Revista Opinión

En qué clase de mundo vivimos

Publicado el 30 diciembre 2014 por Vigilis @vigilis
Fueron autores de ciencia ficción los primeros en popularizar la idea de que el cambio tecnológico, la mecanización del trabajo y la robotización —esta última ya en época más reciente—, afectaría a la vida de la gente y a las relaciones económicas y sociales dentro de los países. Lo que nunca pudieron prever con tanta puntería era que los países como tales iban a cambiar tanto como lo hicieron.

En qué clase de mundo vivimos

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Hubo un asesinato y todavía hay gente en el velatorio tratando de superar la pérdida. El mundo cambió de tal forma que lo que se daba por sentado ha desaparecido. Todavía estamos en la fase de saber a dónde vamos. No sé si en toda época los hombres tienen conciencia de vivir en época de cambios. Lo que sí sabemos es que en ciertos momentos de la posguerra del siglo XX existía un amplio consenso en que las cosas iban a seguir igual (es decir, mejorando para todos). Nadie pudo prever el cambio rebelde de una nueva generación que se llevó por delante el consenso capital sobre el que se construyó el sistema que mejores resultados dio: un país puede redistribuir la riqueza que produce siempre y cuando exista una producción nacional. Esta es más o menos la piedra clave del aparato keynesiano que funcionó en los mejores años de la posguerra.
La cosa es que hoy no existe una producción nacional y por eso tus esfuerzos de redistribución se te han ido a hacer puñetas. A esto le sumas la aparición de la sociedad de consumo en la China roja y la singularidad tecnológica del cambio de siglo y te queda un lío de un par de narices. Todas estas cuestiones son rasgos de nuestra época, del aquí y ahora. A estos tres factores del cambio le podemos añadir el gran olvidado: el invierno demográfico. Nunca nadie antes en la historia de la humanidad se había enfrentado con estos problemas. Puede que lo que más se le parezca sea la caída de Bizancio y la Peste Negra. Un gran cambio que da paso a una nueva época.
Repasemos estos tres grandes temas para que puedas dejar a tu cuñado o compañero de trabajo con el culo torcido mientras suelta las mismas bobadas indoctas que ve en los titulares de prensa.
Desaparición de la producción nacional
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Frente al lastimero discurso de quienes trabajan fabricando tornillos, conduciendo un taxi o plantando soja, que ven un futuro de libre comercio como una amenaza contra su modo de vida, el libre comercio siempre fue una buena idea y todavía que yo sepa no ha dejado de serlo. Por encima del aprovechamiento inmediato de acceder a más productos y de poder vender tus productos a más clientes potenciales, existe una visión política del libre comercio. Vivimos en un ambiente en que cuando se habla de libre comercio se entrevista a un economista, yo echo de menos que además entrevisten a alguien con una idea del estado. El comercio entre los países es una cuestión política que va más allá de del cálculo económico. El comercio crea interdependencia y la interdependencia trae la paz. Si tu país monta relojes, tus fuerzas aéreas no bombardearán las fábricas del país vecino del que importas las agujas de tus relojes, porque es como si bombardearas tus propias fábricas. Es tan sencillo como eso. Ahora bien, la prosperidad del mundo en que vivimos hace que probablemente haya varios países que fabriquen agujas de relojes.
El inmenso salto de capacidad militar de los países desarrollados respecto a los no desarrollados hace que nos alegremos de que seamos nosotros, el próspero occidente, los que tengamos regímenes políticos basados en la opinión pública. Podemos destruir más que nadie en la historia pero no lo hacemos porque existe cierta moral al respecto (más tarde vuelvo con el tema moral). Hoy basta con las aceptables sanciones económicas para derrotar a los países sin pegar un solo tiro. Ahí tenéis a Rusia, Cuba e Irán pidiendo papas.
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El caso es que la libertad comercial funciona en los dos sentidos. Tú lo tienes más fácil para vender tu producción, pero los demás lo tienen más fácil para que les compres su producción. Las ayudas keynesianas a la producción, la política de subvenciones y de protección al trabajador así como las famosas medidas proteccionistas —como las del maíz de Iowa o las de la leche holandesa— crean disparidades en la productividad y acaban beneficiando a tu competencia. A esto le unimos que en occidente no es el estado gaullista el dueño de las fábricas, sino el sector privado y los dueños del sector privado siempre pueden llevar su producción fuera del país. Ciertamente las famosas deslocalizaciones tienen mucho más de mito que de realidad: es una fantasía afirmar que siempre se irán las fábricas a países con mano de obra más barata. Ahí tenemos el ejemplo de una famosa marca de automóviles, que hace diez años llevaba parte de su producción de España a Eslovaquia y después la violvió a traer de vuelta. Puedo ser más gráfico: si todo se basara en laxas leyes laborales y en el precio de la mano de obra, Marruecos sería el primer productor mundial de automóviles. Y no lo es porque tiene que haber algo más.
No fue la globalización comercial la que mandó cerrar astilleros en España, sino esa construcción política europea que para algunos asuntos es muy rápida y para otros no tanto. Pero sin duda algún caso de deslocalización en trabajos poco exigentes podemos encontrar en el sector textil por ejemplo. Bien, la crítica de los enemigos de la libertad se basa en que la riqueza que deja de producirse por la deslocalización, es una riqueza que el país deja de tener para su redistribución. El dueño de la compañia puede engordar y fumar puros en Olerios mientras los chinitos le hacen su ropa barata. Amplíese el ejemplo a Google con la tercermundista Irlanda o el servicio de desatención al cliente de tu operador favorito con el Aconcagua.

