Extensa vida como periodista, Eduardo Haro Tecglen (1924-2005) fue redactor, crítico literario y teatral, corresponsal y columnista.
Fue padre del poeta Eduardo Haro Ibars y autor de los ensayos Los derechos del hombre (1969), La sociedad de consumo (1973), Sociedad y terror (1974), Fascismo: génesis y desarrollo (1975), El 68: las revoluciones imaginarias (1988) y La guerra de Nueva York (2001).
Asimismo escribió libros autobiográficos como El niño republicano (1996), Hijo del siglo (1998) y El refugio (1999).
Reproduzco a continuación la entrevista que le hice en 2002 para la revista Cuadernos Hispanoamericanos.
Sus observaciones acerca de la televisión actual me parecen muy reveladoras. ¿Realmente ha decaído tanto este medio? ¿Es verdad que la dictadura de las audiencias ha sido tan nefasta como para que Gran hermano se convierta en un modelo?
En este mundo tan mudable, existe siempre la tendencia a considerar absoluto cualquier cambio. Lo peor ha llegado, se dice. Y si hablamos de televisión, Gran hermano representa ese cambio funesto que, a juicio de muchos, marca una nueva frontera.
Pues bien, algunos creemos que el pretendido fenómeno carece de importancia. Sólo se trata de un programa comercial, como todos, y en realidad no peor que otros. Un programa que atrae al telespectador porque le atañe, porque en él descubre a sus semejantes.
Quienes concursan tampoco me parecen originales: buscan dinero y notoriedad como tantos otros que acuden a este tipo de convocatorias. Por lo demás, en lo que compete a la clave orwelliana (la vigilancia continua), también se da fuera de Gran hermano. Recuerda la compraventa y el cruce de datos personales que nos abruman en ámbitos muy diversos.
Este programa no queda fuera de esa negación mitológica de la televisión que más de una vez he definido. Todos negamos verla: ser televidente es algo así como un defecto.
De ahí que el medio sea despreciado por quien se considera en una situación superior...
No es algo nuevo. Sucedió antes con el cine y el teatro. Habrá que preguntarse de dónde proviene ese rechazo tan antiguo.
Despreciaron la imprenta quienes creían que la difusión de los escritos iba a malograr al pueblo, dichoso en su pobreza. Verter al castellano textos bíblicos tuvo penas de cárcel. Y ahora, los programas que consiguen una audiencia notable -esa es la mancha de Gran hermano- son castigados con el desdén y el reproche.
Lo que vende, siempre resulta sospechoso, ¿verdad?
No hace falta remontarse demasiado en la historia: pienso en el caso de Galdós, el gran vendedor de libros según los miembros de la generación del 98, considerado un infame precisamente por eso.
El bueno en la generación del 27 era Benjamín Jarnés, a quien nadie leía.
Eso es muy español.
Claro, porque rechazar en España no es ser ajeno a algo: es desear que nadie haga un determinado programa y que nadie lo vea. Calcula lo que eso significa. Nada menos que la raíz de las censuras.
Se dice que la moderna televisión nos ha entontecido.
Es más: se habla de la caja tonta. Cuando el programador no sentía la necesidad de fijarse en los índices de audiencia, era posible emitir teleseries como las ideadas por Jaime de Armiñán, Adolfo Marsillach y Fernando Fernán-Gómez.
Pero la llegada de las cadenas privadas ha puesto en evidencia un par de necesidades: mientras unos necesitan tener audiencia para conseguir publicidad, otros anhelan un público para sus contenidos políticos. Y ahí es donde se implanta la idea de lo peor.
Entiendo.
Recuerda los versos de Lope de Vega: «Escribo por arte que inventaron / los que el vulgar aplauso pretendieron / porque, como las paga el vulgo, es justo / hablarle en necio para darle gusto». Claro que el público no es más necio que Lope.
Hay que distinguir un poco.
En realidad, el público entendía a Lope, y él era superior porque, si bien escribía para el vulgo, se daba cuenta. Cosa distinta es la crítica escandalizada con los programas televisivo que comentamos.
¿Ve con frecuencia la televisión?
Aparte de las necesidades que impone mi trabajo –se supone que soy crítico del medio–, veo muchos programas culturales y mucho cine en la pequeña pantalla. Sin ir más lejos, hace poco tuve la oportunidad de ver un espacio donde Kingsley Amis relataba sus memorias.
