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Escrito sobre el viento (Written on the Wind, Douglas Sirk, 1956): una pesadilla americana

Publicado el 17 marzo 2025 por 39escalones
Escrito sobre el viento (Written on the Wind, Douglas Sirk, 1956): una pesadilla americana

En los créditos de inicio de esta imprescindible película de Douglas Sirk, cineasta identificado como el «maestro del melodrama» conforme a los clichés y lugares comunes más extendidos, se establece de manera diáfana cuáles son los tonos y formas narrativos que emplea, y también su estilo visual: mientras suena la melosa canción Written on the Wind, de The Four Aces, compuesta por Sammy Cahn y Victor Young (aunque la partitura de la banda sonora del filme es obra de Frank Skinner), las imágenes bajo los amplios letreros muestran a Robert Stack al volante de un deportivo, en evidente estado de ebriedad, atravesando desoladas avenidas salpicadas de estaciones petrolíferas de bombeo, hasta que llega a la mansión familiar de los Hadley (su nombre coincide con el de la ciudad donde viven, sin duda, un eco del tiempo de los pioneros en el que las localidades solían tomar el nombre de sus fundadores o máximos benefactores); una vez allí, la cámara busca, a través de las ventanas (la importancia simbólica de las ventanas en la película solo es comparable a la que adquieren los espejos), a quienes a esas altas horas de la noche tormentosa acaban de acostarse o apuran agitados las últimas horas de vigilia y se sorprenden por la escandalosa irrupción del recién llegado (un chirriante frenazo, una botella rota contra la pared, un sonoro portazo…). Algo después, un disparo, un hombre tambaleante sale al exterior y se desploma en el porche. Dentro de la casa, la corriente que entra por una ventana abierta remueve las hojas de un calendario de mesa, que pasan hacia atrás y se detienen en un día de octubre, unos meses antes, el principio del fin. Este comienzo sanciona así las reglas del juego, temáticas y visuales, que van a regular toda la historia: las grandes pasiones ocultas llevadas al límite de lo soportable; la imposibilidad de una comunicación real entre personajes que arrastran conflictos soterrados; la espléndida estética colorista, casi irreal, que proporciona el tratamiento fotográfico y lumínico de Russell Mety; los escenarios divididos en distintos niveles (una mansión estructurada entres plantas: la de arriba, la de los ricos; la de abajo, la de los criados negros; la central, la única en la que coinciden); la abundancia de elementos de puesta en escena con contenido simbólico (en cuanto a la imagen y lo cinematográfico, como las ventanas y los espejos ya mencionados, o a lo narrativo, a menudo con valor metafórico sexual, como los coches, las armas, los cuadros o las reproducciones a pequeña escala de las torres petrolíferas); finalmente, como resultado de estos últimos, las lecturas alegóricas que conectan los problemas particulares de cuatro personajes encerrados en sus dramas de clase con la situación política y social del contexto estadounidense de la presidencia de Eisenhower, un tiempo de prosperidad económica y hegemonía mundial en peligro debido a sus dificultades para adaptarse a los nuevos tiempos que se anunciaban para la década siguiente.

