Desde hace un tiempo, lo confieso abiertamente, tengo una profunda crisis de fe. Más bien debo decir que de mi fe, es decir, la que desde que casi tengo uso de razón profeso a la literatura. La literatura o, más bien, algunos escritores, me formaron, me ayudaron a ser quien soy e incluso, vilmente, a ganarme la vida. Pero desde hace un tiempo mi fe hace aguas sin remedio y sin poder ser reemplazada por creencia alguna. Por esto, entre otras cosas, acudí en el Cementerio parisino de Pére Lachaise a visitar la tumba de Marcel Proust, mi maestro. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO
A Laura Claravall, por Bouveresse
Hubo un tiempo en que creí que la literatura era un argumento indiscutible. Nos abría fronteras, nos permitía mantener un código común con personas extrañas e, incluso, nos educaba. Poco a poco, esta percepción ha ido cediendo a una suerte de relativismo, ante la constatación más bien obvia de que se puede vivir sin leer e, incluso, sin sentir la literatura. Además, no todas las personas que se consideran lectoras tienen las mismas lecturas. También creía que existían autores fundamentales, pero los que para mí entran en esta categoría son prescindibles para la mayoría de los mortales. A pesar de todo, sigo representando mis sacramentos literarios cuando doy clase. Hago como que sigo creyendo o, más bien, represento al lector que fui hace veinte años. Es terrible, pero ya casi nada es como antes. Ahora he regresado a París, precisamente por razones literarias. Asisto a un congreso sobre los clásicos y las Américas, y voy a hablar sobre mi querido Plinio el Joven y la lectura incierta que de él hace Julio Cortázar. Estos días me alojo entre San Germain y la Rue des Écoles, y apenas a unos pasos tengo lugares tan míticos como la librería Shakespeare and Co., junto al Sena, que no deja de ser un templo que rinde culto a una imagen de escritor ya inexistente. He regresado a París con una frase que se me quedó grabada en la lectura que hice del libro titulado El conocimiento del escritor, de Jacques Bouveresse, que con tanto acierto ha traducido y editado Laura Claravall. En este libro hay una frase que no voy a buscar, pero que reconozco haber leído: “En Francia la literatura sigue siendo una religión”. Es posible que, al recordarla ahora, haya introducido alguna modificación, pero recojo en esencia lo que quería decir el crítico francés. ¿Realmente sigue siendo Francia un país donde la literatura sigue siendo algo tan importante y señero? ¿No ha pasado allí a ser la literatura también un mero divertimento y negocio, como en casi todas partes? No sé la respuesta, por lo demás difícil, ante una pregunta tan general. Pero sí sentí la tentación de visitar Pére Lachaise el otro día para visitar, precisamente, la tumba de mi amado Proust. La sepultura de Marcel Proust aparece cerca del crematorio, y es una tumba compartida por otros miembros de la familia Proust. Un mármol oscuro y sobrio define este enterramiento. Sin embargo, allí me encontré con algunos objetos efímeros que me devolvieron algo de esperanza o, cuando menos, alivio a mis dudas. Sobre la tumba quedaban los pequeños recuerdos que los visitantes devotos han dejado como señal de su visita al maestro. Billetes de metro y algunos papeles escritos llamaron mi atención, en especial uno de ellos donde decía lo siguiente: “Merci pour tous vos mots, merci pour les nuits blances, merci pour tous. Juliette J. 03/10/2013.” Una frase final, como una posdata, no es menos importante: “Avec vous je n’ai pas perdu mon temps”.
Así es, creo que yo tampoco he perdido mi tiempo al haber leído a Proust, y ese tiempo que no perdí es el que ahora recobro casi a diario cuando recuerdo que lo leí, cuando pienso en aquel mundo de personajes que tiñen un época, o cuando simplemente pienso que la primera vez que vislumbré realmente París fue en las páginas de Proust.
Sigo sin saber mucho más de esta extraña fe, acaso en declive, que es la literatura. FRANCISCO GARCÍA JURADO