La democracia, que tiene en la desidia, la demagogia y la manipulación algunas de sus amenazas más inquietantes, es un sistema complejo que acepta a quienes defienden posiciones intolerantes y elitistas, a la vez que convive con influyentes centros de decisión no controlados democráticamente. La inconsistencia de las élites políticas, la carencia de una sociedad crítica y la convicción cada vez más extendida de que los gobiernos electos resultan incapaces ante la presión de las grandes corporaciones y la geoestrategia, conducen a la degradación democrática y a un futuro incierto.
Los últimos resultados electorales están provocando que algunos pensadores planteen la necesidad de que la democracia se defienda a sí misma, frente al voto de quienes no saben qué votan o no calculan las consecuencias de sus decisiones electorales. El politólogo Jason Brennan, profesor en la Universidad de Georgetown, partiendo de las imperfecciones de la democracia y de una clasificación certera de los electores, plantea la limitación del voto en el libro Contra la democracia. Clasifica a los electores en tres categorías: quienes carecen de información, interés y deseo de participar; quienes solo buscan información sesgada para afianzar su adscripción política, manteniendo criterios inamovibles y sin aceptar que puedan estar equivocados y, por último, quienes dudan, reflexionan y solo creen en las evidencias. Como sostiene Brennan que estos últimos representan una exigua minoría, en relación con los otros dos grupos de electores, y que los mensajes políticos vuelven a la gente más acrítica y fanatizada, propone crear un sistema alternativo que denomina epistocracia donde el peso del voto será mayor para quienes tienen un grado suficiente de información, formación y criterio político. Dicho de otra manera, que los votos de los electores bien informados tengan más valor que el de aquellos votantes poco interesados o mal documentados.
La democracia exige igualdad ante la ley, respeto a las libertades civiles y que cualquier ciudadano tenga derecho a votar sintiéndose libre para elegir la papeleta que considere. Partiendo de sus deficiencias y acertando en la clasificación de tres tipos de los electores, Brennan propone un sistema elitista que puede recordar a una nueva versión del viejo sufragio censitario, aquel que restringía los derechos electorales a una minoría con nivel social y económico inalcanzable para la mayoría de los ciudadanos. Cuando el sufragio universal se cuestiona, antes circunscrito al nivel de renta y ahora a un determinado grado de conocimiento, hay que echarse a temblar. Resulta necesario el perfeccionamiento y la actualización continua de la democracia, pero la epistocracia no deja de ser una nueva versión del viejo todo para el pueblo pero sin el pueblo. Es decir, como el pueblo no sabe votar, no vota bien o no calcula las consecuencias de su voto, la propuesta de Brennan consiste en dar más valor al voto de los electores bien documentados y de quienes estén en condiciones de votar correctamente. Y es que ya se sabe que no hay nada más tranquilizador que tenerlo todo atado y bien atado. Detectado el mal, la solución se muestra evidente: si hay gente que no sabe votar, que no vote.
Es cierto que nunca como ahora el ciudadano está en disposición de acceder y contrastar la información, pero las imperfecciones de la democracia no se solventan con menos democracia sino con más educación para los ciudadanos y más inteligencia y coherencia para la clase política. Para ambos, electores y elegidos, un mayor grado de responsabilidad. Si ya resulta suicida delegar en otros la responsabilidad de formarnos un criterio propio y de necios convertirnos en eco de hashtags o titulares de prensa; de idiotas sería renunciar al poder del voto.