Cuando la democracia se deja en manos de los representantes, de las formaciones políticas y de los medios de comunicación, se convierte en una simple representación, en un ropaje para ocultar aquello por la que se concibió: contrarrestar el autoritarismo o cualquier forma de poder insensible, despótico y manipulador.

Cada vez que determinados demócratas logran el respaldo de las urnas, el auténtico poder experimenta algo parecido a una sacudida orgásmica mientras que lejos de esos ámbitos de poder crece el desafecto. Que la democracia está en riesgo permanente es indudable pero, que su pervivencia pasa por la toma de consciencia; por saber que depende de nosotros. Cuando así sea entendido, no habrá suficientes medios de comunicación sometidos al poder ni vigorosas redes que la amenacen. Por suerte o desgracia la democracia depende de nosotros. Convertir la democracia en Democracia, así con mayúsculas, para no confundir y marcar diferencias con ese juego de estrategias que llamamos política, está en nuestras manos.

Es lunes, escucho a Delfeayo Marsalis:

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