El 13 de abril de 2015 aterrizamos en Manila. Una oleada de calor y humedad nos abrazó en segundos. La ropa se nos empezó a pegar al cuerpo y comprendimos enseguida que estábamos en el Sudeste Asiático. Pero de lo que no nos imaginábamos era que íbamos a vivir uno de los peores días de viaje de nuestras vidas.
Ni bien bajamos del avión pasamos todos los controles migratorios y unas simpáticas señoritas filipinas nos pidieron el Certificado de la Vacuna contra la Fiebre Amarilla. Presentamos los papeles que avalaban la existencia en nuestro organismo de dicha Vacuna y seguimos nuestro camino. Este trámite no duró más de dos minutos. Lo que tardamos en buscar el Certificado en nuestras mochilas, mostrárselos a las señoritas, que éstas lo controlen y luego nos lo devuelvan.
El siguiente paso fue cambiar dinero. Nosotros veníamos con Dólares Americanos que traíamos desde Japón, así que nos dirigimos hacia las Casas de Cambio que están en el mismo aeropuerto. Estábamos enterados que el mejor cambio de todo Filipinas era allí. Casi llegando a la salida del aeropuerto de Manila, doblando a la izquierda, en frente a los baños hay tres Casas de Cambio, una al lado de la otra ofreciendo la misma Tasa cambiaria. Nosotros, en ese momento cambiamos a 44.35 Pesos Filipinos por cada Dólar Americano. Luego comprobamos que era, exactamente, el mejor cambio que pudimos encontrar en todo el país. En Boracay lo encontramos parecido pero la diferencia es que en el aeropuerto no cobran comisión por cambiar dinero extranjero y en Boracay, aquellos lugares que tienen el mejor Tipo de Cambio, cobran una comisión por el servicio.
En fin, con dinero filipino en nuestro bolsillo, ganamos la calle de Manila. Varios vendedores ambulantes, choferes de Van, Jeepney y Taxis nos abordaron para ofrecernos sus servicio y productos, más caros, por cierto por estar todavía dentro del área del aeropuerto. Dijimos respetuosamente y con una sonrisa a todos " No, thanks " y seguimos nuestro andar guiados por el dudoso GPS del teléfono celular.
Teníamos que ir hasta el barrio de Paco, donde nos recibiría una anfitriona de Couchsurfing. Pero la mala señal del GPS, sumado a la desorientación nuestra y el caos que reinaba en las calles de Manila hizo que saliéramos para otro lado, creyendo durante una hora que íbamos por el buen camino. Hasta que en un momento nos encontramos con que la calle se terminaba. Ahí nos dimos cuenta que algo iba mal. A esa altura el GPS ya se había recontra perdido. No nos quedó otra que preguntar a la gente de a pie, porque si lo hacíamos a los miles de taxistas que nos persiguieron todo el trayecto, tendríamos una respuesta comercial que no nos servía en ese momento. En lugar de decirnos "Tienen que ir para allá" nos hubieran dicho: "Por tantos Pesos yo los puedo llevar", como nos pasó varias veces en nuestro viaje. Por eso consultamos con unas personas que parecían Agentes de Tránsito, pero para nuestra sorpresa, ellos estaban más desorientados que nosotros. Más tarde descubrimos que la mayoría de los filipinos no se saben orientar si se le pregunta por una dirección más allá de diez cuadras de donde están.
Guiados por nuestro instinto de supervivencia y ubicación espacio-temporal (ya se estaba haciendo de noche), tomamos por una avenida muy ancha, parecida a una autopista y caminamos en línea recta por una hora, paralelo a lo que parecía que era el mar a nuestra izquierda. A lo lejos divisábamos altos edificios, así que supusimos que la ciudad quedaba en esa dirección.
Unos policías con muy poco inglés nos ayudaron diciéndonos que íbamos bien por esa avenida si queríamos ir al barrio de Paco, así que seguimos con nuestro peregrinaje hasta la casa de nuestra anfitriona. Hasta que, ya agotados de tanto caminar cargando casi 10 kilos de peso en la espalda por las mochilas y el sol que nos abandonaba a nuestra suerte, decidimos sacar bandera blanca y tomar un taxi. En seguida frenó uno. No teníamos la más remota idea de cuánto nos tendría que salir, así que en un pensamiento interno en cámara rápida, poniendo como base 6 Dólares Americanos, le ofrecí 250 PHP por el viaje. El taxista aceptó muy rápido lo que nos hizo sospechar que estábamos haciendo un mal negocio, pero a esa altura del día, con cinco horas de vuelo más dos horas de caminata, no podíamos pensar con claridad ni hacernos los expertos regateadores.
