Revista Historia
Durante los primeros años de la revolución cubana Fidel Castro solía coger un jeep para recorrer la isla. En sus viajes daba órdenes sobre cómo hacerlo todo, desde dónde poner una escuela hasta cómo plantar la cosecha.
Este proceder tuvo dos consecuencias. La primera, obvia, que muchas de las órdenes carecían de sentido y eran ineficientes. La segunda, más sutil, es de mayor calado. Nadie se atrevía a hacer nada hasta que no llegara Fidel con su séquito. Los errores se enmiendan y de ellos se aprende, pero de la falta de iniciativa no hay nada que aprender y conduce al equilibrio que llevan sufriendo los cubanos durante medio siglo.
Ese equilibrio es muy vicioso. Como nadie hace nada, el dirigente cree que lo tiene que hacer todo y como el dirigente lo manda todo, nadie tiene incentivo a hacer nada. Sé que es una gran simplificación, pero este mecanismo ofrece una explicación clara y sencilla de muchas cosas observadas.
La revolución cubana es solo un ejemplo. Todos conocemos padres que ordenan el más mínimo aspecto de la vida de sus hijos, personas que creen que tienen que ocuparse de toda la intendencia de su pareja o jefes incapaces de delegar en los demás. Esta actitud, además de no incentivar la participación de la otra parte, puede tener por consecuencia que esa otra parte, además de no tener incentivo a hacer nada, lo que es malo, no acabe de aprender a hacer las cosas, lo que sería peor.
Con todo, esto último me parece que ocurre las menos de las veces. A menudo sucede que la dictadura se acaba, el hijo se va de casa, la pareja se separa y el jefe se retira y a menudo en estos casos el gran dirigente, los padres, el cónyuge y el jefe se sorprenden que su tutelado sea capaz de valerse por sí mismo.
Todo por no entender lo que es un equilibrio.