Revista Psicología

¿Es conveniente que el psiquiatra hable de su vida privada con el paciente?

Por Clotilde Sarrió Arnandis @Gestalt_VLC
Autorrevelación del Terapeuta

Imagen: Clotilde Sarrió

Autorrevelación del Terapeuta.

¿Es conveniente que el psiquiatra hable de su vida privada con el paciente?

En el pasado, recién licenciado en medicina y antes de iniciar la especialidad, me planteaba con frecuencia dónde debería poner la línea roja que separase mi vida privada en la relación profesional y terapéutica que mantenía con los pacientes.

Mis profesores, durante mi formación, siempre me instaron a que preservara mi privacidad y a que durante las sesiones, no hiciera mención alguna acerca de mis experiencias personales. Fue algo que, en principio, consideré lógico en base al razonamiento de que un paciente acude a un profesional de la salud para solucionar sus problemas y no para que él le hable su propia vida.

Sin embargo, con el paso del tiempo, conforme iba acopiando más habilidad para establecer el vínculo terapéutico y conforme adquiría experiencia para extraer información, incluso de los mas nimios detalles aportados por los pacientes, fui haciendo menos caso de la parcelación de mi privacidad personal, que mis preceptores consideraban inherente a una buena praxis médica. Fue así como, espontánea y ocasionalmente, permití que fluyeran algunas de mis experiencias personales en el curso de las sesiones terapéuticas, y comprobé que me eran útiles como una herramienta que propiciaba más naturalidad y bidireccionalidad en el vínculo con el terapiado.

Al no reprimir mi espontaneidad y no mostrarme como un rígido terapeuta cuya privacidad consideraba infranqueable, comprobé que los pacientes depositaban más fácilmente su confianza en mí, y eran más proclives a relatar sus experiencias, más allá de una exposición impersonal de sus síntomas.

Con el tiempo, muchos pacientes me han agradecido que compartiera con ellos algunas experiencias personales, al utilizarlas como ejemplos que les ayudaran en su terapia y les permitieran vencer ciertas resistencias al verbalizar ciertas vivencias y sentimientos difíciles de expresar. Incluso el simple gesto de hablar con paciente de algo tan irrelevante —aparentemente— como puedan ser mis gustos musicales, literarios o bien del lugar dónde proyecto ir de vacaciones, suele acortar distancias y facilitar la instauración del vínculo terapéutico.

Autorrevelación del Terapeuta. No todo vale…

No obstante, siempre hay que evitar excesos de confianza y actuar con una metodología que no deje resquicios que alimenten la tendencia al fisgoneo, ni tampoco que interfieran en la esencia de la relación que debe existir entre terapeuta y terapiado. Lo contrario sería desvirtuar las sesiones y convertirlas en charlas de café, algo fácilmente soslayable con el buen hacer y la habilidad del profesional que podríamos sintetizar en esta frase:

«Hacer que el paciente se sienta tan relajado como lo estaría en una conversación con un amigo, aunque siendo consciente en todo momento de que se está realizando un trabajo personal similar a una interpretación musical en la que el terapeuta es músico y director al mismo tiempo»

Otra precaución que se debe preservar con exquisita cautela es que el terapeuta nunca se pronuncie —a no ser que fuera imprescindible y beneficioso para la terapia— sobre sus creencias religiosas o su ideología política, temas coprometidos que podrían ser motivo de disparidad, herir la sensibilidad o excitar la vehemencia del paciente e interferir en la confianza depositada en el terapeuta.

Relataré una anécdota

En cierta ocasión fui amonestado por un colega experimentado —de orientación psicoanalítica— por permitir que una paciente me saludara con dos besos en la mejilla cuando ambos paseábamos por la ciudad y coincidimos con ella en una avenida. Como norma, el psicoanálisis enfatiza en el rígido distanciamiento que el terapeuta debe mantener con sus pacientes. A título personal, comparto esa parcelación de roles aunque lo hago con cierta flexibilidad como el lector ya habrá deducido. La razón es que confío en mi experiencia para saber cuales son los límites que deben marcar mi relación con el paciente y ser consciente de que éstos límites están en mis manos.

Soy consciente de que un abuso de confianza podría desvirtuar la relación terapéutica, pero también creo que ciertas barreras de frialdad impuestas por una actitud inafectiva y distante en el terapeuta, pueden cohibir al terapiado, impidiendo que se establezca un buen vínculo.

Volviendo a la anécdota, la respuesta que le di a mi colega tras su recriminación, fue preguntarle si lo indicado —según él— habría sido retroceder unos pasos para evitar los besos de cortesía, a lo que él respondió perdiéndose en divagaciones acerca de mi responsabilidad por haber permitido que tal situación hubiera llegado a producirse sin haber informado previamente a la paciente de cómo deberíamos actuar si un día coincidíamos en la calle o en un local.

En cierto modo, debo ser bastante heterodoxo desde el momento en que, al recibir a los pacientes cuando llegan a mi consulta, acostumbro a saludarlos con un apretón de manos o bien un beso, un gesto que sólo eludo con escasísimas personas (casi todas con problemas para el contacto físico). El resultado es que una mayoría me agradecen esta costumbre —verbal o gestualmente— por la naturalidad y cercanía que imprime al inicio y a la despedida de nuestras sesiones.

¿Con mi espontaneidad estaré quizás rebasando los límites de la distancia?

Confieso no obstante, que en ocasiones me surge la duda de si con mi espontaneidad estaré quizás rebasando los límites de la distancia que debe haber entre terapeuta y terapiado. La respuesta a esta incertidumbre siempre varía según cada caso, según la reciprocidad que perciba así como la demanda subliminal de contacto que manifieste el (o la) paciente, y también según el momento evolutivo en que se encuentre, tanto en su proceso como en la calidad y la consistencia del vínculo terapéutico establecido.

Concluiré expresando mi convicción de que compartir ciertos detalles y anécdotas de mi privacidad, pueden servir de ayuda a algunos pacientes. Incluyo entre ellas el hacerles partícipes, incluso de algunas experiencias duras o difíciles que, con el paso del tiempo, haya llegado a resolver. Estoy convencido de que mostrarme tal cual soy, sin enmascarar ni adornar mi realidad con imposturas que enaltezcan mi rol de superioridad, es un factor que añade una pátina de verismo y de naturalidad a la relación que mantengo con mis pacientes.

Soy plenamente consciente de que muchos compañeros de profesión no compartirán lo que he expuesto en este artículo, y les respeto por ello aunque en muchos aspectos sea yo quien discrepe por el distanciamiento y la frialdad que les caracteriza en su sistemática de trabajo.

Dirigido a estos colegas plantearé dos cuestiones como punto final de este artículo:

  • ¿Cual debe ser el límite autoimpuesto por el terapeuta al compartir con su paciente ciertos detalles de su privacidad?
  • ¿Qué razonamientos clínicos, científicos e incluso filosóficos justificarían la norma de que un terapeuta nunca debe revelar al paciente nada de su vida personal?

Que cada cual medite y elabore su propias respuestas. Yo ya lo hice hace tiempo y he manifestado mi opinión.


Dr. Alberto Soler Montagud – Psiquiatría Privada

Licencia de Creative Commons Este artículo está escrito por Alberto Soler Montagud y se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 España


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