Jamás veré ni un partido de fútbol ni una corrida de toros, y puestos a elegir, prefiero Gran hermano, ya que al menos me ofrece una narración. Es cierto que dicha narración está protagonizada por un grupo feo, teñido, obsceno y vulgar. Pero una parte de la sociedad es así, y el programa viene a ser su reflejo.
¿Y dónde queda la cultura del libro? ¿Es usted apocalíptico al pensar en el futuro del texto escrito?
Vaya por delante que mi casa está repleta de libros, lo cual informa de dónde he podido obtener mi posible cultura. Podemos elogiar este tipo de formación libresca, pero sin desatender el provecho de la televisión en miles de pueblos españoles, donde ha logrado mitigar el analfabetismo imperante.
Quizá también haya extendido cierta cursilería, cierto mal gusto, pero eso siempre será preferible a cualquier forma de barbarie. Incluso el serial más inane puede resultar formativo.
No podemos pretender que un pastor de cabras analfabeto se convierta en lector de Kant –o mejor de Hegel, quizá– gracias a la televisión.
A nadie se le oculta que a ese pastor la televisión le proporcionará un nuevo modo de ver la vida, de la misma forma que a mí me facilita un encuentro con Kingsley Amis.
Cuando se afirma, en frase hecha, que la televisión ocupa el tiempo del libro, cabe dudar si un espacio al estilo de Tómbola puede desviar al telespectador de su pasión por leer un texto clásico.
Lo que me satisface de la televisión, aquello que en ésta considero beneficioso, es precisamente que al menos ocupa el tiempo de muchas personas que antes no leían libros.
¿Se puede difundir la literatura a través de la televisión o esa es una batalla perdida?
Si hablamos del caso español, no diré que Fernando Sánchez Dragó sea un portador de cultura de primer orden, pero lo cierto es que cada semana muestra en su programa un repertorio de novedades editoriales. Por supuesto, ese repertorio resulta parcial y arbitrario, tanto como pueda serlo la lista de reseñas planteada por el suplemento cultural de un periódico.
Siempre se establece una criba, fuera de la cual quedarán volúmenes aburridos, inútiles, adversos o propagandistas, según el criterio de preferencia, más o menos justificable.
Pero ¿por qué la televisión va a gozar de una mayor densidad de calidades? ¿Acaso debe ser un mágico talismán que nos civilice? Desde luego que no.
Con razón se ve empujada por el deterioro cultural que venimos sufriendo. El medio televisivo se degrada al mismo ritmo en que lo hace la cultura en su conjunto.
Por esas paradojas de la vida, un padre confía a su hijo a un colegio público, y comete la irresponsabilidad de quedarse tranquilo. Pero luego no le permite ver la televisión, convencido de que será la fuente de su ignorancia. Y no se detiene a pensar en los espantos que aguardan al muchacho en los institutos de enseñanza media o en la universidad.
En principio parece demasiado fácil culpar a la televisión. Pero lo que debiera escandalizarnos es aquello que refleja de nosotros.
Este es un país muy inculto, y eso se expresa en la programación de sus cadenas.
Agravando el mal, los canales televisivos de Occidente han disminuido la calidad de su oferta. Y hasta tal punto que nadie produce series como Retorno a Brideshead. En la actualidad, ya no resulta conveniente adaptar a la pequeña pantalla un texto como el de Evelyn Waugh.
Hay otro nivel de exigencia.
Tanto es así que un serial estadounidense como Falcon Crest, muy criticado en su día, hoy mejora si lo comparamos con las producciones para adolescentes que proliferan en las cadenas de todo el mundo.
Exceptuando algún caso, como los canales culturales en Francia, la televisión occidental muestra esa decadencia. Y no por azar precisamente.
Poco a poco, la idea transgresora deja su espacio al orden de la civilización. Un orden que nos asusta con dos temores básicos, ligados como si fueran asimilables: el sexo y la violencia.
Los niños, que son pornógrafos por naturaleza, acaban idealizados como seres sagrados a quienes hay que defender de ambos peligros. Bueno, más bien de uno de ellos, el sexo, porque la violencia invade la televisión incluso en sus espacios informativos.
Y quien lo dude, puede juzgar si no es violenta la secuencia terrible de unos magrebíes ahogados en la playa de Tarifa. En el fondo, se trata de un problema de mínimos.
