Tortuga de Florida
… Y otro hámster, y un pollo, y un jilguero, y vario cangrejos, y algunos renacuajos, y cuatro tortugas.
No, no es la lista de la compra, sino que, como sin duda habréis deducido los más perspicaces, se trata de mis mascotas de infancia. Quizás echéis en falta algún animal de más entidad, tipo perro, gato o león. No negaré que me habría gustado (no, lo del león era una broma), y me consta que a mi hermano también, pero a nuestros padres no les hacía especial ilusión que todos los muebles quedaran convenientemente marcados por las uñas de Misifú ni tener que acabar haciéndose cargo del Jacky de turno cuando se nos pasara el embobamiento por el cachorrito.
Mi pasión por los animales no llegaba al nivel del joven Gerry Durrell, que estaba encantado de llenar su habitación de mantis y salamanquesas (léase ‘La madre de todas las batallas’), pero alcanzaba para organizar un acuario casero en un barreño. En su interior, unos cuantos palos, piedras y limo extraído del lecho de un riachuelo, algunos renacuajos (la intención era asistir a su transformación en ranas), un cangrejo de río y juraría que una tortuga de Florida, de esas tan bonitas que venden en las tiendas de animales y que la gente, cuando se cansa de ellas (porque viven muchísimos años y crecen bastante), abandona en cualquier charca de la que inmediatamente pasan a apoderarse porque son voraces supervivientes. Eso yo no lo sabía. El caso es que a la mañana siguiente no había renacuajos en el barreño. Fue una importante lección vital: “Si quieres tener ranas, no mezcles renacuajos y tortugas”. La memoria me traiciona, pero creo recordar que del cangrejo sólo nos quedó el exoesqueleto del que se había mudado. Qué pasó con la parte viva del animal continúa siendo un misterio inexplicable para mi familia.
El primer animal que tuvimos en casa (excluidos los humanos) fue un precioso y colorido jilguero que un buen día cometió el grave error de entrar por el balcón en casa de mis abuelos maternos. No sé cómo, pero Trino (así lo bautizamos) acabó en una jaula en mi casa. La verdad es que no pasaba mucho tiempo en ella. Lo soltábamos por casa (con las ventanas cerradas, claro) y jugábamos a perseguirlo mientras él (y esto lo deduje al cabo de los años) buscaba desesperadamente una salida hacia la libertad. En mi mente infantil yo estaba convencido de que Trino era feliz viviendo con nosotros. Un buen día, a la vuelta del cole, el pajarillo ya no estaba. Mis padres nos explicaron, desolados, que se había puesto enfermo y decidieron soltarlo en el bosque, que era su hogar. Lo di por bueno. Años después me enteré de que la versión oficial (como ocurre tantas veces) no coincidía exactamente con los hechos reales. Efectivamente, Trino enfermó y, efectivamente, lo llevaron al bosque, pero me temo que no en las condiciones adecuadas para volar libremente, sino más bien para descansar en paz.
Un tiempo después llegó Carlitos, el pollo. Su estancia con nosotros fue breve pero intensa. Los pollitos y patitos, en una amplia gama de colores (el nuestro era amarillo estándar), se habían puesto de moda como mascotas. Normalmente no sobrevivían más que unos días, víctimas de todo tipo de trágicos accidentes domésticos, como aplastamiento por zapato, caída libre desde la ventana o estrangulamiento por mandíbula canina. Pero Carlitos sobrevivió a todas las trampas del destino. Lo sacábamos a pasear y nos seguía como a la madre que, sin lugar a dudas, en su mente “pollácea” éramos. Mi hermano y yo jugábamos a escondernos de él, y asistíamos divertidos al implorante piar con el que nos reclamaba. Cuando reaparecíamos corría aliviado y feliz hacia nosotros. Le encantaba ver la tele sentado en nuestro hombro. Después había que limpiar la camiseta de las pequeñas caquitas que iba soltando contínuamente, pero era un inconveniente muy menor comparado con la satisfacción que nos proporcionaba comprobar cuánto nos quería Carlitos. A menudo expresaba ese cariño picoteándonos los dientes o pellizcándonos la oreja con su pequeño pero sorprendentemente punzante pico. Tenía especial afición por intentar comerse el lunar que mi hermano tiene en la barbilla. Era su manera de darnos besitos.
Inciso: lo de ver la tele con nosotros también lo hacían lo cangrejos que obteníamos en la pescadería. Estaban sorprendentemente atentos a la pantalla, pero sospecho que quizás tuviera más que ver con su menguante energía vital que con un verdadero interés por los dibujos animados.
Carlitos creció y creció hasta convertirse en un pollo con claras intenciones de llegar a ser todo un gallo. Sus picotazos ya no eran tan cariñosos, y sus caquitas ya no eran tan “itas”, así que lo llevamos con mis abuelos (los del jilguero), a la casa que se habían construido en una urbanización cercana a Lloret de Mar. Un hábitat ideal para un señor pollo. Allí era el rey, campando a sus anchas y comiendo lo que le apetecía. El pienso a base de maíz era menos apetitoso que la amplia gama de insectos y pequeños reptiles que poblaban el campo y, por supuesto, mucho menos que las deliciosas hortalizas del huerto de mi abuelo, destacando, por encima de todas, los tomates. No hace falta decir que mi abuelo no estaba muy feliz con el “puñetero” pollo.