El taxi tardó otra hora sorteando a su paso un tránsito desbordado entre Jeepney y Triciclos que se metían por cualquier lado, bocinas que no paraban de sonar y personas cruzando la calle por donde más se les antojaba. Esa hora arriba del taxi, a pesar de estar con aire acondicionado, no fue precisamente un disfrute.
Llegamos a nuestro primer destino bastante estresados. Pero si creíamos que eso iba a ser todo, estábamos equivocados. Ilusos de nosotros si pensábamos que esa era toda nuestra aventura por Manila. Cuando llegamos a la casa de nuestra anfitriona de Couchsurfing, primero no podíamos ubicar el domicilio. Varias casas, una pegada a la otra, con construcciones para todos los costados posibles e imaginables, sumado a la falta de un número identificatorio, nos trastornó bastante. También debemos agregar que se iban acumulando alrededor nuestro varios jóvenes curiosos por ver a dos occidentales cansados y transpirados, con una mochila a sus espaldas.
Luego de varios intentos de dar con la casa de nuestra anfitriona y de mancharnos las manos con aceite por querer trepar a una reja (así de desesperados estábamos) uno de estos jóvenes, el que parecía que hablaba mejor inglés se ofreció a ayudarnos. Le dijimos a quien buscábamos y le pasamos la dirección, pero él pobre muchacho tampoco supo distinguir la casa, a pesar que luego supimos que vivía al lado. Entonces este chico empezó a gritar el nombre de nuestra anfitriona y acto seguido se metió por unos pasillos que había. Volvió a los cinco minutos diciendo que nuestra anfitriona se había tenido que ir al hospital y que no sabía a ciencia cierta a qué hora volvería. Miramos el reloj y ya se habían hecho las 20:30 de la noche. Nosotros seguíamos ahí más perdidos que nunca. Rodeados de personas que aparentemente nos querían ayudar pero no se animaban a hablar por timidez, suponemos, o por falta de vocabulario, puede ser otra opción. Intentamos salir caminando para cualquier lado pero ni el GPS ya funcionaba, ni nosotros sabíamos dónde estábamos parados, ni tampoco sabíamos para donde queríamos ir. Fue un momento entre tenso y de resignación. Pero nuestro viaje por el Sudeste Asiático no había hecho más que empezar, así que volvimos de nuestras pesadumbres y derrotas y tomamos las riendas del problema. Nos hicimos cargo de la situación y nos propusimos salir adelante.
Entre un mirar y mirar para todos lados alcanzamos a divisar un precario cartel hecho de cartón y escrito con fibra las palabras ROOM FOR RENT, a tan solo diez metros de donde estábamos parados. No inspiraba mucha seguridad pero a esa altura quisimos agarrarnos aunque sea de ese mísero cartel como vía de escape para no tener que dormir en la calle. Nos dirigimos hacia allí y le preguntamos a una señora mayor que estaba sentada en una silla de mimbre tratando de captar el poco aire fresco que quedaba libre en toda Manila, obviamente con resultados penosos por el insoportable calor húmedo que reinaba en esta noche. La señora nos hizo una seña hacia la calle y otra vez apareció en escena ese joven que minutos antes había gritado en la vereda el nombre de nuestra anfitriona y que nos había informado el desenlace de que no había nadie en esa casa por motivos de salud. El joven, más rápido que ligero recogió la pelota que le tiró la señora y como un botones en un hotel de lujo se nos paró firme al lado nuestro y con una voz de servicio visiblemente estudiada hasta el cansancio nos volvió a dirigir la palabra
-Room for rent, Sr? -fue su pregunta.
Nosotros asentimos.
-Síganme por aquí -nos dijo y nos condujo por un estrecho y oscuro callejón.
El ambiente se iba haciendo cada vez más denso a medida que avanzábamos detrás de este chico, y los niveles internos de alerta ya estaban a esa altura por explotar.
Llegamos hasta un lugar donde había varios señores sentados. Algunos trataron de disimular una borrachera sin ningún tipo de éxito. El chico y el que parecía el líder de ese grupo intercambiaron algunas palabras en Tagalog, el idioma que se habla en la mayoría del país. Acto seguido este hombre se paró y en un pobre inglés, no sabemos si era por la falta de costumbre de hablar el idioma anglosajón o por los líquidos alcohólicos que había ingerido para tratar de paliar el calor y el olvido, nos preguntó si buscábamos una habitación para dormir esa noche. Nosotros dudosos y asustados le dijimos que primero queríamos ver ese cuarto que nos estaba ofreciendo. Entonces este hombre nos interpeló, casi interrumpiendo nuestra respuesta preguntándonos cuanto estábamos dispuestos a pagar por dicha habitación. Le volvimos a repetir un poco más despacio y mirando al joven que nos había conducido hasta allí que primero queríamos ver la susodicha pieza y después de comprobar su estado le diríamos cual sería nuestra decisión. Los demás caballeros que había cerca nuestro en ese reducido espacio estaban como divagando y se tambaleaban. Entonces el líder, por llamarlo de alguna manera para diferenciarlo del resto, con el que estábamos hablando dio un paso al frente y nos dijo>
-¿Con qué quieren ver la habitación, eh?
