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En vuestras manos entrego mi vida

Por Antoniodiaz
En vuestras manos entrego mi vidaToros Comunicación.

Cosas corrientes que suceden sesenta segundos por minuto en el mundo: una mariposa cejialba que aletea; el caos luciferino que pudre la urbe más serena; las olas que se suicidan contra el malecón; el león que sólo entiende de la filosofía que le alecciona su barriga y devora vivo al ñú; los goles son amores de Messi y los amores son goles de Ronaldo; el cóctel de burlas y bostezos en una sala de cine dónde se proyecta un filme de Almodóvar; un Toro que dice de usar su cornamenta.
Entonces es cuando gracias al orgullo de algunos hombres buenos ocurre que una cosa ordinaria se convierte en un trance egregio. Toreo puro. Y ese Toro que salta al redondel y cornea a alguien que opta en el duelo por no tomar ventajas. O que simplemente se equivoca. Llegan las manos a la cabeza. El silencio, los olés, la barahúnda se convierte al unísono en quejío. Un muslo que parece un manantial de linfa caliente que va a desembocar en un Mar Rojo que se moldea en el albero. Aparecen los miedos, que aquí no son escénicos. Como si de una conjugación verbal se tratase, el miedo va variando según el género y el número del que lo sufre. La primera persona, el que se ve colgado del velamen, padece el miedo a morir. La primera persona del plural, nosotros, los del tendido, sufrimos el espanto a ser testigos, y casi cómplices, de un sacrificio humano por satisfacer nuestra alma ayuna de héroes. La segunda persona, singular, la del dedo acusador, la del , está calada por el desasosiego por partida doble, por el chaval con futuro incierto que se desangra gracias a uno que lleva tu nombre, y por la inquisición hipócrita que lo bautiza con un injusto alías: `Gabriel Rojas, el de las femorales´. La tercera persona del plural, ellos, los dos compañeros que lo llevan en volandas hasta su salvación, padecen el terror a que sus brazos se estén convirtiendo en el santo sepulcro de un joven onubense que de novillero soñaba con labrarse un nombre en esta historia, sin cuento, de la tauromaquia. Y la Historia, que sigue escribiéndose en estos momentos en renglones torcidos, le tenía reservado un lugar entre los elegidos. Elegidos para, con su sangre, reabastecer el vegetativo estado de la tauromaquia, volviendo a oxigenar las partes del enfermo que nunca debieron dejar de regarse: las que corresponden al peligro, la emoción y la autenticidad.
Cada equis tiempo, se produce el maquiavélico trueque: algun humilde torero tiene que empeñar su vida para reedificar la obra que unos taurinos ávaros sin escrúpulos, más parecidos al siniestro personaje del sepulturero mellado de las películas del lejano Oeste, que a gente del arte, se han encargado de hipotecar.
La imagen de los dos compañeros, en la que más que compañeros hacen de ángeles, custodiando a Jesús Márquez hacia la enfermería, hacia ese limbo de azulejos pálidos y olores estériles del que no habla la Biblia, es el vivo retrato de la dignidad y sabiduría del hombre que aprecia el toreo como forma de vivir, ser y estar en paz con todo lo que le rodea. Que uno, a pesar de tener poco mundo y menos luces, todavía no ha visto, ni ha dado, con alguien que conozca a un ecologista, ecosocialista o ecoloquesea, darle a lo que llega a su plato la oportunidad de defenderse cabalmente. Son los que lloran como magdalenas en comités científicos por los peligros del anisakis, la triquinosis y la gastroenteritis y menosprecian al torero que se juega la pelleja unas cuantas docenas de tardes al año con el único y gran propósito de defender su vida y la dignidad del Toro por ser Toro.
El amigo que desfallece; la tez pálida que barrunta luto; la parca, silenciosa e invisible, que con sus dedos escamados entorna los ojos de su próximo cliente; el ángel de blanco y azabache que busca la mirada cómplice del herido, y se encuentra con ojos vacíos e inertes, por los que pasa a la velocidad de la luz la película fotográfica de toda una vida; el otro querubín, el de violeta y azabache, sucumbe ante el padecimiento del amigo, su cara no puede disimularlo, que los ángeles por mucho ángeles que sean, antes que toreros son hombres, y tal condición les permite expresar la pena, el sobrecogimiento y la amargura. Márquez, el que se desangra, el que ve como se va transformando su cuerpo torero en un saco de patatas tonelítico mientras la enfermería se le antoja tan lejana e inalcanzable como la línea del horizonte del mar, se olvida en esos escasos segundos de las estampitas, de la capilla de la plaza, de todos los beatos del santoral y se aferra a la vida con la tranquilidad del que se sabe en manos que son patrimonio del saber.
Estampa ésta, reconocible a través de los siglos, desde que José de Arimatea y Nicodemo bajan a Cristo de la cruz y llevan el cuerpo a su madre; fotografiada en la posguerra española, cuando dos maquis arrastran a otro compañero herido hasta el corazón de la montaña; descrita en los tiempos en que los indígenas eran atormentados y torturados por el poder devastatador de la colonización de los conquistadores españoles. En cada tarde de toros, tienen lugar aconteceres y caprichos propios de la vida. Quitar el toreo es prohibir una parte de la vida de muchos. Lo que un Toro en La Maestranza no ha podido hacer con Márquez o Mariscal en unos días, van a lograrlo unos hombres a través de unos votos. La abolición es un boquete como el puño en la femoral de cada uno de los aficionados.
Jesús Márquez ha vuelto a la vida, gracias a los compañeros y sobre todo, gracias a que existen médicos, y no doctores, que doctor por ejemplo es Mosterín, que cada vez que tumban en la camilla a un paciente se hacen a la idea de que la vida que tienen en sus manos es la de su propio hijo. Una santidad, en lo suyo, Don Ramón Vila. Que aprendan los matasanos que aprobando las mismas asignaturas, y teniendo Diploma, se conforman, y se enorgullecen -lo que es peor- de firmar, como si fueran padres de alumnos que sacan malas notas en Septiembre, los partes por gastroenteritis a las figuras que la única enfermedad que sufren es la cangrena de su alma y la parálisis de su afición.

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