Revista Cultura y Ocio

Encorvado – @Sor_furcia

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Entro a la sauna del gimnasio. Bien, no hay nadie. Me gusta estar ahí a solas, notar el calor, las gotas de sudor resbalando por todo mi cuerpo, controlar mi respiración y relajarme. Consigo disfrutar de ese momento de intimidad unos cinco minutos en los que siento cómo recargo las pilas pero, de repente, se abre la puerta. “Buenas tardes”, dice la mujer mientras cierra y se desprende de la toalla. Es una señora que ya sobrepasa los 70 años, menuda, lánguida, marchita… Y no puedo evitar mirarla, escudriñarla hasta el más mínimo detalle, lo hago siempre que alguien entra a la sauna, como esperando que su cuerpo me hable y me cuente su historia. Lo que tienen los gimnasios es que conoces todas las realidades tan diferentes de los cuerpos humanos, bueno, en mi caso de los de las mujeres, porque por desgracia no me dejan entrar al vestuario masculino, que si no descubriría otras realidades también la mar de interesantes (insertar aquí una sonrisa malévola).

Lo primero que le miro son los pechos. Siempre me pasa. No sé por qué. Pero me sé las tetas de mis compañeras de gimnasio casi mejor que sus caras. Esta mujer tiene los senos pequeños, vacíos ya, quizá a causa de varios embarazos que los hicieron crecer y tras los que fueron utilizados para alimentar a sus cachorros. Unas tetas, otrora llenas de vida, que supongo que le habrán procurado muchos gozos a su dueña. Que habrán recibido caricias, pellizcos, y mordiscos en esos pezones que ahora cuelgan cansados pero que, hace años, miraron a sus amantes directamente a los ojos, desafiantes. Igual no se ajustan a los cánones de belleza, pero para mí son preciosos, porque son reales. Son fruto de un pasado que se refleja en el presente, han disfrutado de una vida y todavía rebosan mucha más.

“Igual debería dejar de mirarle las tetas”, pienso. Y entrecierro los ojos, para disimular un poco, y me fijo en su cara. Lleva el pelo corto y con canas de esas moradas tan típicas en las mujeres de su edad. Esas mechas que, cuando las veo, me dan ganas de tener sus años para poder hacérmelas ¡Me encantan! Su rostro está completamente arrugado, tiene una verruga junto al ojo derecho que, seguramente, hace décadas fue más bien un lunar sexy. No tiene pelos en el bigote ni en el mentón, y sentencio “¡Se los quitará!”, porque a esa edad mi abuela parecía el rey mago de la barba blanca (que nunca recuerdo si es Gaspar o Melchor)… Tiene una expresión amable, con esas arrugas tan entrañables a las que llaman patas de gallo pero que yo llamo “las arrugas de la gente que se ríe mucho”. No me he fijado en sus dientes pero me debato entre si serán suyos o postizos. “Postizos”, elijo. Una dentadura de esas que por la noche dejará en el baño en un vaso de agua mientras se acaricia las encías con la lengua, resentidas de llevar todo el día ese elemento extraño pegado a ellas.

Se ha quedado de pie, y lleva cinco minutos paseando a lo largo del pequeño espacio que hay entre la puerta y el banco donde yo estoy sentada. Anda cinco pasos hacia delante, gira, y anda cinco pasos hacia atrás, lo que me permite ver absolutamente toda su silueta. Tiene las piernas muy delgadas, huesudas, con varices… Unas piernas que la han traído caminando hasta este punto de su vida. Piernas con las que en su día aprendió a andar. Que magulló montando en bicicleta con sus hermanos. Que depiló por primera vez (y mil veces más). Y que en alguna época de su vida se negó a depilar como acto revolucionario. Unas piernas que siendo más jóvenes arrancaron piropos a algún desconocido, tras lo que seguro que ella se las miró y pensó que estaba gorda (y que cuando ve ahora fotos de aquella época lo que piensa es que estaba gilipollas). Extremidades que enfundó en unas medias bonitas para una cita romántica con su novio. Que abrió al finalizar la noche cuando quiso que él la amara. Que años después arrodilló para limpiar el suelo. O que estiró para saltar jugando con sus hijos al baloncesto. Unas piernas que una vez fallaron bajando unas escaleras y se rompieron el menisco, por lo que delata esa cicatriz a lo largo de toda la rodilla. Una cicatriz que ahora duele de vez en cuando, si va a llover, aunque a veces duele y no llueve. Una cicatriz, como tantas otras (visibles e invisibles), que cuenta quién es y de dónde viene. Unas piernas que han cumplido su función durante todos estos años y que, seguramente, espera que lo sigan haciendo en lo que le quede de vida.