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Esto ya se quedó anticuado.

Esa riqueza deja de generarse aquí y pasa a ser generada en tierras exóticas como Cork o Chittagong. Lo que para los egoístas de aquí es una injusticia, es una bendición para los bebedores de Guinnes de la isla esmeralda... y la diferencia entre la vida y la muerte para los arrabales de Bangladés. No es casualidad que sean los mismos quienes se quejan de las costureras asiáticas los que nos dicen que les donemos unos euros a sus ONG de palo. Oiga, en lugar de donar dinero para sus dictadores, que nos cosan las faldas, con algo de suerte y la inestimable ayuda del cuerpo de marines, en una generación toda su población estará educada y podrán derrocar a su dictadorzuelo. En otra generación, nos importarán mejores máquinas de coser. Y en una tercera generación nos importarán automóviles, con lo que ya podrás redistribuir en tu país. Bueno, en realidad, de educar a buena parte de su población hasta importarnos coches no hace falta esperar tanto, como hemos visto en Corea del Sur, Taiwán y Alemania. El libre comercio funciona. Ah, pero tiene que hacer algo más que funcionar tiene que tener un discurso moral (vuelvo sobre el tema más tarde).
La China roja y la singularidad tecnológica
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El tema de la China roja lo introduje en los párrafos precedentes sin que te dieras cuenta, pero insisto porque es importante. No sólo se trata de que países mierder hagan muñequitos de plástico para asfixiar a bebés occidentales, es que en haciendo eso se capitalizan y con ese capital pueden comprarnos lo que ellos no son capaces de producir/copiarnos. Y meto por la escuadra la singularidad tecnológica. Hoy en día puedes construir una línea de montaje de automóviles en China muy parecida a las que existen en occidente. La apariencia será indistinguible. Pero lo que de momento no puedes tener en China son las cosas que no se ven y que son imprescindibles para que la fábrica eche a andar.
Cualquier mono vestido de botones puede apretar un tornillo y pulsar un botón. Ahora bien, saber qué botón pulsar y qué tornillo apretar es algo que exige cierta excelencia. El diseño de los brazos robóticos de la línea de montaje, el desarrollo de la ingeniería de materiales que exige, el software que controla la fábrica, los cálculos a la micra que requieren las complejas operaciones de la fábrica moderna no están a la altura de cualquier descampado de la costa del mar Amarillo. Esas cosas imprescindibles para nuestro ejemplo se hacen en España, Japón, Estados Unidos o Alemania, que es donde mejores coches se hacen. Existe todavía una brecha muy importante entre nosotros y el resto del mundo.
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A esa brecha ha contribuído sin lugar a dudas la singularidad tecnológica: la inmediatez de las comunicaciones, el aumento de la capacidad de cálculo de los procesadores, los pulidos algoritmos que controlan las rutinas del software, etc. forman parte del mundo invisible e inmediato en que nos movemos. Hay empresas financieras que invierten muchos millones en nuevos cables submarinos de fibra óptica para ganar un milisegundo en sus operaciones bursátiles entre Londres y Nueva York. Este pulimiento de las pequeñas cosas que nos distingue del segundo mundo me recuerda a las pequeñas diferencias entre las tallas de las piedras del paleolítico superior e inferior. Un profano no distingue esas lascas, pero el que una piedra esté un poquito mejor cortada que otra significaba para el troglodita un ahorro de varias horas al año pelando zarigüeyas (ahora sí necesitaría a un economista para que hablara del marginalismo y a un filósofo para que explicara por qué el troglodita quería mejorar su vida).
El invierno demográfico
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Un fantasma recorre Japón y Europa: el fantasma de ponerle la capucha al pajarito, del trendy single lifestyle, del mírame y no me toques y de la comida al microondas. Un fantasma que a día de hoy supone una mayor amenaza que los telares de Chittagong y los hackers chinos para nuestra felicidad futura.
El demógrafo sueco Hans Rosling decía el año pasado que según las estimaciones de la ONU la humanidad había rebasado el pico de niños en el mundo debido a la extensión de la planificación familiar en África y a que en Europa mantenemos al ratoncito en la madriguera (uf, mis metáforas se están agotando). Esto no es ningún problema inmediato si tenemos en cuenta que la población viaja y se mueve (siempre y cuando no le pongas vallas muy altas y te asegures que cuando llegan aquí, aprendan a qué dios rezar y las cuatro cuentas, cosa que enlaza con el tema moral del que todavía no he hablado).
El problema reside en el sistema redistributivo tal como lo tenemos montado en esta buena tierra. Menos gente aportando, más gente recibiendo. Lo de las pensiones y el gasto sanitario ya sabemos por dónde va. Que la mayor productividad de los empleos no suple esta brecha también lo sabemos. Es decir, que vamos a peor ya lo sabemos. Lo que no hemos calculado son las consecuencias no previstas del cambio demográfico que refleja el envejecimiento poblacional.
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Una mayor proporción de gente mayor que come caramelos werther's y cuajadas danone exige una mayor cantidad de gente no muy mayor proporcionando bienes y servicios a esa población. Además, a día de hoy, esa cohorte demográfica es un gran reservorio de capital estable a donde acuden como moscas a la miel gente de la ralea de los banqueros, políticos y aseguradores. Son además quienes tienen en gran proporción viviendas en propiedad (hace treinta años las hipotecas eran a diez años y se pagaban al punto). Lo que quiero decir con esto es que más allá del inmediato cálculo del coste social, la propia economía cambiará para servir a nuestros entrañables mayores que miran obras y ponen a parir al cura nuevo del pueblo a la salida de misa de doce. Menos gintonic trendy y más moscatel. Menos columpios en los parques y un mundo rural más parecido a una película post-apocalíptica. Menos carreteras secundarias y más trenes anchos entre ciudades. Todavía no somos conscientes de estos cambios.
La necesidad del objetivo moral

