Lo intenté. Me presenté en la facultad de Relaciones Laborales de mi alma mater, la Complu. La puerta estaba custodiada por Rossy de Palma. Firme, con los brazos cruzados.
—Hola, buenas, que venía al encierro.
Rossy de Palma me miró de arriba abajo con desconfianza, me hizo un gesto desdeñoso indicando que aguardara y se llevó el walkie-talkie a la boca.
—Oiga, jefe, don Pedro, que aquí hay otro que quiere encerrarse. Cambio.
(Interferencias) —¿Quién cojones es? (interferencias). Cambio.
Mirándome a mí:
—¿Quién cojones eres?
—Esto… Sergio… Sergio del Molino. Le puedo enseñar el DNI —dije llevándome la mano al bolsillo de la americana.
—¡Cuidado, lleva un arma! —gritó De Palma desenfundando su 38 especial y apuntándome a los ojos— ¡Código azul, código azul, alerta, alerta!
—Eh, no, solo llevo la cartera: treinta euros en billetes y algo de calderilla. Se lo doy todo, no se preocupe.
Rossy cogió la cartera, ceñuda. —Tranquilos, compañeros, falsa alarma, es sólo un panoli —informó por el walkie-talkie. Contó los billetes y la calderilla— ¿Sólo llevas esto, mamón? Bueno, te lo cojo todo menos el metrobús, para que no tengas que volver andando a la cloaca de mediocridad de la que procedes.
—Gra-gracias, señora de Rossy, digo Palma, Rossy de.
—Bueno, así que tú eres… —frunce el ceño para leer bien el DNI— Sergio do Pio… do Palomino. Vaya, una vez hice una escena porno con un tal Lauren di Palomino. ¿No serás familia suya?
—No creo, mi familia es muy del opus, el porno lo hacían en la intimidad. Esto… Venía a unirme al encierro por lo de Garzón.
—No tan deprisa, gacelita. Espera aquí, que compruebe quién eres y a ver si el jefe está conforme.
Se metió adentro, dejando la puerta entornada. En el interior distinguí el lomo plateado de Pedro Almodóvar —el líder de la manada, eso lo aprendí de Gorilas en la niebla—, la calva brillantísima de Pepe Viyuela y el deslumbrante genio de Pepe Sacristán, que interpretaba con Pilar Bardem un número de Don Quijote. El musical para entretener a los congregados. En un diván departía Luis García Montero con una copa de coñac Carlos V. Un momento: ¡no era un diván! Era la propia Almudena Grandes, que acogía en su regazo a su poético marido mientras ella, para entretenerse, escribía en un iPad una novela de 900 páginas sobre el encierro. Debía de ir por la 563, más o menos. “Mierda, Luisín, no me aclaro con el teclado del cacharro este. No me van a quedar unos diálogos verosímiles”, se quejaba con amor.
Fue todo lo que vi, pues Rossy, tras intercambiar unas breves frases con Almodóvar-Lomo Plateado, volvió a salir, cerrando bien la puerta tras de sí, y devolviéndome el DNI me dijo:
—Lo siento, no está en la lista.
—¿Qué lista? Pero, ¿esto no era un acto reivindicativo?
—Lo siento, no está en la lista, y échese a un lado, que está obstruyendo el paso.
—Pero… Esto… ¡Viva el juez Garzón! ¡Muerte al Supremo! ¡Arriba la Esteban!
—No insista, no monte el número o tendré que llamar a seguridad.
Seguridad asomó de repente, alertada por mis gritos. Eran Chus Lampreave y Juanjo Ballesta con uniformes de Prosegur. Ballesta iba diciendo: “Es mentira lo de que le metí de hostias a ese tío en el pueblo aquel. Y, en todo caso, se lo buscó él, y le volvería a romper la jeta si me lo volviera a encontrar. Puto soplapollas. Pero ya sabes que no soy violento, Chus, soy un juguete roto, eso es todo”.
—A ver, ¿qué pasa aquí? —inquirió la agente Lampreave. Iba a hacerle notar que la gorra le quedaba un poco grande, pero no lo juzgué oportuno.
—Nada, Chus, está todo controlado. Este tal Palomino, que es hermano de un actor porno y quiere sumarse al encierro.
—¿Hermano de un actor porno? —dijo Lampreave, y añadió, con el castizo sentido común que caracteriza a sus personajes— Pues chica, déjale entrar, porque nos ha fallado Nacho Vidal a última hora, que tenía que hacer de jurado en un premio de postpoesía, y no tenemos representación de la industria pornográfica.
—No, pero si yo no me llamo Palomino ni soy hermano de un actor porno. Mi hermano es ingeniero, un chico muy serio y formal. Me llamo Del Molino.
—Joder, aclárese de una vez, que me está poniendo la cabeza gorda —gritó De Palma—. ¿Usted qué méritos tiene para entrar? A ver, ¿es usted miembro del mundo de la cultura?
—Hombre, he escrito un par de libritos, soy periodista, y Juan Aguirre, el de Amaral, lee mi blog cuando no está de gira.
—Aguirre… Aguirre… Por Aguirre no me viene nada en la lista. Además, usted habrá escrito la de dios, no digo yo que no, pero mírese, alma de cántaro: va vestido del H&M, esas zapatillas no son de marca y no tiene suficientes canas en la barba como para ser admitido en un tête-à-tête con nuestro líder. Por no hablar de que el cupo de escritores ya está completo.
—Pero… Pero yo apoyo al juez Garzón contra la ignominia de Falange Española. Yo fui a ver la peli de Medem sobre Euskadi. ¡Y pagué mi entrada! Yo no compro en el top-manta y no uso el e-mule más que para el porno. ¡Tengo derecho a entrar ahí!
De Palma, Lampreave y Ballesta se carcajearon ante mis súplicas. Ballesta, sin dejar de reír, sacó la porra y me indicó:
—Venga, paso ligero, chaval, que no me quiero manchar el uniforme con tus sesos, que lo acabo de recoger del tinte.
—Pero…
—Joder, qué tío más insistente —terció Lampreave—. Juanjo, al pilón con él.
—Hecho, jefa.
No recordaba que hubiera un pilón en mitad de la Ciudad Universitaria —y juro que hay pocos rincones de ella en los que no me haya sentado a beber cerveza—, pero lo había. Parece que lo habían puesto ahí para estos casos. Acabé en él bien remojado, mientras a lo lejos oía que el encierro se estaba desmadrando: Almodóvar-Lomo Plateado estaba cantando Voy a ser mamá a dúo con Marcos Ana y un coro de represaliados del franquismo.
Joder, qué juerga me perdí. Maldita sea.