El disparatado nudo central del drama es lo que menos cuenta en esta historia construida a golpe de sobreentendidos. Como es habitual en este género de exageraciones sentimentales, apetitos exacerbados y traumas maximalistas basados en auténticas pequeñeces, el punto de arranque es una historia de amor vertiginoso, montado a tres bandas, en apenas unas horas: Mitch Wayne (Rock Hudson), ingeniero de las industrias petrolíferas Hadley y amigo íntimo de la familia, se enamora en dos minutos, pero para toda la vida, de Lucy Moore (Lauren Bacall), secretaria de uno de los ejecutivos, y la recluta para ir en busca y captura del cachorro Hadley, Kyle (Stack), playboy irresponsable y vividor que dilapida la fortuna familiar y es presencia recurrente en las crónicas de chismes, que anda de borrachera por los locales de Nueva York en compañía de dos damas de moralidad dudosa. Si el enamoramiento de Mitch es inusualmente acelerado, el de Kyle es instantáneo; le bastan décimas de segundo, no solo para encandilarse de Lucy hasta las trancas, sino que diseña un plan propio de su manera de entender los negocios –trumpista, se diría hoy- que incluye una escapada súbita a Miami, sin pasar por casa ni por la oficina, para seducir y atrapar en sus redes a la apetitosa secretaria, en principio reacia pero, a golpe de exhibicionismo capitalista, cada segundo más propicia. Mitch se apunta al carro, un poco por gregarismo habitual hacia las actividades de Kyle, y también porque desea comprobar si Lucy es la mujer que él cree que es, una criatura sensible, inteligente e íntegra distinta a las mujeres que suele frecuentar su amigo ligón, dispuesta a mandarlo a hacer puñetas, o si, como teme, va a resultar decepcionado con un devenir de las cosas menos favorable a sus propios intereses amatorios. Arranca así la aparente estructura central del drama, los deseos insatisfechos no realizados: Kyle no puede darle un hijo a Lucy (pero, sobre todo, a sí mismo), Lucy no puede evitar la angustia vital de Kyle y su retorno a la mala vida, Mitch no puede tener a Lucy, y Marylee (Dorothy Malone), la díscola y frívola hermana de Kyle, que ama a Mitch, tampoco puede consumar su objeto de deseo y se entrega a toda clase de aventuras sexuales y etílicas prácticamente con el primero que pasa. Tinglado de emociones y ambiciones cruzadas, carne de culebrón, inconsistente sensacionalismo sensiblero si no fuera acompañado de toda esa estructura simbólica que articula el discurso a partir de determinados planteamientos de guion y de su correspondiente plasmación visual, y que hacen elevarse a la película, tanto en su argumento como en su plástica, a la estatura de los grandes clásicos cinematográficos del Hollywood del siglo XX.

Donde el guion de George Zuckerman, que adapta la novela de Robert Wilder, no alcanza, llega de sobras el talento de Sirk en la dirección para sugerir allí en lo que no basta con mostrar. Así, encontramos una familia deconstruida debido a la prematura desaparición de la madre: el gran magnate Hadley (Robert Keith), de esos hombres hechos a sí mismos que proclaman tanto la cultura de los emprendedores estadounidenses como el mito del sueño americano (y que responde a un perfil cercano al del propio Eisenhower), no logra dominar los instintos autodestructivos y poco complacientes, con él como padre pero, sobre todo, con los mandamientos de los negocios, de sus hijos, ambos dedicados a la buena vida, sin implicarse en las responsabilidades adultas (buenos trajes, mejores vestidos, excelentes coches deportivos, fiestas y viajes, desmesurada afición a la bebida y a los placeres carnales, compañías esporádicas e intercambiables, y, en particular, abierto desdén hacia la figura de la autoridad paterna); en cambio, Mitch, el hijo del amigo «pobre» pero noble, el espíritu puro, el auténtico emprendedor americano, es cabal, sensible, profesional, trabajador, responsable y cumplidor, además de ser experto en sacar a Kyle de líos aunque en ocasiones al alto coste de suplantarlo en la autoría de sus fechorías y cargar con las culpas, tal es su amor por su amigo. Mitch es el amable y el sensato, la cabeza pensante, el temple y la determinación, el tipo digno de confianza, el hijo adoptivo que Hadley no puede tener, el hermano que Kyle en el fondo no desea y al que envidia, el amante que Marylee ansía y se le escurre entre los dedos desde que eran niños y ella pensaba que estarían juntos para siempre. Mitch les pertenece, en cierto modo, y así lo subraya el vehículo que conduce, un sedán de lo más corriente, nada que ver con los sofisticados y coloridos vehículos de los Hadley, llenos de cromados relucientes, solamente un coche negro… con el logotipo de las empresas Hadley en la puerta, sello de calidad, marca de autoridad (y de sometimiento) de Mitch. Por su parte, Lucy, habiendo perdido al Kyle que ella misma había contribuido a cambiar, se desploma en la más absoluta soledad a pesar del estado de confort que, una vez disuelto el brillo inicial, ya no sirve para sostener su espejismo de felicidad. Los personajes ilustran así la idea básica del guion, absolutamente contraria a la mercadotecnia política y económica de su tiempo: el bienestar no puede comprarse con dinero ni con posesiones, por más abundantes que sean. Un discurso que desactiva el leitmotiv de la prosperidad estadounidense del momento: el consumo. Realizarse comprando, poseyendo cosas y, por extensión, aprovechándose de sus más bajos instintos, también personas. Kyle y Marylee creen que pueden comprar personas y, por lo que respecta a Lucy, Kyle está en lo cierto, mientras que su hermana sufre duramente su equivocación. Mitch, por su parte, cree que Lucy es como él, que no se dejaría comprar, y su error lo llena de decepción y resentimiento. El resultado, cuatro personajes frustrados porque no pueden satisfacer su deseo, y que por ello se autodestruyen, se amargan o intentan huir.

