Revista Cultura y Ocio
Una hora antes del comienzo del España-Italia, caminaba por un semidesierto Paseo de Carros de El Retiro con paso calmo cuando algo llamó mi atención. Entre los huecos, el silencio y el aburrimiento de muchos escritores sin lectores que requiriesen su firma, había una caseta donde un elevado número de personas se agolpaba frente al mostrador. Me dio la impresión de que regalaban algo; una antología poética, un plato de paella, una bolsa reciclable… Me acerque a curiosear y enseguida me di cuenta de lo que estaba sucediendo: una editorial de esas de copago, anunciaba su libro estrella con llamativos carteles. La autora, una señora bien entrada en años, y también en carnes, profesora de secundaria y residente en Madrid, según pude ver en la contraportada, estaba presentando su libro de relatos. Alumnos, familiares directos, familiares políticos, primos lejanos, amigos de la infancia, miembros del club de los sesenta. Todos los conocidos de la autora se habían congregado allí para celebrar el lanzamiento de su primer libro como una auténtico acontecimiento. Había tanta gente frente a ella que quienes querían fotografiarla, que eran legión, tenían que alzar las cámaras por encima de las cabezas de la muchedumbre. La señora, excitada, alterada, emocionada, no paraba de recibir besos y de exclamar “¡qué alegría, qué felicidad!”. Hubo gente que adquirió varios ejemplares y un rato después la pila de libros había desaparecido del mostrador. En la caseta de al lado, el mediático Javier Sierra, con apenas un par de lectores esperando su firma, no daba crédito a lo que estaba sucediendo en la librería vecina. El acontecimiento, insólito para mí, me hizo reflexionar:
Esta señora, esta autora, nunca tendrá una reseña en un blog de crítica, ni saldrá en Babelia, ni en El Cultural, ni en Qué Leer. Su obra no será estudiada en las universidad ni, por supuesto, pasará a la historia (lo sé porque me dio tiempo a leer un capítulo en diagonal. Fue suficiente), pero a pesar de todo, venderá más ejemplares durante la Feria que muchos autores literarios de éxito. Porque éstos son nombres sin rostro, son sólo un sello, una marca de autor que, vista en una mesa de novedades, resulta importante. Pero sus caras no suelen ser populares para el gran público (a menos que salgan en alguna tertulia de la tele) y algunos de ellos pasan las horas en la Feria charlando con el librero, pues apenas firman libros. En cambio, esta señora, desconocida en el mundillo del libro, sin ninguna ambición por desarrollar una carrera literaria, sin pensar demasiado en la evolución de su estilo, sin expectativas de fichar por la agencia de Carmen Balcells, funciona en la Feria mejor que Javier Marías y Muñoz Molina juntos. ¿Por qué? Porque para ella y su familia el hecho de publicar un libro, independientemente del resultado, ya lo es todo; es un acontecimiento que ellos convierten en fasto.
Y estos autores, junto a los mediáticos, son ideales para la Feria, pues sus lectores apoyan a la persona, y no al autor. Los otros, los literarios, pueden ir a la Feria, claro, y estar en contacto con algunos lectores, e incluso disfrutar de ello, como hago yo, pero, creo, funcionan mejor en las librerías y los medios especializados. Aquel es su terreno, su hábitat natural, el lugar donde se defienden de los escritores con rostro. Porque, parafraseando a William Gaddis, “los escritores deben ser leídos y no vistos”. Y porque, como escribió Vila-Matas hace poco en un artículo de El País, “en el preciso instante en que los escritores empezaron a ser vistos, se malogró todo”.