Ayer, fue el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Ese es parte del problema: ayer fue el día; hoy, para muchos, no es nada. Fue ayer: ya es pasado; queda atrás algo que debería ser eterno presente, y conciencia, y trabajo de todos, y constancia. Por eso escribo el veintiséis.
¿Cuántas mujeres habrán llorado amargamente esta mañana hasta que las lágrimas, ya secas, amenazaban de nuevo con endurecer su rostro? Sería bueno preguntárselo, cada día. Sería bueno mirarse el ombligo y reconocer ese pequeño lazo ya invisible que nos une a unos y a otros; recordar que todos debemos la vida a una mujer. Recordarlo; respetar lo que somos —lo que fuimos—, y matarlas, pero a besos, y comprenderlas, solo entre caricias, y sorprenderlas, esforzándonos por ser mejores personas.
No hablar de velos, ni sesgos, ni paños, ni sueldos, sino de lo que nos une. Y de todo lo que debería unirnos y (todavía) no lo hace. Para poder cambiarlo; no para criminalizar sexos, sino opresores; no para atacar a hombres o a mujeres, sino para encontrar a ese enemigo común que se define por destruirnos a todos.
No hablemos más de violencia machista. No hablemos de un 99,99%, ni de un 0,01%. Hablemos de lucha activa frente a la primacía de cualquier tipo de violencia. Hablemos de madres, de padres, de hijos, de hijas, de hermanos y de hermanas. Busquemos una solución real; evitemos las etiquetas, la desigualdad, la furia; provenga de donde provenga, surja, se enquiste, supure o se halle donde lo haga.
Y es que ya lo decía Andrés Calamaro: ¿quién está preparado para ser un chico abandonado?
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