En ese momento nos sonó como una amenaza así que nos preparamos para salir corriendo. Ya habíamos buscado algunas rutas de escape. Es muy extraño cómo funciona la mente en estos casos. Cuando se siente en peligro es cuando más alerta está y pareciera que poseemos los cinco sentidos potenciados a su máximo nivel. Entonces este señor dio un par de pasos más, pero en dirección contraria hacia donde había caminado antes y corriendo una cortina nos enseñó finalmente la precaria habitación que nos había prometido. Nosotros a esa altura ya sabíamos la respuesta que le íbamos a dar y por más que fuera la pieza más lujosa del mundo nos iríamos enseguida. Y eso fue lo que hicimos. Le dijimos amablemente "No, gracias" y volvimos sobre nuestros pasos desandando el callejón rumbo a la calle. Atrás nuestro escuchamos una risa que no hacían más que apurar nuestra marcha.
Devuelta en la vereda nos encontrábamos igual que antes y con una horrible experiencia y sensación en nuestra mente por lo vivido en ese oscuro callejón. Como autómatas empezamos a caminar. Estábamos más perdidos que nunca, pero una luz de oportunidad nos invadió nuestro cuerpo y recordamos que en un grupo de Facebook llamado "Sudeste Asiático: para los que fueron iban a ir", una chica había recomendado un hostel en Manila. Fuimos hasta un McDonald's y abrimos nuestra computadora. A pesar de no poder usar Internet, afortunadamente, y en un acto de previsibilidad inconsciente, nos habíamos guardado en nuestro archivo el nombre y la dirección de ese hostel.
Una vez con esta información en nuestro poder fuimos en busca de un taxi y otra vez se dio la puja por el precio del recorrido, y otra vez nos encontramos sin saber dónde estamos y de cuánto tendría que ser el precio apropiado para el trayecto hasta el nuevo Hostel. Dejamos que ofreciera primero el taxista que fue de 300 PHP. Nosotros le ofrecimos 150 PHP y el chofer se nos rió en la cara. Entonces volvimos a pujar con 200 PHP y el taxista miró por el espejo retrovisor y dijo su última oferta la cual aceptamos: 250 PHP.
El viaje duró unos 30 minutos pero el conductor del taxi no nos supo dejar en la dirección que le habíamos indicado sino en la puerta de lo que parecía un edificio de oficinas. Nos dijo que no podía conducir hacia la dirección porque estaba debajo de la autopista y no podría retomar la ruta. Nos aseguró que si caminamos una a dos cuadras por debajo del puente encontraríamos el hostel. Un poco disgustado nos bajamos del taxi y empezamos a caminar en la dirección indicada, pero no pudimos dar con el, a esta altura y permítanos esta expresión, condenado Hostel. Preguntamos un par de veces a personas que andanban por la calle y algunas no sabían dónde era, otros no mandan para un lado, otros para el otro. Ya no dábamos más. Las lágrimas estaban por inundar nuestros rostros. Manila nos había derrotado. Estábamos perdidos en el sentido cinematográfico de la palabra.
Como caído del cielo (Filipinas es un país ultra religioso) apareció Ari, un chico filipino que salía de trabajar y al cual abordamos con desesperación. Este buen samaritano, luego de recuperarse del susto que le causamos, buscó en su teléfono celular el hostel y llamó. Le dijo dónde estamos ubicados nosotros y los empleados hostel nos fueron guiando por el teléfono. Ari nos condujo eficientemente hasta nuestro tan ansiado destino. Al ver al hostel nos arrodillamos en medio de la vereda y le empezamos a besar los pies. Ari parecía un poco avergonzado de la situación y respetuosamente se fue soltando de nosotros.
Nos despidió y vimos el orgullo en su rostro de haber hecho un acto divino. Nos advirtió que no andemos sólo de noche por esa zona porque era peligrosa. Lo vimos alejarse y perderse entre la noche que se cerraba sobre Manila.
-Ahí va un héroe -alcanzó a decir Laura, visiblemente emocionada.
-De los pocos que quedan en el mundo -dije yo, disimulando las lágrimas.
Y ahí estaba. El Hostel Lakbayan frente a nosotros. Su colorida fachada se alzaba imponente en un barrio de casas grises y sin vida.
Así fue que después de un agotador y caótico día, pudimos apoyar la cabeza en la almohada y dormir como nos merecíamos.
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