Carlitos era ya todo un gallo de los que despiertan con entusiasmo a todo Dios a las 6 de la mañana. Mis abuelos tuvieron que regresar a Badalona, y se llevaron al ya gallo con ellos, pero claro, un piso pequeño no es el paraíso campestre en el que había vivido durante meses, y la convivencia se hizo muy complicada. Total, que un buen día nos enteramos de que Carlitos había acabado en la cazuela y que había sido afanosamente deglutido por mi tío José y su familia. Me queda el consuelo de que, al parecer, el animal estaba delicioso.
Y llegamos a los hámsters. Un buen día mi hermano Fran se presentó en casa con un diminuto hámster blanco. Al poco rato se escapó de la jaula (era tan pequeño y flexible que se coló entre los barrotes) y se metió en la lavadora, pero no por la puerta, sino por debajo. Tuvimos que tumbar la máquina y rebuscar entre cables y mecanismos hasta dar con él. Bueno, con ella, que era hembra.
Le encantaba meterse toda clase de cosas susceptibles de ser comidas en las bolsas de almacenaje y transporte que estos animales tienen a cada lado de la cabeza. Se inflaba de una manera sobrenatural y luego se entretenía a vaciar los tesoros en su rincón preferido de la jaula. Como lo que más le gustaba eran las pipas, la bautizamos Pipita. También le volvía loca el chocolate, hasta el punto que si lo mordía se quedaba enganchada con una fuerza a todas luces desproporcionada para un hámster. Así, si levantabas el trozo de chocolate que estaba mordiendo, te la llevabas con él.
Los hámster son hiperactivos. Están contínuamente en movimiento, investigando su entorno, en busca de comida y cosas que roer. Pipita lo intentaba con los barrotes de su jaula sin demasiado éxito. Con los cables, en cambio, era bastante más efectiva. Cuando lo descubrimos no tuvimos más remedio que convertirla en hámster burbuja. Es decir, sus frecuentes paseos en libertad por el piso pasó a hacerlos como tripulante de una de esas bolas de plástico transparentes que hacen rodar con las patitas. Aún recuerdo el inconfundible sonido de la bola chocando con todo tipo de mobiliario del hogar. Era como Forrest Gump, siempre corriendo. Cuando no lo hacía en su bola, lo hacía en la rueda metálica de su jaula, que giraba al ritmo endiablado de sus patitas.
También la sacábamos a pasear a la calle, e incluso los dos años que sobrevivió la llevamos de acampada al Valle de Pineta.
A los pocos meses de vivir con nosotros creímos que había muerto. Una mañana de invierno amaneció congelada. Literalmente. Dormía en una casita que le había construido mi padre, y disponía de trapitos de sobra para hacerse el nido y acurrucarse tapada, por eso no nos explicamos qué pudo haber pasado. En un intento desesperado por resucitarla nos pusimos a darle calor con nuestras manos, con el fuego de los fogones de la cocina, e incluso la metimos en la cama con nosotros… y funcionó. Al poco rato despertó y recuperó su actividad normal. Nuestra alegría fue indescriptible porque le habíamos cogido mucho cariño.
Los hámsters en estado salvaje hibernan. Pipita debía llevarlo en los genes, así que cuando llegó el invierno su parte salvaje se manifestó. Y lo hizo en varias ocasiones, con idéntico procedimiento y resultado.
Poco antes de cumplir los dos años le apareció un extraño y desagradable bulto en el lomo, que se iba haciendo cada vez más y más grande. La llevamos al veterinario y se lo extirpó. Durante un tiempo tuvimos que hacerle curas y darle antibiótico con un cuentagotas, pero el bulto volvió a reproducírsele y acabó matándola. Yo tenía 14 o 15 años y recuerdo aquel día como uno de los más tristes de mi vida. La enterramos en el campo.
No mucho tiempo después mi hermano volvió a presentarse en casa con un segundo hámster, también hembra, con un precioso pelaje marrón y blanco que recordaba a los caballos pintos de los indios norteamericanos. La llamamos Chispita. Su vida fue prácticamente calcada a la de su antecesora y, desgraciadamente, su muerte también.
Acabaré este zoológico relato con las tortugas. Llegamos a tener cuatro. Las tres primeras murieron inexplicable e irremediablemente de igual modo. Pese a estar idílicamente tratadas iban languideciendo al mismo ritmo que su caparazón se ablandaba. A mis 12 años visitamos un pequeño zoo de aves y animales de granja que había en Vilassar de Mar, donde nos regalaron otra tortuga. Preguntamos si sabían por qué morían de aquella forma y… oh, sorpresa, todo era culpa de la desmineralizada agua del grifo. Había que colocar una pastilla de calcio en la piscina tortuguil para que el caparazón, hecho de placas óseas, pudiera desarrollarse adecuadamente. Eso hicimos, y aquella tortuguita es hoy una señora (o señor, no tenemos ni idea) tortuga de considerables dimensiones, que vive con mis padres en el campo.
La verdad es que las tortugas no son lo que se dice la alegría de la huerta. A ésta le encanta el plátano y los camarones desecados que componen su alimento de bote, pero no le hace ascos a moscas y mosquitos “frescos”.
Cuando le dejan estirar las patas fuera del acuario es capaz de correr sorprendentemente rápido, y mi madre asegura que cuando le habla la escucha atentamente, y si le canta casi se diría que ladra entusiasmada como un perro.
Y esto es todo lo que tenía que explicar sobre los animales de mi infancia y juventud. Ahora me conformo con convivir con moscas, mosquitos, hormigas y alguna que otra araña. Bueno, mi hijo asegura, reafirmándolo con un rugido muy convincente, que es un tigre, pero creo que no cuenta…
Y a vosotros, ¿qué mascotas os alegran/alegraron la vida? (O todo lo contrario).