Esclavos, cadenas, grilletes, sumisión, látigos, tiros a bocajarro, tortura. La dignidad por los suelos. Opresores tratando como animales a oprimidos. Primer mundo dominante contra primer mundo conquistado. Del pie de Kunta Kinte pasando por la espada de Maximus Decimus Meridius. Esclavos que mueren o matan por su libertad. O esclavos “domesticados”, como el personaje de Samuel L. Jackson en “Djiango desencadenado”. Esclavas en whiskerías de carretera o en talleres ilegales de ropa. Esclavos de la moda, el juego, las nuevas tecnologías, la comida, el tabaco, los gimnasios, las relaciones sociales. Esclavos en iglesias, grandes almacenes, casinos y en cuartos oscuros.
En la reciente película del británico Steve McQueen, ’12 años de esclavitud’, el protagonista Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor), un respetado músico negro que vive en el Nueva York de mediados del XIX, es secuestrado y vendido como esclavo a una plantación de algodón en Louisiana. De la noche a la mañana, se ve rodeado de un sistema humillante y opresor, que degrada al ser humano, y tratará de luchar por recuperar su libertad. La historia de un hombre libre, integrado en una sociedad cosmopolita y avanzada, dentro de una pesadilla inimaginable. Es curiosa esta manera de enfocar la esclavitud, ya que generalmente, al hablar de esclavitud, al menos la “histórica”, se suele realizar desde una base de pobreza y desesperación.
Bend it like Eto’o
Precisamente de estas raíces suelen venir los nuevos esclavos. Sobre todo de la trata de blancas. Pero hay unos esclavos que pasan desapercibidos en el mundo occidental, sobre todo el europeo. Los esclavos de los sueños que genera el fútbol en países del Tercer Mundo. Eto’o, Drogba o Kanouté son ejemplos de jugadores africanos a los que millones de niños en África quieren imitar. Desgraciadamente, y como bien se refleja en el documental de Suridh Hassan (‘Soka Afrika’) o en la reciente película de Miguel Alcantud (‘Diamantes negros’) al llegar a la tierra prometida se encuentran con personas que se aprovechan de las ilusiones de esos niños para sacar provecho de ello, endeudando de por vida a familias, y dejando abandonados como perros a aquellos chavales que o bien se lesionan o bien no cumplen con las expectativas.
Tony Baffoe, ex capitán de la selección de Ghana, reconocía en un excelente artículo de Dan Mcdougall sobre tráfico de menores y fútbol en África, que «el tráfico de niños para jugar al fútbol es una realidad a la que todos debemos hacer frente». Baffoe entiende muy bien la situación, ya que en su país se concentran cientos de escuelas de fútbol ilegales que engañan a miles de chavales cada año con promesas de jugar en equipos europeos. Múltiples ONG como ‘Save the Children’ o ‘Foot solidaire’ ya denunciaron ante la FIFA estas prácticas. A sabiendas de esta situación, la propia FIFA obliga a los clubs, desde 2008, a no firmar contratos profesionales con menores fuera de Europa (como el Barcelona hizo con Messi a sus 12 años) Los equipos, en cambio, intentan burlar estas normas haciendo parecer que estos menores vienen para realizar estudios ficticios o les tienen trabajando hasta que cumplen los 18, cuando no les dan directamente pasaportes falsificados.
El caso de Dungai Fusini, en 1999, sacó a la luz de manera notoria el mercado ilegal de niños en el fútbol europeo, y en concreto en el italiano. Fusini salió de Costa de Marfil a sus 14 años en busca de cumplir su sueño de jugar en el equipo italiano del Arezzo. Fusini era un jugador que tenía una buena técnica, pero era frágil, con unas piernas como palillos debido a su desnutrición. Imposible que jugara en un equipo de alto nivel. Durante el periodo de pruebas con el Arezzo no fue escolarizado ni aprendió idiomas, dormía en un sótano de un restaurante y su horario de entrenamiento era de auténtico esclavo. Al final huyó de todo esto y un mes más tarde fue encontrado por las autoridades italianas malviviendo debajo de un puente. Las cifras entonces en Italia eran alarmantes, en el año 2000 se inscribieron a más de 5.000 menores extranjeros de entre seis y dieciséis años en las categorías inferiores de los clubs. El caso Fusini llamó a la conciencia social italiana y el tráfico de niños acabó en el Parlamento Europeo y en el Senado italiano, donde se celebraron juicios y se produjeron encarcelamientos.
La pobreza y los deseos de una vida mejor son los alicientes que empujan a estos chavales a la boca de lobos sin escrúpulos. La fama, en realidad, es lo de menos. Jean-Claude Mbvoumin, ex internacional de Camerún y fundador de Culture Foot Solidaire ha vivido en sus carnes todo esta situación. Él fue uno de esos miles de chavales que vinieron a Europa siguiendo un sueño. Y cuando llegó a profesional se encontró en las calles de Paris con chicos que vagaban por las calles víctimas de este tráfico encubierto de menores. Tras ofrecerles ayuda y escuchar sus casos, decidió pasar a la acción y fundó esa organización que trata de ayudar a estos jóvenes y, también concienciar a la sociedad y al mundo del fútbol europeo de estos casos de tráfico de menores. “No hay que matar los sueños, pero hay que ser realista”, afirma Mbvoumin, consciente de la fauna que se mueve en el mundo del fútbol, los agentes piratas y los clubs avariciosos. Sólo con una buena información pueden luchar contra estos casos de esclavitud en el siglo XXI.