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Es el sol

Publicado el 16 febrero 2022 por Claudia_paperblog

Amaneció nublado en Barcelona. Seguramente el día antes habían salido por la noche, pero era domingo y S. quería hacer algo en su día libre, como siempre. Arrastró a R. a un mercado que hacían en el Poblenou y casi se saltaron la parada de metro entre risas. Se levantaron corriendo de sus asientos y salieron del vagón justo cuando pitaban las puertas. 

El cielo estaba cada vez más negro y amenazaba lluvia. Casi nunca habían ido a esa zona tan industrial. A un lugar así, tan gris, lleno de edificios altos, de fábricas, de calles vacías casi le pegaba que lloviese. No se veía a nadie caminando, no se oía ninguna voz. Apretaron el paso cuando empezaron a caer gotas de esas redondas y grandes como aceitunas. Llegaron al mercado empapados y solo vieron a gente pija que se conocían unos a otros, tomando vermut, comiendo unas patatas, con sus hijos corriendo de un lado a otro.

—¿Qué hacemos? —preguntó R., sabiendo de sobras la respuesta.

—Vámonos, no pintamos nada aquí.

Y salieron tal y como habían entrado, entre risas y aspavientos. El plan se les había acabado, así que decidieron volver a casa. Casa era el piso de R., siempre lo será, aunque a veces S. dijese que no lo era.

—Quiero volver a mi casa —le había dicho alguna vez, como una niña pequeña—. Ahí me dan bien de comer y huele bien y hay risas, aquí no duermo bien.

R. en esas ocasiones se entristecía, porque esa era su casa, aunque tampoco la sintiera como tal, porque a él tampoco le gustaba, no le gustaba el ruido, no le gustaba el precio del alquiler, no le gustaban sus compañeras, querría tener una cama más grande, querría poderle dar a S. todo y más, el mundo entero a sus pies, pero no podía.

Y también, y aunque nunca lo admitiera, se sentía triste porque él, a diferencia de S., no tenía la opción de estar con su familia, de volver a casa.

Aun así, emprendieron el camino de vuelta a casa. Y como siempre, R. se encaprichó de algo, casi siempre de comida. Que tenía hambre, decía, aunque eso era imposible porque habían comido hacía solo una hora, pero se pararon en un restaurante de empanadas argentinas, que le encantaban. 

Entraron en el cálido local, donde ellos eran los únicos clientes, y agradecieron caminar sobre un suelo seco. R. le preguntó a S. si quería algo y ella negó con la cabeza.

Se sentaron en una mesa alta, en unos taburetes de madera, también altos. Y él, desenvolviendo sus empanadas calientes, le dio una de ellas a S.

—Que no, que no quiero —insistió ella.

Él no desistió y siguió ofreciéndole una de las empanadas hasta que ella aceptó.

—¿Por qué? —preguntó ella.

—Porque sabía que en el fondo te apetecía, pero que no te la ibas a comprar. He comprado dos por eso.

Y, mientras le echaban diferentes salsas a sus empanadas, S. observaba a R. y se fijaba en su cara de concentración. Pensaba en el valor diferente que le daban a las cosas, pensaba en que, gracias a él, la vida le parecía menos gris.

—Pues no son para tanto —sentenció él. Y empezaron a reír.

Y su imagen de espaldas, los hombros tan juntos que se entrechocaban con las risas, se recortaba feliz en la cristalera, contrastando con el día de lluvia.

Ya en la habitación de R., mientras se abrazaban, el recorte de cielo de la ventana les mostraba el incendio que estaba devastando el firmamento de la ciudad, las nubes ardían, el rojo llegaba a todas las partes de la casa, las paredes parecía que se fueran a derretir, pero solo era el sol. Es el sol, es el sol, es el sol.

Es el sol

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