El psicólogo estadounidense Stanley Milgram (1933-1984) estaba firmemente convencido de que “el ser humano” es bueno, pero sin olvidar por ello que muchos seres humanos pueden obrar con gran maldad. Y aun pueden ser seducidos a actuar con una maldad extrema, de lo que parecía ejemplo modélico en la historia el comportamiento de los alemanes durante su Tercer Imperio: ¿Qué pudo llevar a tantos de ellos a ser vigilantes en campos de concentración? ¿Se podría hacer tales monstruos también de los seres humanos que vivían en las ciudades estadounidenses?
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Auschwitz
Para averiguarlo científicamente, concibió en los años sesenta un experimento que se puede encontrar reseñado bajo la rúbrica “disposición a obedecer a la autoridad”. Empezó introduciendo en su instituto a dos actores que representaban a un profesor (correspondientemente caracterizado como persona de autoridad) y a un estudiante. Ambos debían fingir que investigaban si se puede mejorar el éxito escolar mediante castigos.
En este punto, entraban en escena los sujetos experimentales propiamente dichos, a quienes se abordaba en la calle. Se pedía así a personas corrientes, que creían auténticos a profesor y alumno, que ayudaran en el proceso de aprendizaje; en concreto, debían aplicar los castigos que el profesor dictara, con los que pretendía aumentar el éxito del aprendizaje.
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Inestigador E, participante S, cree aplicar a A descargas eléctricas
Como tales, se contemplaban descargas eléctricas que se administraban apretando un botón y podían incrementarse gradualmente. Ignorantes de que en realidad operaban la carcasa vacía de un aparato simulado, los sujetos podían así maltratar al estudiante, que simulaba ruidosamente sus dolores, hasta con 400 voltios; esto es, administrarle una dosis mortífera si se aplica realmente.
La pregunta de Milgram era si seres humanos sometidos a la influencia de una autoridad, aquí el profesor de aspecto muy profesional y provisto de los correspondientes emblemas, ejecutarían unos castigos que, fuera del Instituto, ellos mismos reconocerían insensatos y desmesuradamente brutales.
La respuesta, capaz de hacer tambalearse persistentemente la cordial imagen del ciudadano acomodado, fue que sí. Un sí que llevaba a percatarse de que en cada pequeña ciudad estadounidense se podría encontrar suficiente personal para cubrir la vigilancia de un campo de concentración.
Personas que por nada destacan en la vida cotidiana están patentemente dispuestas a ejecutar crueles abusos con sólo que una autoridad (en el caso, un profesor) les convenza de hacerlo por una buena causa (un aprendizaje con éxito). Eso es lo que indica el experimento de Milgram, cuyos resultados, ni que decir tiene, se cuestionaron de muchos modos y por ello se repitió a menudo: con el resultado de que eran acertados los del experimento original.
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Éstos, experimentan medidas dolorosas en nombre de un bien "superior"
El experimento de Milgram nos deja sin habla, debiendo mencionarse aún a título de detalle que la disposición a administrar la intensidad mortífera dependía de qué contacto hubieran mantenido los sujetos con el presunto estudiante a castigar. Cuánto más estrecha, más vacilaban en hacer pasar por su cuerpo una descarga realmente potente.
Al aumentar la cercanía, se imponía en algún momento la impresión de que allí no sufría un estudiante en abstracto, sino un ser humano concreto como cada cual. Sólo cuando los sujetos podían mirar a los ojos al ser de carne y hueso que tenían delante, se percataban de lo que estaban haciendo y acababan con aquello.
Fuente: El gato de Schrödinger en el árbol de Mandelbrot (Ernst P. Fischer)