El concepto de posesión tiene una evidente connotación sexual -los amores súbitos como coartada narrativa del deseo carnal- fundamentada en el arte de la sugerencia que emplea Sirk gracias a la puesta en escena. Presencias y ausencias de, una vez más, elocuente valor simbólico (armas de fuego, plataformas de bombeo, vehículos, botellas de alcohol…): Kyle y Marylee, lo mismo que Mitch, han crecido sin madre. Marylee, además, lo ha hecho en abierta oposición a la autoridad paterna. Todos proyectan en sus deseos esa carencia básica, intentan cubrir esa necesidad afectiva crónica. La riqueza de niveles de lectura y de alusiones veladas encuentra su epítome en una espléndida secuencia, síntesis de la inmensa capacidad de Sirk para aunar en un solo instante múltiples significados: una vez desaparecida la figura del padre (majestuosa secuencia la caída por la gran escalera; nuevamente plena de valor metafórico), un leve contrapicado muestra a Marylee ante la mesa de su despacho, del gran centro de operaciones de los negocios de los Hadley; mientras Mitch y Lucy se suben a un coche (es decir, reencontrándose fuera de la gran mansión), Marylee lamenta la pérdida de su padre llorando a moco tendido sentada en su silla, ante su mesa, bajo su retrato, y mientras acaricia lastimera otro símbolo de doble lectura: la maqueta de una torre de extracción de petróleo.

La estructura de flashback no resta un ápice de interés a la construcción dramática del filme, a pesar de que el espectador puede hacerse una rápida composición de lugar y una previsible proyección del final, porque no es el argumento dramático lo que importa, sino la meticulosa exposición de su significado alegórico. La conclusión, en la que Marylee oscila entre la obsesiva, enfermiza, caprichosa e infantil actitud de Kyle y la juiciosa, honrada e íntegra personalidad de Mitch, el hombre que ama en el momento justo en que debería demostrarlo, puede entenderse tanto como una forma de contentar al Código de Producción aún vigente como una rendición incondicional ante la tesis de la película, la insuficiencia de la riqueza para proporcionar la felicidad. Y esa imagen de Marylee, en el despacho de los Hadley, sobrevenida cabeza de familia, llorando su soledad mientras toma asiento en el trono de un imperio (¡¡una mujer, en 1956!!, y es que tanto ella como Lucy son autónomas, toman ellas mismas todas las decisiones que las llevan a sus respectivos fracasos), es la más ilustrativa representación de esa idea de la América profundamente desdichada, ultraconservadora y neoliberal, en los cincuenta, en los ochenta, hoy, tan pobre que solo tiene dinero.


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