He pensado que, si dejo de escribir cada día, tal vez me salga un texto que pueda utilizar para algo. No me sé el nombre de mis flores favoritas, solo sé que son silvestres, de color añil y que siempre las recogía del campo cuando iba con mi familia. Antes le regalaba flores a mi madre, ahora solo nos regalamos palabras hirientes. Ahora, esas mismas flores nacen al margen de la carretera por la que circulo en bicicleta, con mi hermana unos metros detrás, y se elevan resquebrajando el asfalto, por encima del resto de hierbas. No hay atardecer hoy, solo una fina línea granate en el límite entre el horizonte y las nubes acerosas. El gris siempre ha sido un color triste. En mi pueblo, veo un tejado que me recuerda al de los edificios modernistas, con las tejas barnizadas y pintadas de diferentes colores, amarillo y azul.
Pienso que, si me concentro, conseguiré ver cosas nuevas cada día. Me imagino sus labios juntándose con los míos y, si cierro los ojos, puedo casi sentir su roce, su saliva, su calor. Puedo sentir mis lágrimas de felicidad resbalando calientes por las mejillas, su áspero pulgar recogiéndolas y después su cabeza apoyada en mi hombro, siendo a la vez quien consuela y quien es consolado.
Luego pienso que él no sabe el nombre de mis flores favoritas, pero también desconoce su aspecto, así como tantas otras cosas. No sabe que quizá tendré que volver al trabajo pronto, que algunas noches (pocas) lloro por él, que me compré un jabón para limpiarme la cara, que la abuela está mal, que no les cuento a mis padres casi nada sobre él para que no le cojan manía, que me siento sola.