La nana y la lectura
¡Hola, hola, hola!
Llevo, sin exagerar, como una hora delante de la página en blanco, sin saber qué narices decir. Por qué, bueno, a veces pasa, ¿no? Estar aquí, pero no recordar por qué. Me refiero a la sensación de generar contenido como si fuera una obligación. Y ha sido en ese momento, justo en ese, cuando me he dado cuenta de que… joder, estoy aquí porque de verdad me gusta. Con mis ralladas y mis tonterías. Así que vamos a hablar de tonterías.
Como aclaraciones adicionales, quería deciros que no subiré una entrada con mis lecturas de verano. A excepción de una reseña que me guardo para la semana que viene, ya he hablado de todo lo que quería. Aclarado esto, y teniendo muy presente que llevo más o menos desde junio con una racha de lecturas un poco extraña… quería hablaros de lo que entiendo yo por una zona segura de lectura. ¿Qué, vamos a ello? ¡Dentro entrada!
Siempre me ha parecido preciosa la palabra nana. Las nanas, te las hayan cantado o no, evocan un poquito de paz, ¿verdad? Como la lectura. Porque para mí, la lectura es como esa nana susurrada a media voz. Ese sonido dulce, tranquilo, que te acaricia los oídos antes de caer dormida, dormido.
Cuando leo, quiero sentirme arropada. Quiero, joder, sentir que todo está donde debe estarlo. Porque el mundo es caos, o el caos es mundo. Porque, por amor de Dios, vivimos en la era de la inmediatez, esa era de locura extrema que hace que en un solo clic podamos liarla muy parda. O hacer cosas muy bonitas, sí.
Este verano me he hartado a leer cosas horribles. Libros como Arrancad las semillas, fusilad, a los niños. Libros como Kokoro. Libros, joder, como Cadáver exquisito. Libros y más libros que no me han aportado nada y que han conseguido que termine hundida en el bloqueo lector más largo que recuerdo. Y no me quejo, conste; porque es a costa de esos libros, y no gracias a ellos, que me he dado cuenta de que quiero recuperar esas nanas. Las dulces, las bonitas.
Cuando pienso en mi “zona segura de lectura”, pienso en Charles Dickens. Pienso, joder, en ese Londres decadente, hipócrita y clasista que nos dibuja con la que ha sido una de las plumas más bonitas de su siglo – sí, de esto estoy total y absolutamente segura -. Cuando pienso en mi jodida zona de confort, pienso en Alice Kellen, que hace magia con palabras. Y arropa. Y acuna.
Mi zona de confort vira de lo clásico a lo contemporáneo, pasando por la decadencia de Haruki Murakami, que hace sonar esos vinilos olvidados, que consigue que podamos oler ese whisky que convierte en humo unas horas de la noche; siguiendo con Elísabet Benavent, que da voz a todas esas historias mundanas, salpicadas de lágrimas, que consiguen que te sientas un poco más humana entre tantos héroes y heroínas; y cerrando un ciclo con la maravillosa prosa de J.K. Rowling, que nos recuerda que Hogwarts siempre está ahí: esperando a ser redescubierto.
Echo muchísimo de menos mi zona de confort. Me di cuenta al acabar Las alas de Sophie, de Alice Kellen. Y me di cuenta porque después de tres meses, había leído sin contar páginas o porcentajes. Había leído por el mero placer de hacerlo. Para sentirme llena y vacía a la vez. Para decirme a mí misma que sí, que leía porque es la nana, el grito, la risa y las lágrimas. Porque leer es esa magia en lo pequeño, esa magia mundana que consigue que las horas desaparezcan entre las letras de algo que se te mete muy dentro.
Para mí, la lectura es como el olor a café por las mañanas. Como el sabor que deja el té en la lengua. Como el olor a lavanda o jazmín. Leer es esa vela que titila, moviéndose despacio con cada soplo de aire. Leer, joder, es ese tiempo para ti, en el que estás sola, pero feliz de estarlo.