CUARTA JORNADA
El 18 de abril del 2015, día del beato Isdebaldo de Brujas y de los santos Hermógenes, Juan Isauro y Molasio, santas Atanasia y Antusa, entre otros muchos, que más virtud ha habido de la que parece, madrugamos para dirigirnos a Tréveris, hoy Trier. Al entrar por la Porta Nigra, tanto su nombre como la arquitectura nos muestra que estamos de vuelta en el Imperio Romano, es decir, en casa, pues ciudadanos romanos somos, aunque de segunda generación. Cuando hace dos mil años, siglo arriba, siglo abajo, desde los bosques y parapetados tras los árboles, vieran las tribus germanas el tipo de chozas que estos tipos se afanaban en levantar, sin duda se convencieron de que venían para quedarse y se dieron por perdidos. Porque esas sólidas y rotundas construcciones de piedra, que nacen ya eternas, amedrentan. Quienes las construyen muestran su intención de permanecer para siempre donde se establecen y de defender con la vida lo que tanto esfuerzo les ha costado edificar. Esa propaganda de guerra a base de piedras bien labradas y dispuestas desanima a quienes viven en cabañas de troncos techadas con paja, nacidas para el abandono y la derrota. Las calzadas, acueductos, termas y otras commodities que pronto completaban el asentamiento venían a confirmar su determinación.
Sus temores se confirmaban cuando esa colorida tropa que bullía para urdir en una jornada un parapeto inexpugnable de rectas calles protegido por palos afilados, se les enfrentaba unida bajo la forma de un animal acorazado por los cascos de los legionarios, tortuga multípeda que avanzaba llena de pinchos, de la que surgían volando certeras jabalinas y flechas cuando estaba distante y cortas espadas que les tajaban las piernas cuando el cuerpo a cuerpo. Muchos siglos tuvieron que esperar estas tribus para vengarse. De hecho, aún están en ello.
Si la fortaleza y duración de los edificios es pareja a la de los pueblos que los levantan, nada bueno augura para nuestro futuro la solidez de los puentes, carreteras y edificios que construimos. La Vía Augusta discurre, donde aún no se han arrancado sus ordenadas piedras, paralela o por debajo de las vías que una y otra vez han debido repararse y reconstruirse. De los puentes ni hablemos.
En fin, que la Porta Nigra nos resulta familiar, como los ojos o el pelo también negros de algunos ciudadanos romanos que llegaron cuando estas tierras eran salvajes. O mucho más tarde, abandonando el Mediterráneo en busca de trabajo ahora que son prósperas y civilizadas. Nosotros estamos de visita y sólo venimos a beber cerveza y a comer salchichas. Y a mirar.
De todo ello hay mucho. Andando desde esa puerta de piedra oscura, ennegrecida aún más por los siglos, recorremos una larga calle muy concurrida, llena de turistas y nativos atraídos por el sol que este sábado calienta y hace brillar el mercado de flores, frutas y verduras que hay en la plaza a la que nos lleva la calle y el río de gente. Los edificios de viguerías vistas aportan el color que el clima les niega los más de los días, con multicolores fachadas de perfiles que abominan del paralelismo clásico y se curvan, retuercen y quiebran, formando hermosos decorados que ocultan al mirar de frente sus picudos tejados de pizarra. Amplias ventanas sin persianas ni cortinas, que no hay luz que desaprovechar. Y flores, muchas flores, que estamos muy cerca de quienes de su cultivo han hecho industria para que de Pakistán vengan a España a venderlas por las calles de un país en el que crecen silvestres. El conjunto es bullicioso, colorista y hermoso. Se impone detenerse a disfrutar de su vista sentados en una terraza frente a los puestos de flores. Y hacer un dibujo entre trozo y trozo de queso o de salchicha y trago y trago de cerveza. El cuño del bar que nos imponen en el dibujo no es menos hermoso que el resto. El cuidado en los detalles, el mimo por lo pequeño, el respeto a la tradición que evidencian las caligrafías... Todo ello en el sello del bar y en los rótulos de bares y comercios. Una cruz más en el listado de mis envidias. Aunque mucho vimos, mucho más fue lo que quedó por ver, algo habitual en un viajero razonable, a menos que uno se equivoque yendo a uña de caballo de uno a otro sitio sin detenimiento para admirar nada como merece. En el Prado no puede contemplar uno todos los cuadros en una visita. Ni todas las galerías y salas. Disfrutar no es compatible con acumular lugares y fotos. Aun así, no quedaron fuera de la ruta la iglesia de Nuestra Señora de Tréveris, algunas plazas con encanto, un barco vikingo tallado en piedra a la puerta de un bar que no comprendí, y me refiero al barco, que el bar no ofrecía dudas. Ni un puesto de salchichas prêt-à-porter. Llegados al punto de decir que ya no siento las piernas, frase que Rambo nunca dijo, pero yo sí, que también en eso me diferencio de él, regresamos al coche, volviendo a pasar por la Porta Nigra.
