Novedades en el mercadeo del DVD para este ferragosto en las cuales participo poniendo letra a unos libretos ilustrados de esos que hacen que las cajas pesen un poco más. Por un lado las novedades mensuales para las colecciones de El Corte Inglés, esta vez dos clásicos silentes de Josef Von Sternberg -La última orden y Los muelles de Nueva York, las cuales se unen a la ya comercializada La ley del hampa- y por otro el descubrimiento mayúsculo por parte de Absolute Ediciones de la furibunda The Sadist, una oscura pieza de culto de 1963:
Los muelles de Nueva York. Los Imprescindible del Cine Mudo / ECI
*¿Es Los muelles de Nueva York un film negro? Contestando con un “depende”, uno no se arriesga a quedar en evidencia y deja lo enigmático como explicación. Pero, en realidad, “depende” sí que es la contestación correcta. Si uno toma “lo negro” en un sentido estricto, como un género codificado, raramente el film de Sternberg entraría en la categoría más allá de lo tangencial. Pero si, en cambio, piensas en “lo negro” como un supragénero, entonces sí se englobaría. “Lo negro” como “sensibilidad”. Más allá: un medio líquido que adopta la forma de su contenedor sin perder sus propiedades.
Los muelles de Nueva York es, entonces, una película de “sensibilidad negra”. No solo por la presencia del crimen, sino por geografía –física y metafísica- y atmósfera -plástico, vital y dramática-. Pero, a su vez, es una película que intenta superar su negritud, o más bien el componente base de esa negritud: la fatalidad.
En 1928, año de realización de la película, el crítico de La revue du cinéma Roger de Lafforest escribía, para el número 1 de esta publicación, un artículo bajo el título “A favor de la noche”, donde exponía fervorosamente: “El crimen es el resorte más poderoso del cine. El amor no lo es. El amor hace pensar en literatura. La buena gente conoce el amor, pero no conoce el crimen. El asesinato les transporta a un mundo misterioso que solo entreveían a partir de la sección de sucesos de los periódicos; el asesinato es lo incomprensible, lo imposible, que de repente se hace realidad ante sus ojos, sin perder nada de su misterio (…)”.
2.2. Hollywood, Francia.
El cineasta había comenzado su carrera recibiendo unas influencias diferentes al naturalismo americano, con el cual, en esta época de finales de los 20, se le identificaba de modo erróneo. En 1915, formaba parte, en distintos cometidos, de la pequeña empresa World Film Company, establecida en Fort Lee, Nueva Jersey. A cuenta de la Gran Guerra, la industria norteamericana comenzó a recibir la primera oleada de inmigrantes del cine. En la World reclamaron a un puñado de franceses comandados por Maurice Tourneur -padre del también realizador Jacques Tourneur-, Léonce Perret, George Archainbaud, Albert Capellani, Lucien Andriot o Émile Chautard, a quien Sternberg cita como mentor en su libro de memorias, de 1965, Diversión en una lavandería china.
De este modo, entró en contacto directo con una serie de cineastas de sensibilidad simbolista y pasión experimental –filmes de Tourneur comoThe Blue Bird o Prunella fueron rodados en los estudios de Fort Lee, aunque no distribuidos por la World, sino por Famous Players-Lasky, la Paramount antes de ser la Paramount-. Es decir, Sternberg tuvo un aprendizaje juvenil que bien
pudo conectarle con su herencia europea, forjando esa insólita mixtura entre lo americano y lo continental que domina su filmografía, convirtiendo sus películas USA en fantasías de europeo decadente y sus películas extranjeras en alucinaciones de norteamericano de excitada imaginación.Curiosamente, cuando Maurice Tourneur regresa a Francia filma un policial, Au nome de la loi(1932), con el que lleva el seco estilo USA al país galo (¿podemos hablar de un proto-polar?). Y es que las contaminaciones entre el cine norteamericano y el francés dentro del género comienzan pronto, muy pronto.
Unos años antes de Los muelles de Nueva York, Jean Renoir se remite al Von Stroheim de Avaricia para adaptar a Zola en Nana (1924). El naturalismo cinematográfico norteamericano engendra el naturalismo cinematográfico francés, como antes el literario de Francia había engendrado el literario USA. Y a modo de vínculo irrompible, Émile Zola, a quien Renoir regresará una y otra vez, y si no a él, a sus continuadores, como a Georges de la Fouchardière en La golfa (La Chienne, 1931). No resulta extraño que Fritz Lang realizara dos remakes del Renoir naturalista: en 1945, Perversidad (sobre La golfa) y, en 1954, Deseos humanos (sobre La bestia humana); ambos comparten un pesimismo atroz cuando se asoman a las cercanías de la negritud.
