No es el hierro. No es ni el metal ni el chasis ni los trescientos kilos de peso lo que echas de menos. No es la sensación de poderío y de dureza, de armadura y cabalgadura. No son ni los pies adelante ni el culo sentado.
No es el sonido. No es la sinfonía trastabillada del escape por encima del ajetreo de la máquina de coser engrasada que hilvana cada kilómetro con el anterior. No es la explosión al arrancar ni el silencio al apagar el contacto.
No es el traqueteo de tractor que te lleva por cualquier sitio. No es esa vibración atemporal que discuerda con lo nuevo. No es ese ralentí desbocado que presiente una arrancada plena de torque.
No es el color negro. No es el luto de vida que vistes con gusto ni es estar dentro de tu casco contemplando las fundas de tus manos. No es la ropa invernal, no es la ropa estival, no es el parasol.
No es la marca centenaria. No es la reconocible y reconocida impronta que América puso en el mundo por impulso de un par de jovencitos que, simplemente, no sabían que aquello era imposible.
Entonces, ¿qué era? Era todo lo demás.