Treinta años antes de que David Cronenberg filmara la que para muchos sigue siendo una de sus más importantes piezas de culto, protagonizada por Jeff Goldblum y Geena Davis, el alemán Kurt Neumann rodó en Estados Unidos la versión original, uno de los más llamativos títulos del cine de terror y ciencia ficción de la llamada serie B, que generó un par de secuelas (una de ellas británica) además de alguna que otra parodia (nuevamente británica, aunque con tintes hispanos; su título español es, precisamente, La mosca hispánica, y se sitúa en Menorca) antes de su revitalización ochentera por parte del afamado director canadiense. Sin embargo, en el producto original no son pocos los elementos que permiten pensar que alguna intención satírica con el género, una clara vocación paródica, existía ya en el guión de James Clavell y en su traslación a imágenes por Neumann. La película atesora otro “mérito”: en una historia que versa sobre un científico loco cuyos temerarios experimentos provocan consecuencias funestas, y contando con Vincent Price en el reparto, llama la atención que no sea éste el protagonista del film, sino que, muy al contrario, su personaje sea amable, considerado y positivo.
La mosca (The fly, 1958) alterna las claves del cine de terror, de la ciencia ficción y de la intriga policial. Así, precisamente, es como se abre el film: un operario de una empresa de electrónica descubre en una prensa hidráulica el cadáver salvajemente apisonado del que parece ser uno de los dueños, André Delambre (David Hedison, que firma en la película como Al Hedison), y a su esposa, Helene (Patricia Owens), huyendo del lugar de los hechos en actitud culpable . Su hermano y copropietario, François (Vincent Price), identifica sin ninguna duda el cadáver, cuya cabeza y brazo derecho han sido prensados, gracias a una larga cicatriz en la pierna. Sin embargo, algunas cosas no encajan: el experto manejo de la máquina no parece fácilmente atribuible a Helene; además, cuando François acompaña al inpector Charas (Herbert Marshall) al laboratorio de André, encuentran completamente destrozados aparatos y maquinaria por valor de varios miles de dólares como resultado, al parecer, de misteriosas investigaciones de extraño objeto, quizá relacionadas con lo que es campo habitual de los trabajos de la empresa, los encargos del Ministerio del Aire. En todo caso, pronto Helene es acusada del asesinato, hecho que daña especialmente a François, enamorado de ella desde hace mucho tiempo, aunque más parece preocuparle la aparente deriva de la mujer hacia la locura: su humor y su estado de ánimo presentan radicales altibajos, y parece estar obsesionada con una mosca de cabeza blanca y una pata delantera de rara morfología que vuela a sus anchas por la casa… Entre la espada y la pared, Helene relata a la policía cómo empezó todo, y así François llega a tener conocimiento de las “exóticas” ocupaciones científicas de su hermano…
La película, por tanto, supone una parábola de los peligros del culto a la ciencia desprovista de ética. Aunque la finalidad de los experimentos de André (recreados con efectos especiales más voluntariosos que efectivos, pero poseedores de indudable encanto), la teletransportación de objetos con el fin de propiciar el justo, rápido y barato reparto de bienes y riqueza a cualquier lugar del mundo sin necesidad de medios de transporte, simplemente por desintegración y reintegración de sus átomos, resulta más que loable, lo que se censura es la ambición humana por convertirse en dios, por pretender rediseñar las leyes de funcionamiento de la naturaleza a la medida del hombre, señalando además el peligro que supone la caída de la tecnología en malas manos que puedan pervertir su finalidad original, y el riesgo de su exposición a la arbitrariedad del azar, como así sucede. Porque cuando los exitosos intentos de André por fin llegan y es necesario hacer pruebas con seres vivos, ya sea un gato o un simpático ratoncito, algo empieza a fallar. Y no digamos ya cuando una simple mosca se cuela en la cabina de teletransportación… La cinta salta así de la intriga policial al género de la ciencia ficción, subsección “científico loco”. Pero cuando todo falla, cuando Helene encuentra cerrado el laboratorio y su marido sólo insiste en comunicarse con ella a través de notas, sabe que algo va terriblemente mal, y cuando todo sale a la luz (un momento cumbre de todo el cine de terror de la serie B que conserva aún hoy toda su repugnancia, no tanto por su puesta en escena -ampliamente superada en asquerosidad por la versión más moderna- sino por su capacidad evocadora), la película entra directamente en las demarcaciones del cine de terror.Pero, a la par que esta evolución de género, subsiste bajo la apariencia un poso paródico. En primer lugar, con las breves notas de humor que salpican las personalidades de Charas y François o que salpican de la interacción de ambos, pero también en la deriva de André en sí misma, en pequeños guiños derivados de su triste situación (su presencia en el laboratorio, con una tela negra cubriéndole la cabeza y un brazo-pinza con vida propia que oculta en el bolsillo de su bata), especialmente en la persecución por la familia (especialmente por el niño, Philippe, tan repelente como suelen ser los niños en el cine americano de los años cincuenta) de toda mosca circundante en busca de aquella que presenta los particulares rasgos en cabeza y brazo y que parece ser la clave del “error” en el experimento de André, y que encuentran su punto culminante en dos momentos: el ya citado, cuando Helene asiste a la transformación de su esposo, y en el desenlace final, cuando, con los ecos de una voz pitufil, François y el inspector Charas descubren en una tela de araña toda la verdad (impagables efectos especiales que combinan la destreza -la araña gigante- con la chapuza -el primer plano de la cabeza blanca en cuestión, aterrorizada y gritona ante lo que se le viene encima-), comprenden que el excéntrico relato de Helene no es más que la verdad, y el policía pone fin al asunto de una manera que podría calificarse como contundente, si no directamente bestiaja…
Así, la versión original de La mosca transita al mismo tiempo por cuatro géneros, tres de ellos en un plano serio (terror, ciencia ficción e investigación criminal) pero con un sustrato cómico a través del que los autores parecen mofarse de los tópicos desde siempre asociados a los temores a la ciencia. Todo ello contado con una encomiable economía narrativa (apenas hora y media de metraje) y con una luminosa fotografía a todo color de Karl Struss. Sin dejar de ser pura serie B, o quizá por eso mismo, la película plantea un debate siempre vigente: el de los límites de la ciencia en su intento por transformar el mundo y la vida del ser humano. Con una advertencia pero sin perder la sonrisa, de una manera profundamente humana.