Revista Arte

Enmendar la Naturaleza, el ajardinado paisaje, su trascendencia, y el Arte.

Por Artepoesia
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A mediados del siglo XIX surgió en los Estados Unidos una escuela pictórica que decidió privilegiar el paisaje como un recurso romántico trascendental y metafísico, La Escuela del Río Hudson. Para estos creadores no había mejor prueba que sus propias obras para expresar así la mano inevitable de una divinidad natural. Sin embargo, frente a esta preeminencia divina y majestuosa en sí de la Naturaleza, el escritor y poeta Edgar Allan Poe reflejó, en 1850, en su enigmática narración El Dominio de Arnheim la prodigiosa y necesaria mano del Hombre. Para este escritor americano la naturaleza no era del todo perfecta, no conseguía llegar a sublimar lo que el ser humano sí era capaz de hacer, de corregir, de enmendar artísticamente, para alcanzar así la elogiosa, recreada y perfecta obra de Arte.
Nos dice, en una vez, el narrador de Poe en su obra El Dominio de Arnheim: Ellison no llegó a ser ni músico ni poeta, aunque ningún hombre viviera más profundamente enamorado de ambas cosas. En circunstancias distintas de las que lo rodearon no hubiera sido imposible que llegara a ser pintor. Pero Ellison sostenía que el campo más rico, el más verdadero y el más natural, si no el más extenso, había sido inexplicablemente descuidado. Ninguna definición hablaba del jardinero-paisajista como del poeta; sin embargo, él opinaba que la creación del jardín-paisaje ofrecía a la Musa correspondiente la más espléndida de las oportunidades. En las múltiples formas y colores de las flores y los árboles, reconocía los esfuerzos más directos y enérgicos de la naturaleza hacia la belleza física. Y en la dirección o concentración de este esfuerzo -o, más estrictamente, en su adaptación a los ojos que iban a contemplarlo en la tierra- se sentía obligado a emplear los mejores medios, trabajando para mayor beneficio en el cumplimiento, no sólo en su propio destino como poeta, sino de los augustos propósitos que movieron a la divinidad cuando insufló en el Hombre el sentimiento poético.
Más adelante continúa el narrador: Repito que sólo en la disposición del paisaje es susceptible de exaltación la naturaleza física, y que, además, su posibilidad de mejoramiento en este único punto era un misterio que yo había sido incapaz de resolver. Mis pensamientos sobre el tema descansaban en la idea de que la primitiva intención de la naturaleza había sido disponer la superficie de la tierra de modo tal, para satisfacer así en todo punto el sentido humano de perfección en lo bello, lo sublime o lo pintoresco. Pero que esa primitiva intención había sido frustrada por los conocidos trastornos geológicos, trastornos de forma y de color, en cuya corrección o suavizamiento reside el alma del Arte. El final del cuento de Poe nos lleva a un paisaje idílico, que recrea en su imaginación el protagonista, un pudiente y poderoso prohombre, y que nos sumerge de este modo en la trascendente ruta hacia lo desconocido, hacia el fin de la vida terrenal; a través de desfiladeros encantados, refulgentes, plateados, dulces y sosegadores.
En su obra surrealista, llamada como el cuento de Poe en homenaje a este escritor, el pintor René Magritte describe en su lienzo una ventana en donde el cristal, hecho añicos, deposiciona sus pedazos alineados y vivos, es decir, manteniendo la misma imagen que ellos antes transpasaban. Pero, también ésta, la imagen del fondo de la imagen, representa ahora además una montaña alada, delineada por la silueta majestuosa de un Águila poderosa. ¿Qué es lo preeminente, lo sublime, lo intemporal aquí, la belleza natural y deformada o la humana recreación, aun ya partida, permanente y generada?
Cuando Tobías, el piadoso, sufrido, fiel y virtuoso hebreo del Antiguo Testamento, se dirigía, desorientado, por los tortuosos caminos de la Mesopotamia bíblica, encontró de pronto a su salvador, sin él mismo reconocerlo, cerca del caudaloso y dadivoso río Tigris. Éste, el salvador, oculto bajo su apariencia humana, era en verdad el ángel Rafael, un enviado de su propio Dios. Entonces le indicó a aquél el camino, le aconsejó incluso los usos medicinales y prodigiosos de las entrañas de un pez, y le enseñó, además, cómo hacerlo. El pintor francés paisajista Claudio de Lorena confeccionó en 1640 su magnífica obra El Arcángel Rafael y Tobías. ¿Cómo fue capaz, en tan temprana época, de plasmar ya la grandiosidad de un paisaje frente a la pequeñez representada de sus protagonistas, unos sagrados y eximios personajes además? Aquí demostró, el extraordinario autor paisajista, la fuerza ya de un entorno especialmente sensible y bello para expresar, así, la serenidad, la bondad, la infinitud de los gestos, la verdad que tras los colores y el horizonte reflejaban, sin embargo, la mística, ejemplar y esplendorosa lección de aquel relato.
(Obra del pintor surrealista René Magritte, El Dominio de Arnheim, 1949, particular, USA; Óleo El Arcángel Rafael y Tobías, 1640, del pintor paisajista Claudio de Lorena, Museo del Prado, Madrid; Cuadro La cascada de Kaaterskill, 1826, del pintor fundador de la Escuela del Río Hudson, Thomas Cole; Óleo del pintor de la misma escuela, Asher Brown Durand, Espíritus afines, 1849.)


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