Se habla de la televisión como si fuera un medio manipulador por naturaleza.
Quien se plantea una posible manipulación a la hora de leer un periódico, también sospecha frente a la pequeña pantalla. Claro está, la televisión es vista por todos y la prensa escrita tiene un público minoritario.
De modo que escasea un telespectador exigente, dispuesto a ir al fondo del problema.
Por el contrario, abunda esa crítica un poco ingenua que compara el tiempo televisivo de los distintos líderes políticos, sin caer en la cuenta de que importa menos cuánto aparecen que cómo aparecen.
Y ya que entramos en incomprensiones, piensa en la jerga que emplean los políticos. En más de una ocasión he dicho que estoy seguro de que el ochenta por ciento de los españoles no entiende el ochenta por ciento de los periódicos.
Algo parecido sucede en la información televisiva. Al igual que se concibieron el mandarín en China y el idioma sacerdotal en Egipto, se va instituyendo un idioma político, un vocabulario de entendidos, lleno de giros y eufemismos, reproducido por los medios, pero incomprensible para el gran público.
Es molesto que los periodistas no sepamos traducir ese tipo de discurso. Mientras tanto, mantenemos un idioma de clérigos, de textos escritos en cuaderna vía, sobre todo desde que todas las informaciones han acabado disueltas en una, la económica, fabricada justamente para no ser comprendida.
Con su habitual información en directo, los periodistas de radio y televisión han impulsado ese proceso. Antes los redactores tomaban nota y luego reconstruían la noticia o la entrevista. Ahora se confía en la cámara o la grabadora.
Cuando se entrevista a un ministro, éste emplea todos sus recursos para mostrarse políticamente correcto. Si los periodistas descubren la maniobra y vuelven a preguntar, el asunto no se complica.
Muchos se limitan a reproducir, a copiar.
Tienden su micrófono y su cámara hacia quien recurre al giro porque no quiere decir la verdad para todos. No actúan de intermediarios, reinterpretando lo que se oye. En cierto modo, eso significa una quiebra del oficio.
De hecho, en una información en directo, quien cobra protagonismo es el testigo, un testigo que muchas veces no sabe explicarse y contradice a otros testigos, lo cual acaba por oscurecer la noticia.
En algunos casos, ni siquiera son los reporteros quienes manejan la cámara, pues las imágenes emitidas provienen de los departamentos profesionales de la policía o los ministerios. Y me parece reprochable ese tipo de propuesta, así digerida y filtrada, pues con ella desaparece la tarea básica del redactor: interpretar con cierta decencia los acontecimientos.
Volvemos a la oposición entre cultura transgresora y control gubernamental.
A su modo, los gobiernos están hechos para ser aterrorizados. Tienen la idea –bastante cierta, quizá– de que se les quiere quitar de en medio. Cada nueva fórmula comunicativa sufre más controles que la anterior.
La televisión está dominada, y ahora se pretende lo mismo con Internet. Aceptamos un cierto grado un control policial de la Red, e incluso toleramos que se pueda inspeccionar un mensaje electrónico, cuando juzgaríamos eso mismo inadmisible en un correo convencional.
Los informativos de la televisión atribuyen a Internet unos delitos misteriosos y terribles, difundiendo de éste una idea sobrecogedora. Pero, en el fondo, el verdadero riesgo que se quiere impedir en la Red no es la pederastia o el intercambio de una receta para fabricar explosivos.
Dejando aparte la existencia de esos mismos delitos fuera de Internet, el peligro más temido es la transgresión del pensamiento único. Por eso hay tanto interés en controlar el sentido libertario de este instrumento tecnológico y así, progresando en su censura, domesticarlo como se hizo antes con la televisión.
Es curioso, pero ese tipo de miedos también atañe a los intelectuales. Un filósofo inteligente, Emilio Lledó, me explicaba que en su casa no había televisión porque ésta podía alterar su vida cotidiana.
Y yo le sugería otra actitud: dejar que esa tecnología alterase su vida, pensar en cómo la altera y, si acaso, contrarrestar el efecto. Al fin y al cabo, bucear en las nuevas tecnologías también significa tener voz en ellas.
Publiqué la primera versión de este artículo en la revista Cuadernos Hispanoamericanos.