Raro es que en esta escalera hablemos de películas en cartel, de paso reciente por las carteleras o de películas a punto de estrenarse. El cine, cuando es bueno, como el vino, exige reposo, maduración, tiempo, degustación, disfrute reflexivo. Este pequeño y doméstico aunque significativo detalle da valor a lo que supone Frío en julio (Cold in July, Jim Mickle, 2014), estupendo y violento thriller con tintes de western cuya estructura argumental descansa en la sucesión de giros que, por un lado, profundizan en una espiral de crecientes horrores superpuestos que cambian a cada momento las implicaciones de la trama, y por otro suponen una reflexión devastadora, brutal y perturbadoramente ambivalente sobre conceptos como la culpa, el remordimiento, el rencor, la responsabilidad, llevados a un último extremo en el que el bien más elemental y uno de los males más terribles terminan por juntarse, contribuyendo así a una peligrosa, por ambigua, identificación entre las ideas de justicia y venganza.
Jim Mickle y su guionista, colaborador y puntual actor de reparto Nick Damici, provenientes del cine de terror en el que han formado equipo en varias producciones no demasiado destacables, construyen una película tremendamente compleja, en la que el punto de vista del espectador sobre los personajes va mutando conforme las reglas del mal que les atrapa van modulando su propia naturaleza. Así, situaciones como la legítima defensa, el acoso vengativo, el estado de necesidad, la corrupción policial, la omnipresencia todopoderosa del crimen organizado, la alianza de intereses entre caracteres contrapuestos, la perversión más enfermiza llevada a la realidad y el descubrimiento de la cruel esencia de la maldad en estado puro cambian las relaciones de unos personajes entrelazados a partir de un hecho casual, un acto reflejo que causa la muerte de un ratero que se ha colado en una casa para robar. Sobria en su puesta en escena, con una economía verbal alejada de las orgías verborreicas del actual cine de acción, y con un estilo por completo opuesto a la presente ola de caprichosas innovaciones narrativas y/o audiovisuales, fundamentada en la sencillez formal más elemental no carente de tensión ni de elocuencia, la película construye su red de pecados, maldiciones y expiaciones, en la que el pasado de cada personaje, o la falta de él, termina por aprisionarles y embocándolos hacia una única salida violenta cuyo postrero clímax explota como una carga de profundidad.
Magníficamente interpretada, con el laconismo y la ausencia de gestos grandilocuentes y alharacas visuales, ofrece una estupenda interpretación de Michael C. Hall, el padre de familia que encuentra en la violencia y en el peligro que representan los personajes que abruptamente irrumpen en su vida la adrenalina que le falta a su sosa y triste vida cotidiana, entre el hogar y la tienda de marcos que regenta en una amuermada localidad de Texas. En el lado contrario (o al menos lo parece), Sam Sephard dota de su estilo habitual a ese padre que en la comprensión del espectador bascula desde la encarnación de la más temible psicopatía a la de la amargura más desoladora, una amargura que no para de crecer hasta eclosionar. Finalmente, la película supone la agradecida recuperación para la causa del buen cine a Don Johnson, el otrora guaperas oficial de la metrosexualidad televisiva, que da vida a un particular detective cuyo aspecto y modales parecen parodiar el estereotipo del héroe del western. Secundarios como Vinessa Shaw o Nick Damici, como el equívoco rostro de la ley, todos estupendos, completan una fenomenal galería de personajes.
Dejando de lado el aspecto musical, realmente el punto más bajo de la película, lo que destaca en ella es el continuo juego de espejos. Los hechos cambian de prisma a medida que los conceptos de bien y mal se van llenando de contenidos ambiguos, o que los males son superados y suavizados por males muchísimo más radicales, entretejiendo una tela de araña de deudas y traiciones en la que los personajes van ocupando distintas posiciones morales, desde lo aceptable a lo condenable pasando por lo directamente repugnante, y que a menudo se deshacen antes de eclosionar, en un continuo retorcimiento que conduce a la explosión final. Con un lenguaje tan seco como los disparos, con unas secuencias de tiroteos realmente estimables, tan lacónicas y contundentes como los diálogos, la película, etiquetada como independiente, parte de universos enfermizos y recreados en la violencia propios de directores como John Carpenter (influencia notabilísima para Mickle y Damici en sus películas previas) o Walter Hill, con el espectro de Peckinpah brillando a lo lejos, pero con una estilización formal y un pulso sereno, austero y casi parsimonioso que apartan la película, por suerte, de las tentaciones de emulación a la moda tarantiniana o de sus imitadores.