Antes las audacias nocturnas, la sensibilidad negra en pantalla, quedaba para los antihéroes populares del folletín cinematográfico, para el Louis Feuillade de Fantomas o Las Vampiras, por ejemplo. El naturalismo, el cine duro americano y los directores inmigrantes o retronados, abren las puertas de lo negro en Francia.
De esta manera, si la sensibilidad francesa había prendido en Sternberg y se había mezclado con el naturalismo para dar como resultado algo distinto, aún con componentes reconocibles, no resulta demasiado descabellado ver, desde principios de los 30, el halo melancólico y la estilización atmosférica de Los Muelles de Nueva York en el naciente realismo poético francés.
Primero, Émile Zola, Georges Simenon y los autores de folletín, de Pierre Souvestre y Marcel Allain a Maurice Leblanc o Gaston Leroux, Fantomas, Rouletabille, Arsenio Lupin…. Luego, Marcel Carné, Julien Duvivier, Jean Grémillon y el rostro-estilo de Jean Gabin. El mismo fatalismo, “¡Fatalitas!”, que gritaría el Chéri-Bibi de Leroux, pero distinta poética. El realismo poético se mira en el esteticismo del Von Sternberg de Los muelles de Nueva York -por ejemplo, el uso de las sombras difusas y las ondas del agua para expresar el intento de suicidio de Mae tiene más de onírico que de recurso expresionista- convirtiéndolo en retórica formal a la cual satura de texto literario para recuperar el melodrama en una clave donde “los sueños de felicidad siempre se convierten en pesadillas. La poesía no es más que un réquiem. Niebla, lluvia, personajes sórdidos, lo llenan todo de un carácter opresivo y turbio (…) una estética onírica y angustiosa habita en sus imágenes” (Nöel Simsolo, El Cine Negro). Es un Sternberg sin ironía, no hay delirio, sino lobreguez. Europa se impone sobre América en este tratamiento negro de un melodrama existencial que pronto será polar.*
La última orden. Los Imprescindibles del Cine Mudo / EC
*1. “Al ser una autoridad distinguida de Hollywood, me resultaba mucho más difícil describirlo sin los consiguientes toques de realismo. Me gustaba más la Revolución Rusa, porque me proporcionaba la libertad necesaria para usar solo la imaginación” Josef Von Sternberg. Diversión en una lavandería china. Memorias.
La ficción es un caleidoscopio que nos devuelve nuestro propio ojo. Cuando uno entra en ella corre un peligro similar al de los espías atrapados en guerras de espejos. Lo real se disuelve entre simulacros e imágenes rebotadas. La inmersión que Von Sternberg propone en La última orden, metaficción antes de que semejante concepto fuese planteado, profundiza más allá del “cine dentro del cine”. Más allá de los ribetes pirandellianos que puede ofrecer en sus últimos veinte minutos. El Gran Duque Alexander es una recreación viviente, la imagen de una idea dada, tanto desde dentro como desde fuera de la ficción, por tres responsables; dos reales, Josef Von Sternberg y el mercurial Emil Jannings y otro recreado, el falso director ruso Andreyev, al cual interpreta William Powell, a su vez trasunto del mismo Sternberg.
La película es la gran puesta en escena de sucesivas puestas en escenas. Un encadenado de ficciones. La metáfora de los espejos toma cuerpo desde el momento en el cual somos introducidos en el largoflashback mediante la imagen reflejada de Jannings, avejentado y comido por la perlesía. Del mismo modo, ese reflejo nos devuelve a la realidad del Hollywood de 1928.
Hay una especie de encantamiento en ese espejo que le permite a Von Sternberg sumergirse en una Revolución Rusa imaginaria. Es un elemento esotérico que bien permitiría acercar el sentido del cine de este director a una concepción mágica del mismo. Su obsesión por los objetos, de índole fetichista incluso, como medios narrativos, también tiene un algo de taumaturgia. Antes del espejo, una pequeña medalla que el Zar regaló al Duque anuncia el pasado, lo invoca.