Como está muy cerca, nos vamos a Luxemburgo a echar gasoil, comprar tabaco y a comer. Dicho así y aquí, ya en mi casa, me suena raro eso de —“Me voy a Luxemburgo a comprar tabaco”. Pero así fue, lo que hacemos constar para facilitar las cosas a nuestros biógrafos. La única diferencia que me dio tiempo a apreciar es que para dejar la autopista hay que echar por donde dice ‘sortie’, en lugar de “Ausfahrt’. Las compras, en un área de servicio para deleite de Pascual, que fue derecho a un lugar donde vendían una exquisitez que por la noche devoramos en la Villa Tusculana. La comida en una plaza de la ville de Grebenmacher en Luxemburgo, frente a un mercado y una iglesia, en un restaurante, que aunque se llamaba Grunnemecken era regentado por portugueses, donde comimos como en casa, cosas familiares y de enjundia, rematando con un café en condiciones, también portugués, en origen y en elaboración. Quiere eso decir que era muy bueno. Viendo el Rhin y el Mosela y teniendo en mente el Júcar y el Segura uno se explica que el café alemán sea tan malo por aguado, que en grano es excelente. Sobrados de agua, toda les parece poca al preparar esta infusión, contrastando con la tacañería hidráulica ibérica o italiana, —mediterránea en general—, donde el agua es un bien escaso. Con el agua que derrochan en una cafetería alemana en estropear los cafés durante un año, en Murcia riegan dos hectáreas de huerta. Crían pimientos y de paso beben un buen café.
Muy cerca de la capital decidimos abandonar Luxemburgo y regresar a Alemania para llegar con tiempo de recorrer los garitos donde había música en vivo en Cochem, en ese evento del que nosotros informamos a la oficina de turismo. Ya conté en la primera epístola que desde las siete de la tarde hasta algo más de la medianoche diferentes grupos amenizaban comidas y libaciones con sus variadas músicas. Por una pequeña cantidad que no recuerdo, te ponían una pulserita que te permitía acceder a todos los bares y restaurantes que ofrecían música, cervezas y salchichas. Y otras cosas, en honor la verdad. Husmeamos en todos ellos, demorándonos en algunos si la música lo merecía, abandonando otros huyendo de los horrísonos sones de unos especímenes que me niego a llamar músicos de los que suplen con volumen su total carencia de ciencia, ténica y gusto. No debimos esperar a que empezaran pues el bajo, un energúmeno rapado, con una cabeza como una botella de butano, evidentemente ya huera, se puso a vociferar en alemán con los ojos saliéndosele de las órbitas porque le movimos dos centímetros un cable que pasaba por debajo de los taburetes de la barra. Fue uno de los dos alemanes enfadados que tuve el placer de conocer, algo digno de verse, aunque mejor en un circo que de tú a tú. El idioma alemán de por sí no suena dulce a nuestros oídos, aunque te lo susurren. A grito pelado inevitable es que acarree malos recuerdos, pues parece que el gritador se dispone a invadir Polonia. Como bestia parda, cabrón con pintas, imbécil con balcones a la calle habría que clasificarlo, pues Linneo nada nos dejó dicho de estas subespecies. A la segunda insoportable canción nos dimos el gusto de pasar frente a tal alopécica bestezuela selvática para huir despavoridos hacia la calle dejándolo martirizar el bajo Rickenbaker enchufado a un Marshall. Tales instrumentos no deberían venderse a cualquier neanderthal, aunque pueda pagarlos.
Nuestra huida nos llevó felizmente a un restaurante mexicano, rotulado en un castellano que los empleados no entendían, aunque daba gusto leer cocina, mojito, taco, enchilada y demás hermosos vocablos. La música, reggae, bien interpretada por un grupo al que dibujé mientras nos traían la cena. Como en la primera epístola ya se daba cuenta de ello, no conviene insistir y repetirse. Final del día en Villa Tusculana, directamente al sobre que el día ha sido agotador. Mañana a Koblenz.