Hoy me he despertado en la terminal de tránsito de un aeropuerto del Este. No entiendo el idioma en que hablan estas gentes y espero que, por medio de la observación, pueda llegar a comprender qué dicen. Algún grupo de viajeros anda ajetreados de aquí para allá con sus bolsos de mano y sus maletas que, incomprensiblemente, pueden caber en una cabina de avión. Otros parecen tan aturdidos como yo. Tampoco recuerdo exactamente cómo he llegado aquí, a este punto. No me muevo, es el escenario que cambia a mi alrededor. Solo observo sentada en uno de los funcionales sillones que se alinean a lo largo de la pared. Las maletas y bolsas que conforman mi equipaje, más abultado de lo que lo recordaba haber preparado, se ordenan a mi alrededor como si fuera la cantante de un grupo de moda o un futbolista, héroes de estos tiempos.
No me siento ni de aquí ni de allá. Mi sentimiento no se rige por los meridianos, ni por fronteras fijadas por los Estados que separan ciudadanos en un intento, muchas veces conseguido a base de repetición, de diferenciar lo idéntico e intentar convencernos de que no somos iguales, de que hay un hecho diferencial. En plena crisis y con los pirómanos preparados, de ahí a la xenofobia solo hay un pequeño paso. Mi frontera camina entre trópicos paralelos, de norte a sur y de sur a norte. Allá donde todo es relativo según con quién te compares. Y somos norte y somos sur, todo al tiempo, conviviendo pacíficamente.
Pese al run-run de fondo, o precisamente por él, reparo en el hilo musical que mece esta terminal de tránsito: enlatado, atemporal, descafeinado, cansino de todas formas. No sé si suena la misma canción de hace una hora (no sé cuánto tiempo llevo aquí) o alguien caritativo ha cambiado el disco. Recuerdo las melodías. Las oí hace 32 años, o hace dos días quizás. No lo podría asegurar y perdería el avión si apostara. “Es el Concert per la Llibertat“, me dice una azafata que camina con una bandeja de cafés entre los náufragos. “¿Y quién lo pagó?”, le espeto. “Tú”, me dice Cristóbal Montoro, sonriendo dos asientos más allá. No había reparado en él, pero estaba, como la música. Como ella, es ambiental. ¿También estará en tránsito? “Pero si ya voy a pagar el 1,2% más por la luz” -le contesto, informada-. “Pero no será suficiente -me responde-, hacen falta muchos más conciertos por la libertad. A Endesa le gustan mucho, tan luminosos…”. Su cara se ilumina, tanto como esta terminal de tránsito, con su luz blanca y fría. “¿Y ellos saben a quién favorecen, entonces, con sus cantos?”. “No, pero cuando regresen a casa será de noche. Y encenderán la luz un buen rato para comentar lo bien que ha estado el concierto, que ha sido un punto de inflexión, que ahora sí…”.