La verdad es que ya me está poniendo nerviosa tanto pasear, porque a cada paso que da crujen las maderas de la sauna y “¡Oiga!, así me resulta muy difícil concentrarme en inventarme su vida, señora ¡siéntese!”. Coño… parece que me ha leído la mente y, en ese momento, extiende la toalla sobre el banco superior, se tumba sobre ella y cierra los ojos. Veo su abdomen como se hincha y se deshincha lentamente, mientras controla la respiración para hacer lo que intentaba hacer yo hace un rato, relajarse. Sus manos se posan en sus muslos, inmóviles, casi esqueléticas, con unos nudillos tan prominentes que dejan entrever una incipiente artrosis. Imagino esas manos que ahora yacen ahí, casi inertes, trabajado duro. Puede que de pequeña ayudase a sus padres en el campo, o cuidando de los animales, u ordeñando las vacas. Me la imagino aprendiendo a escribir, y a sumar con los dedos, seguro que todavía lo hace (como mi madre). La veo aprendiendo mecanografía, consiguiendo su primer trabajo como secretaria, transcribiendo cartas. Seguro que alguna vez se las quemó cocinando, haciendo la cena para su familia, o planchando la ropa, hasta los calzoncillos de su marido (otra vez, como mi madre)… ¿Las habrá usado para acariciar a su padre en su lecho de muerte? ¿o para escribir una carta a su hermano, que se fue a vivir a otro país en busca de trabajo y ya nunca volvió? La supongo, a día de hoy, intentando manejar, torpe, un móvil con esos dedos tan poco hábiles para las nuevas tecnologías, pero tan hábiles para tantas otras cosas que aprendió con los años… Unas manos que si pudieran hablar de todo lo que han hecho y lo que han sentido, no pararían. Porque las manos son una de nuestras mayores herramientas, no sólo para hacer cosas, también para comunicarnos… Y estas manos, arrugadas y viejas, hablan. Hablan de amor, de lucha, de adioses, de miedos, de logros…

Y en ese momento una de ellas se mueve, sacándome de mi ensimismamiento, y se acaricia levemente el sexo, volviendo después a su posición inicial. Ha sido un roce muy suave, como para cerciorarse de que seguía ahí y que todo estaba bien. Deduzco que a esa edad su vida sexual no será muy activa. Y según lo pienso me digo a mí misma “¡Pero yo qué coño sé!”. Lo mismo ella y su marido siguen gozando de unos encuentros íntimos la mar de satisfactorios. O lo mismo se satisface a sí misma con esos dedos escuálidos. Porque el sexo sigue vivo mientras nosotros sigamos vivos. Y entonces pienso que ese coño, ahora lacio, en otra época habrá sido manjar en unos labios que lo devoraron con ansia y cobijo de aquel amante que disfrutó de su calor… ¿Habrá tenido alguna vez un orgasmo? Hay muchas mujeres de su edad que no saben lo que es ¿Lo sabrá ella? La miro a la cara, sigue con los ojos cerrados, no tiene ni idea de la película que me estoy montando (sonrío, me gustaría poder contárselo y que me confirme en qué cosas me equivoco y en cuales acierto, pero lo de que me cuelguen la etiqueta de “la loca de la sauna” no sé si me apetece mucho).

Estoy un rato más observándola, los pies y sus callos, las costillas marcadas, las orejas más colgantes de lo normal, su prominente tripita (que seguro que ella en sus días malos también llama barriga)… Un abdomen abultado porque quizá albergó vida en su interior, o no, porque a lo mejor simplemente retiene líquidos o es donde se le acumula a ella la grasa, que ya sabemos que las mujeres para eso somos un mundo. Me fijo en las manchas que tiene en la piel y en todas las arrugas, que parecen querer contarme más historias… pero, de repente, se mueve. Yo dejo de mirar y disimulo cerrando los ojos, como si ni siquiera me hubiera percatado de que estaba ahí. Se pone de pie. Endereza ese cuerpo ya encorvado por los años que lleva cargados a las espaldas, que ya pesan, cansado; lo cubre con la toalla, se calza sus chanclas de ducha y susurra “Hasta luego”… Me despido de ese envoltorio mustio al que su dueña ha cuidado, mejor o peor, pero que ahí está, y que aloja en su interior a una persona mucho más fuerte de lo que aparenta ser por fuera, estoy segura. Un cuerpo lleno de vida que todavía quiere y puede ser acariciado, besado, querido, y que todavía tiene que seguir escribiendo más capítulos de su historia.

Finalizado mi entretenimiento me dispongo a salir de ese lugar que, después de tanto rato, ya me parece que desprende un calor infernal, pero en ese instante se vuelve a abrir la puerta y entra otra chica, mi chica favorita del gimnasio. Porque sí, yo tengo a “mi chica favorita del gimnasio”. Tiene unos veinticinco años, toda la espalda tatuada, el pelo rojo… y unos pechos… espectaculares. Porque ya sabéis que no he podido evitar memorizarlos. Nos saludamos amistosamente, se sienta en el banco del fondo y yo me sonrío de medio lado y pienso “Puede que merezca la pena una pequeña deshidratación” y dejo volar mi imaginación hasta el lugar donde me quieran llevar las historias de ese cuerpo. Un cuerpo joven pero que, inevitablemente, acabará deteriorándose como el anterior, sin dejar por ello de ser hermoso.

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