Yo sueño con ser escritora. O astronauta y escribir en la Luna, que es más o menos lo mismo. Tener una casa blanca en la playa con aleros y cerco de madera, un caminito de acceso que de unas vueltas antes de llegar a la puerta; un amor en el historial, un baúl con fotos, sobres con estampillas, cartas amarillentas y rosas disecadas dentro de algún libro. Y por qué no poder guardar mis propios recortes mecanografiados en cajas de colores etiquetadas según los periodos, el lugar y los humores. Un camino marcado hasta la playa y el faro divisándose a la distancia.
Ir y volver de la vida en una camioneta verde aparador como el color de la cocina de mi abuela, una Apache original, dura y testaruda –en funcionamiento, claro- con el techito blanco donde se apoyen las nubes en las mañanas tupidas de niebla.
En la ciudad, poder cobijarme en una casa antigua, de esas con ventanas y puertas muy altas de madera noble y pesada, con postigos metálicos color verde oscuro, cielorrasos más altos aún, habitaciones con espacio para musas y mariposas. Una puerta interna metálica con vidrios de colores simulando vitrofusión; el sol entrando por éstos en las mañanas y tiñendo cada rayo de un color distinto hasta convertirse en un arcoíris dentro de la estancia. Tener un jardín de invierno, seguramente con muchas plantas del tipo enredaderas, y otras tantas que desconozco porque no he tenido tiempo de incursionar en el tema. Los pisos mosaicos con dibujos extraños y antiguos. Yo misma sería una versión vintage de mi misma, en esa casa en donde soy escritora según el sueño más próximo de mi pasado.
El salón principal: una gran habitación iluminada con pareces revestidas con algunos libros de portada dura, hojas amarillentas y letras doradas impresas en el lomo. Luminaria colgante y pesada. Infaltable una escalera de madera, olor a sándalo dulce, mantas pesadas y coloridas, un escritorio lo suficientemente imponente como para retenerlo a uno mientras duran las excursiones a países desconocidos con personajes extraños salidos de nuestra mente. Escuchar el “clic clic” de la máquina de escribir mientras los leños y los dedos crujen … y afuera es pleno invierno.
Pulular con provisiones y chocolate por los caminos y las letras. Una maleta celeste y un solo vestido para viajes cortos a pueblos vecinos, coleccionar música y postales de cada lugar, apuntar sonrisas y miradas, aprisionar historias y anidarlas con una cinta color naranja. Tomar fotos para observarlas en blanco y negro varios años después.
Hacer una lista, de esas que uno escribe algunos años en los que sueña más que otras otros. Una lista como la del mercado, pero con alimentos para el alma. Y al final de mi lista, dejar este recorte mecanografiado. Quién dice que el universo no tenga algo para hacer al respecto.
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