Puesto porJCP on Jun 25, 2015 in Autores
La crítica marxista del capitalismo horadó la teoría económica hasta tal punto que ésta, impulsada por la reacción académica, terminó por desprenderse del “paradigma clásico” que constituía la base del ataque de aquella. El análisis social, fundamentalmente en lo que respecta a la distribución del ingreso entre las tres clases —terratenientes, capitalistas y trabajadores— de modo que permitiera el correcto funcionamiento, a largo plazo, de una sociedad basada en la división del trabajo, fue inmediatamente desplazado por el punto de vista del individualismo metodológico. La teoría objetiva del valor, sustentada en el trabajo como reflejo de la dificultad/coste de producción, se abandonó por la consideración subjetiva de la utilidad, relativamente medible conforme a un principio de satisfacción decreciente. El problema económico se trasladó a la asignación eficiente de recursos escasos para satisfacer las necesidades y/o deseos de los llamados agentes económicos.
De aquella reacción, y hablamos de principios de los años setenta del siglo XIX, que pasó a la historia como la revolución marginalista —aunque el enfoque subjetivo y la noción de utilidad decreciente ya se hallara presente en algunos teóricos, una muestra más de que las ideas triunfantes dependen mucho más de su oportunidad que de su presunta brillantez— todavía se conserva una extensa base analítica y axiomática en la actual ciencia económica. Comenzando por ésta última, es fácil comprobar cómo las premisas descienden, a su vez, de una determinada concepción antropológica y de la propia naturaleza.
Uno de los postulados más sagaces, si no el que más, es el principio de escasez. Desde Carl Menger (1840-1921), padre de la llamada escuela austríaca de economía, solamente se otorga la consideración de bienes económicos a aquellos que se caracterizan, precisamente, además de por su ya proverbial utilidad, por su escasez. Cabe preguntarse si, más allá de la abstracción que tal noción porta, es ésta una situación real y generalizable o un mero subterfugio erigido para ocultar una situación de hecho.
“Escasez” implica un prejuicio en condiciones de incertidumbre: a la postre, los medios necesarios para la consecución de un fin se revelan como suficientes o insuficientes; y, una vez conocido el proceso, es posible un cálculo por anticipado de esta circunstancia. Entonces, ¿por qué escasez por principio?.
No encontrando la respuesta en los medios —la finitud o rareza de recursos no implica necesariamente escasez, pues siempre nos queda la posibilidad de ir sustituyéndolos por otros y otros más abundantes, o de concebir un proceso diferente para obtener resultados semejantes—, quienes aceptan tal postulado terminan señalando a los fines, presumiendo la insaciabilidad de los deseos humanos —algunos autores añaden las “necesidades”, cosa sobre la que después volveremos—, ello hasta tal punto que, comparativamente, los medios devienen en escasos.
Sin embargo, las investigaciones antropológicas sobre diversos grupos, incluidas las sociedades ágrafas con su proyección histórica, arrojan la conclusión de un ser humano tremendamente dúctil, esencialmente ligado a la comunidad en la que ha sido socializado. Incluso el propio individualismo que hoy observamos en las sociedades estatales del mercado es una transfusión social. No hay, pues, absolutamente nada que apoye que esa infinita aspiración, hasta convertir en escasos los recursos, sea cosa generalizable a todo tiempo y lugar. Se trata más bien de algo novedoso, intrínseco al llamado sistema capitalista, que además ocurre en sentido inverso al descrito: ciertas élites han acumulado tanta riqueza, disponiendo de tan gran cantidad de medios, que, cubiertas holgadamente sus necesidades y las de sus descendientes, pueden incrementar excéntricamente sus caprichos y apetitos, alzados al rango de “fines”, que, dicho sea de paso, no tardarán en inspirar unas fructíferas “industrias”.
No es mi intención enfrascarme en el enmarañado campo de la teoría del valor, mas sí es menester realizar una crucial distinción analítica que suele pasarse por alto; y es algo que va más allá de la mera subjetividad: el ser humano, en cuanto tal, tiene una serie de necesidades vitales mínimas —alimentarse, vestirse y refugiarse— que es imperativo atender de manera continuada. La atribulada paradoja del valor entre los diamantes y el agua no existe: los primeros solo pueden adquirir su descomunal precio en aquellas regiones donde el suministro de agua esté asegurado. Una de las inferencias a lo que esto nos conduce es que el valor de cambio está íntimamente ligado con la condición escasez: si algo —un bien o “servicio”— fuera relativamente abundante, y aquí añadimos a su existencia material que las circunstancias de acceso —físicas, legales y sociales— sean sencillas, carecería de precio o éste sería insignificante.
Por una mera razón de “fuerza”, no habrá quienes puedan apilar mayores aspiraciones, por muy elevadas que éstas puedan ser, dedicándoles su tiempo y medios, si aquellas necesidades vitales mínimas de las que hablamos, con su provisión en plazo razonable, no están ya satisfechas. Solamente cuando una élite logró alcanzar tal estado, precisamente superando la aludida escasez, se generalizará la comunidad comercial a costa de la tradicional, ésta última esencialmente autárquica en lo que respecta a su producción/consumo. Son las condiciones sociales —en sentido extenso: físicas, legales y políticas—, asentada la radical asimetría de acceso a los recursos y a los medios de producción/distribución, las que generan la relativa escasez, esencial para que el valor de cambio/precio de la mercancía —que tiende a serlo todo— alcance el beneficio significativo para sus fabricantes y financieros. Y este tránsito primigenio fue tan duro como imperativo para los trasvasados al afectar a lo esencial: fueron despojados de su capacidad para atender sus propias necesidades vitales al margen del mercado.
Llama poderosísimamente la atención que las sociedades estatales del mercado continúen sin asegurar las condiciones vitales mínimas de todos, absolutamente todos sus miembros. La socialización adecuada, en el medio ambiente del común habitante de aquellas, implica la imperiosa obligación de enfrentarse individualmente a la propia subsistencia y bienestar. Aún lejos de suceder de esta manera, el éxito social —en la medida en que uno quiera otorgar(se)lo, incluyendo la modesta supervivencia— debe aparecer ligado a una conveniente dosis de esfuerzo o sacrificio personal. Si no fuera así, el orden socioeconómico terminaría resquebrajándose.