El jardín adonde iba a buscar las azucenas púrpuras –también las comparaba con las amarillas, y estudiaba con delectación la morfología de sus preciosos tallos y pétalos– daba sobre los tupidos pinos irregularmente distribuidos en una suerte de cerco perimetral que dividía las propiedades linderas de dos viejas familias campesinas. Allí merodeaba un enorme perro San Bernardo, en cuyo rostro bonachón se exteriorizaba agotamiento y sed. No era para menos: el calor se volvía cada vez más intenso en aquellas tardes a medida que diciembre avanzaba. El perro curioseaba; pese a todo, movía la cola y en su hocico torpe una mariposa halló refugio fugazmente. Tal vez especulando que el can perturbaba mi cuidadosa selección, el jardinero quiso echarlo con una serie de gritos. Entonces me compadecí y lo acaricié, antes de que emprendiera, como todo perro obediente, su rauda partida. Con las azucenas púrpuras en la mano derecha, al salir del jardín sentí en la palma izquierda una caricia húmeda. Naturalmente, era un beso del animal, acaso la forma más bella de retribución. Nunca un gesto dotado de tal espontaneidad y sencillez me conmovió tanto.