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Toda esta ralea.

Llegamos a la parte moral de este mundo quizás en transición. Existe en las sociedades abiertas una evidente desafección con la política que se traduce en reivindicaciones muy reales basadas en el temor al inmigrante, en el temor al libre comercio, y en el temor al cambio tecnológico. Conocidas las consecuencias de la desafección podemos especular con sus causas.
Puedo equivocarme y acepto sugerencias, pero creo que la causa principal del surgimiento de estos miedos es la carencia de un relato moral, de un entramado moral que cubra a la sociedad y la vuelva a toda ella copartícipe de una idea de futuro compartida.
Hoy en día la política —que al fin y al cabo es la arena de juego de los temas expuestos— está más próxima al rigor de una hoja de Excel que a una teoría de la historia. Hoy en día la política se aproxima más al cálculo contable que a los fines políticos como meta de transformación de la sociedad para mejor (y aquí se ve a las claras que me alejo del discurso que haría un conservador). A las medidas políticas que se basan en el coste de la deuda exterior, en los indicadores de los terminales de Blooomberg, en el cálculo del coste y beneficio de cada epigrafe del presupuesto público, se les opone la idea de someter el cálculo económico a la acción política como instumento de transformación.
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Dicen que hay dos razones por las que se puede tomar o no una decisión política. Una es si hay dinero que la costee y otra es si da votos. Estimo que hay una tercera forma que creo que se nos ha olvidado: preguntarnos si esa medida mejorará nuestras vidas o las vidas de nuestros hijos. Y si es así, ponerla en práctica ordenando a los economistas del estado que hagan malabares y a los asesores de campaña que hagan mejor su trabajo.
Hay desafección y por ello surgen los paleototalitarios, porque no existe un debate de ideas, un relato moral. Todo es publicidad y puntos del PIB que a mí personalmente me provocan la misma emoción que ver crecer un cactus. Cuando Kennedy prometió ir a la Luna antes del final de la década, no apareció un señor con bigote preguntando cuánto iba a costar eso. Cuando Churchill prometió nada más que sangre, sudor y lágrimas, a nadie se le ocurrió insinuarle que aquella era mala publicidad. Los dos se enfrentaron a disensiones políticas razonables, pero nadie dudaba de que había un objetivo político y que por tanto estaba por encima de los tecnicismos, del cálculo económico y del índice de popularidad. Al final, llegar a la Luna le sirvió a la industria americana para desarrollar tecnologías que seguimos utilizando cincuenta años después y para que la siguiente generación de estudiantes se matriculara en carreras de ciencias con lo que los americanos conservan su primacía mundial. Resistir a los alemanes les valió a los ingleses para no pasar por una crisis noventayochista ante la périda del imperio y para ganarse el respeto internacional, pese a que sufrieron el racionamiento hasta bien entrada la década de los cincuenta.
Pero hoy no existen políticos que digan que las cosas tienen un coste y que pese a ello intentarán alcanzar sus fines. El mismo cálculo económico que solapa a la acción política de los grandes fines, los vemos en los cálculos electoralistas. Por ello, el hacer partícipe a toda la sociedad de un gran proyecto es algo que ya no existe y que provoca esa desafección que causa los monstruos que conocemos. Ahora bien, la clave sería encontrar el proyecto adecuado, las palabras adecuadas para inspirar. Creo que todavía no se ha dicho todo. Ceterum censeo Carthaginem esse delendam

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