En el cuerpo central del film aparecen ya revelados componentes delirantes, eróticos, folletinescos y psicológicos que conocerán ampliación en su ciclo de películas junto a Marlene Dietrich; la primera de ellas El ángel azul (1930),en la que comparte protagonismo con un Emil Jannings de parejo patetismo al aquí exhibido -es oportuno recordar aquí que, porLa última hora, Jannings obtuvo el primer Oscar de la Academia al mejor actor en 1928-. Aun así, durante su época silente, Von Sternberg no saltará por completo al abismo del cine-delirio, manteniéndose en los márgenes del melodrama, enriquecido por toda una serie de sofisticados componentes narrativos de carácter experimental.
Si Von Sternberg abominaba de la realidad era para crear una propia: la de la imaginación. Para el cineasta, en su profundización en la abstracción barroca (una de las múltiples características compartidas con… Sergio Leone) la imaginación es otro plano de la realidad. Un mundo tan válido como el tangible, ya que pertenece por igual a la experiencia vital. En el momento en el cual, y tanto da la consciencia o inconsciencia, estamos imaginando algo, soñando con algo o recordando cualquier cosa del pasado, para nosotros es perfectamente real. La memoria es un material extremadamente dúctil y pregnante. Cuando recordamos, reinventamos; imaginamos y construimos a medida una realidad formada por préstamos, esbozos tomados de otros, imágenes que hemos visto y a su vez manipulado… la memoria es una película; una ficción que durante el momento del recuerdo es real. Y es real porque la conforman experiencias. La memoria y el cine comparten un doble naturaleza mágica: la de fabricar la realidad y la de influir sobre ella.Así, el recuerdo de una experiencia, su reconstrucción memorístico-imaginaria, se convierte en una experiencia por sí misma, más real incluso que la vivida, capaz de matizarla o hacérnosla comprender al poder ser manipulada/vista desde multitud de ángulos. El caleidoscopio en el ojo, de nuevo. El cine es un ojo mecánico, o una moviola-ojo, capaz de perpetuar y
reproducir el recuerdo y la imaginación. Un simulacro de memoria sostenido por medios antinaturales, objetos y procesos que, en muchos aspectos, resultan por completo fantasmáticos e incomprensibles para el profano, una fusión mística de tecnología y nigromancia.Más claramente expresado, y directamente aplicado sobre La última orden, por Sybil DelGaudio en su excelente Dressing the part: Sternberg, Dietrich, and Costume: “(…) le ofrece a Sternberg la oportunidad de yuxtaponer “verdad” (la memoria subjetiva del pasado) contra ilusión (la interpretación hollywoodiense de la verdad). La película dentro de la película le permite a Andreyev un entendimiento mejor de la historia a través del medio ilusorio del cine, y termina por condolerse con el patriotismo del anciano moribundo, algo que no podía “ver” mientras se encontraba involucrado en la verdadera Revolución. Aquí Sternberg explora la, a menudo engañosa, naturaleza subjetiva de la realidad en contraste con la capacidad del cine para crear su propia ilusión de realidad. De hecho, Sternberg siempre estuvo más interesado en la clase de verdad que el cine podía ofrecer de lo que lo estaba en la realidad misma, y a menudo expresaba su desdén hacia “el fetichismo de lo auténtico”.*
The Sadist. Los esenciales del cine negro / Absolute Ediciones:
*(…)Lo que James Landis nos presenta es un dúo de rednecks que retroalimenta sus neurosis y sublima su frustración mediante la ejecución caprichosa, y sin embargo sistemática, de la violencia como un ejercicio de superioridad que los convierte en thrill-killers: asesinos por emoción. Ello son Charlie Tibbs, un simiesco psicópata juvenil de ademanes espásticos y afilada astucia, suerte de James Dean infernal, y su novia Judy, una oligofrénica en perenne estado de excitación sexual que, en una idea de guión genial, nunca habla; solo susurra al oído de Charlie sus malévolas ocurrencias. Son eso que se llama la “basura blanca”, son los desheredados del sueño americano. Desechos. Para mayor sarcasmo ambos interpretados por la entonces parejita de la productora, Arch Hall Jr. y Marilyn Manning, que en una parodia contrahecha de su propia tipología natural rompen la imagen de sanotes all-american en beneficio de una mixtura perturbadora entre lo siniestro y los carnal.
Sus rehenes, en coherencia a un discurso subterráneo sobre el terror de clase instalado en la sociedad norteamericana burguesa desde mediados de los 50, son tres profesores, presumiblemente liberales, representantes del orden, fuerzas, en definitiva, del sistema a ojos de los asesinos. A partir de esta dicotomía los que se plantea no es una ejecución; es un prolongado ejercicio de sadismo donde la humillación es una forma tortuosa de retribución. (…)*
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