«Lo que me interesa es el lenguaje. Lo que me mueve es meter la vida, todo lo que somos, entre las cubiertas de un libro. No hay nadie que no esté solo y para que el lector entienda esto es más fácil recurrir a situaciones límite». António Lobo Antunes se queda mirando fijamente a un punto impreciso, hacia la ventana que da a la calle luminosa mientras habla –reflexiona, divaga– sobre “Mi nombre es Legión”, su última novela, publicada ahora en España por la editorial Mondadori. Una obra sombría, como son las suyas, sombría con puntos de luz, con ráfagas de lucidez, con toques de ternura. Esos toques que en sus libros elevan al ser humano por encima de la crueldad, que lo salvan del sinsentido. Esos toques que se intuyen detrás de sus ojos azules, acuosos, dispuestos a la lágrima.
Hay chabolas, inmigrantes, delincuentes, prostitutas en esta entrega en la que el escritor portugués vuelve a dar voz a los humillados, los fracasados, los débiles, los desposeídos de este mundo. «Para mí todos los seres que pueblan el libro funcionan como símbolos. Lisboa está llena de gente que ha llegado de Brasil, de África, que vive con el sentimiento de no tener raíces, de no pertenecer a ningún lado», explica.
«Hay en ellos una necesidad de amor, de ternura, pero sólo son capaces de expresarlo a través de la violencia. Cuando escribía no sentía que estuviese haciéndolo de seres marginales sino de nuestra condición, de lo que somos», prosigue.
Se hace un silencio, la mirada vuelve a perderse y surge una pregunta que el autor lanza al aire: «¿Hasta qué punto no sabemos exprimir nuestros sentimientos, nuestras emociones, nuestros deseos, nuestras ambiciones? No somos tan diferentes unos de otros. Todos estamos de algún modo perdidos».
“Mi nombre es Legión” es una novela sobre la soledad y sobre el alimento del amor. Las tres voces que narran –un policía, una prostituta, un delincuente– se hermanan en ese punto, bucean en sus sentimientos, se agarran a los tibios recuerdos de la infancia, a los momentos felices que, pese a ser un murmullo en sus desoladas existencias, cobran una extraordinaria potencia.
«La lógica de nuestra vida no es cartesiana, aristotélica. Es una lógica de los afectos, de las pulsiones. Queremos racionalizar las emociones y eso es imposible. Intentamos transformar en palabras cosas anteriores a ellas», reflexiona el escritor.
«La verdad es que no hemos cambiado en cuanto a sentimientos. Nos siguen conmoviendo Horacio, Virgilio… Continuamos preguntándonos por el sentido de la vida y sintiéndonos estupefactos ante la muerte. A mí la muerte me parece una falta de educación por parte de la naturaleza».
– ¿Una falta de educación?
– Sí. Hace dos años y medio estuve delante de la muerte y me pareció una indignidad. Sentí vergüenza. – ¿Vergüenza de qué?
– Vergüenza de estar enfermo. La enfermedad, la vejez, son indignas, te atrapan por sorpresa.
Lobo Antunes vuelve a callar y reanuda la conversación con la figura de su padre. «Murió hace cuatro años y aún recuerdo las palabras del cura que dio la misa. ‘Esto me aburre, me indigna. No estamos hechos para la muerte, sino para la vida’, dijo. Y tenía razón».
«Lo que de verdad me inquieta es la resignación. Ese momento en el que uno decide parar. Mi padre murió el día en que se paró y se sentó en una silla mirando al mar. Algo dentro de él cambió. Pienso en los esquimales que se quedan sentados en el hielo y pienso en que la mayor parte de la gente está sentada en el hielo. Es gente muerta sin saberlo», habla el escritor ya como en un monólogo.
Y al pedirle que desarrolle la idea cuenta que el día anterior estuvo en un restaurante. «Había hombres y mujeres muy guapos, pero más del 50 por ciento estaban muertos y no lo sabían. ¡Qué vidas tan mal empleadas! Somos casas con muchas habitaciones y sólo somos capaces de vivir en dos o tres».
– ¿La literatura puede ayudar a abrir más puertas, más ventanas?
– Desde luego. Tenemos mucho miedo a lo que está dentro de nosotros. Yo tengo miedo de mi violencia interior. No supe que la tenía hasta la guerra [sirvió en el ejército portugués durante la guerra de Angola]. Allí había gente buena, joven, pero con tanta capacidad de violencia… Entonces aprendí a ser muy prudente a la hora de emitir juicios sobre nosotros, sobre los demás.
– La maldad convive con la bondad, ¿no?
– Uy…! Esa es una cuestión muy, muy íntima.
“ESCRIBIR ES ESTRUCTURAR, PONER CARNE, A UN DELIRIO”
Asegura António Lobo Antunes que no tiene certidumbres, «sólo preguntas»; que muchas veces le parece que «los libros están en el aire, independientemente del autor»; que «escribir es estructurar, poner carne, a un delirio».
Asegura Lobo Antunes que no ha visitado los barrios oscuros en los que sitúa ‘Mi nombre es Legión’; que cuando escribe está más pendiente de solucionar los problemas técnicos que se presentan que de las circunstancias de sus protagonistas; que «muchas veces es como si estuviera caminando por un sueño».
– ¿Cada libro es un sueño, entonces?
– Vivimos como soñamos, ¡y lo digo sabiendo que con esta respuesta parezco Calderón…! (risas)
Y de Calderón a Cervantes. «Cervantes decía que el portugués es un idioma sin huesos y me encanta la frase. Me gusta la belleza, la dulzura, la plasticidad de mi lengua», asegura.
La sonrisa se torna traviesa. «Sé que es una blasfemia decirlo, pero Cervantes no es el clásico español que más admiro. Prefiero a Quevedo, me sorprende más. Creo que era Borges quien decía que no era un escritor sino una literatura y yo estoy de acuerdo».
Cuestión de gustos y, como dice el escritor, «en literatura las emociones también cuentan más que las ideas».
EMMA RODRÍGUEZ (Texto publicado en EL MUNDO el 28 de mayo de 2009).