Me llamo igual que mi papá pero nuestro diminutivo lo escribimos distinto. Yo soy Kike, con ka, y él escribía el suyo con cu: Quique. En cualquier caso, él siempre se presentaba como “el Ingeniero Morey”. Muchos creían que “Ingeniero” era su nombre de pila.
El afán por diferenciarme de mi padre me viene desde muy chico: a los cuatro años me hice hincha de Universitario de Deportes sólo por darle la contra. Él era hincha de Alianza Lima, que en 1977 aportaba el mayor número de cracks a la selección peruana. Me daba igual que en sus filas jugaran Cubillas, Sotil o Cueto. Yo lo que quería era gritarle los goles de la “U” en los clásicos y sentir que le podía ganar en algo.
Porque cuando era pequeño mi papá era enorme. Lo sabía todo. Historia, política, finanzas, deportes. Me transmitió su pasión por el fútbol. Tuvo la oportunidad de estar en los tres últimos mundiales en los que participó Perú: México 70, Argentina 78 y España 82. Me compraba los álbumes de cromos, coleccionaba las revistas especializadas y me traía souvenirs de sus viajes. Gracias a él me hice un experto en la historia de los mundiales.
Y gracias a él también encontré el placer de leer periódicos y ojear revistas como su imprescindible Caretas de todos los lunes. También me volvió adicto a los programas políticos de los domingos por la noche. Veíamos a Hildebrandt y a Güido Lombardi mientras cenábamos una sopita caliente de cabello de ángel y unos deliciosos tallarines a la mantequilla que mi resuelta madre preparaba durante los comerciales.
Delineó mi carrera profesional. Recuerdo el día que vino con un anuncio del diario: “¡Hijo, la Católica ya abrió Ingeniería Informática”. Menos mal que la computación ya me había interesado. Mi papá hizo una fuerte inversión mientras todavía estaba el colegio: me compró el más moderno ordenador para que hiciera mis pinitos de programación. Creía que los veinte megas de su disco duro no se me acabarían nunca.
Años más tarde me recortó otro anunció del periódico: “Banco de Crédito requiere ingenieros recién egresados de la universidad”. Postulé y conseguí uno de los trabajos más importantes de mi vida laboral. “Ahora tendrías que hacer un ESAN”, me recordaba de cuando en cuando refiriéndose a una maestría en Administración de Empresas. Lo que no se imaginó fue que el máster lo haría fuera del país.
Para entonces la opinión que tenía de mi padre era muy opuesta a la que tuve en mi niñez. Lo había humanizado y no para bien. Había descubierto sus errores y sus defectos. Además, la crisis de finales de los ochenta lo hizo pasar de ser un próspero empresario a un ingeniero civil casi en bancarrota. Mi padre no supo gestionar sus bienes, había sido estafado por algunos de sus socios y sus complicadas relaciones sentimentales le estaban pasando más de una factura.
Cuando le dije que me iba a estudiar a Barcelona me dijo que muy bien pero que él no me iba a dar nada. Yo sabía que no podía hacerlo, que su situación económica era delicada. Pero sentí en su discurso algo que iba más allá de tener o no dinero. Tenía que ver con que el coste de esa empresa estudiantil se podía utilizar para solventar los gastos de la casa de mi madre e incluso para incrementar la ayuda que le daba para solventar los suyos. Nunca me lo dijo ni yo tampoco lo quise confirmar.
El día que volaba a Barcelona mi padre me llevó a un reservado del aeropuerto y me entregó un billete de cien dólares. “Fue lo único que me dio tu abuelo cuando me fui a Paris”, me dijo mi padre recordando que él también en su momento se había embarcado en una aventura similar cuando hizo su postgrado en ingeniería de caminos. El sabía que no solo crecería intelectualmente sino que también lo haría en lo personal y lo emocional.
Esos primeros años en Europa afianzaron la relación con mi padre. Hablábamos con regularidad y me decía que no dejara de visitar tal lugar o ciudad. Cuando le dije que visitaría Paris me dio una guía detallada de lo esencial de la Ciudad Luz: “En el Barrio Latino hay un sitio donde se come de maravilla. Yo viví un tiempo en un cuarto que estaba a la vuelta, en la Rue del Écoles”. Era un lujo compartir las mismas experiencias con casi cuarenta años de diferencia.
Tal como lo intuía mi padre, los años de la maestría me sirvieron para crecer como persona. Al volver a Lima nuestros encuentros se hicieron más frecuentes y fraternos. Había entendido el porqué de varias de sus decisiones y comprendía que la vida te va colocando en situaciones en las que no siempre sales victorioso. Que equivocarse es humano y que el tiempo pone en perspectiva todas nuestras acciones. Sabía que mi padre no era el superhéroe de mi infancia pero tampoco el ser al que por momentos llegué a detestar. Tan solo era mi padre, alguien que quiso lo mejor para sus hijos y que siempre estuvo presente en los momentos cruciales de nuestras vidas.
Mientras escribo esto me doy cuenta que mi padre supo poner desde mis primeros años las bases para ir poco a poco alcanzando metas y logrando mis propios objetivos. Y nunca lo hizo por imposición. Me supo guiar, educar y discernir entre lo bueno y lo malo. Y espero poder transmitirle lo mismo a Paule. Y espero contarle pronto que ese señor mayor de la foto, que está a tu lado mientras estás durmiendo, es tu abuelo, el Ingeniero Morey.
Hasta siempre viejo. Te quiero mucho.
Gustavo Cerati compuso en su momento el réquiem para esta entrada: Té para tres
Archivado en: Confesiones Tagged: Alianza Lima, Barcelona, Caretas, Enrique Morey, Gustavo Cerati, Ingeniero, Lima, Paris, Soda Stereo, Te para tres, Universitario de Deportes