Revista Opinión

Escuchando a Bill Evans

Publicado el 31 agosto 2015 por Jcromero

Escribir sobre jazz es como intentar explicar una mirada. No basta con decir que es triste, alegre, cálida o fría. En todo caso, no se trata de reiterar lo escrito. Hace tiempo que pretendo escribir sobre un pianista, sobre su música; abandono cuantas veces lo intento. Incapacidad; la papelera repleta de desechos y palabras desgastadas de tanto uso. Sugerencias desperdigadas por el escritorio. Hay elementos suficientes: una música magnífica, una fotografía y una risa. Se trataría simplemente de conjugar esos tres elementos.

Pese a ello no lo consigo. Será que estoy perdiendo, si alguna vez la tuve, la facultad de escribir. ¿Estaré perdiendo también otras facultades? Opinar tecleando en el ordenador es fácil; usar palabras para narrar lo que transmite la música resulta más complejo aunque tal vez tuviera razón Boris Vian: Si a todo el mundo le importa el jazz un c…, se puede escribir sobre jazz sin mayores consecuencias. Entre la relativa importancia del jazz y la nula repercusión de lo que aquí se pueda escribir, debería lanzarme y cumplir con el propósito marcado.

Es fácil escribir sobre su historia. Cuentan que el jazz evolucionó del folclore a la diversión o simple evasión para sobrellevar la supervivencia, que pasó de las calles a los garitos y de estos a los salones de baile para volver a los clubs. Cuentan que se convirtió en espectáculo y en producto comercial y que, con demasiada frecuencia, se convierte en marca para etiquetar cualquier cosa. Dicen que evolucionó de la improvisación a las partituras para disgusto de los puristas que, como fieles conservadores, se mostraron agrios y despectivos. Si por ellos fuera aún estaríamos en los tiempos de los madrigales o sonatas para flauta y clave.

No resulta fácil escribir sobre jazz. Ser aficionado, escuchar o leer cuanto encuentres no es suficiente. Tengo en el escritorio una fotografía de Bill Evans: los ojos cerrados, la espalda encorvada, el cuerpo que parece sumergirse en un mar de teclas. Es la simbiosis del hombre con su instrumento; persiguiendo —¡acaso encontrando!— la perfección. Se atisba en la composición el afán del estudioso que indaga sobre el origen y creación de la música, que busca la belleza entre las cuerdas y bajo las teclas del piano. ¿No lo he dicho? En el reproductor suena Porgy (I Loves You, Porgy). ¿Los músicos? Bill Evans, Scott LaFaro y Paul Motian. Hay nombres que lo dicen todo. La grabación, en directo, corresponde a las sesiones en el Village Vanguard, junio de 1961. Debería ser suficiente. Todos los grandes pasaron por ese club y muchos de ellos colocaron la etiqueta “Live at the Village Vanguard” o similares en su discografía.

Mientras suena I Loves You, Porgy se escucha el ruido de fondo del famoso club: conversaciones ajenas al momento creativo, murmullo de voces envueltas en humo y olor a whisky que escribiría el cronista. Se agradece, que se mantenga ese sonido ambiente. Un sonido que transmite vida y profundidad; un eco, un murmullo que, en ocasiones, tratan de imitar los baterías con sus escobillas. Es la música que, emergiendo entre las conversaciones, invita al silencio. Entre sus últimos compases suena una risa. La poesía y el lirismo del grupo contrastan con la indiferencia de la mujer que ríe. ¿Cuidado con esa risa? ¿Cuidado con ser feliz? Es cierto que desconcierta y que muchos, al escucharla en ese preciso instante, recordarían aquello que Umberto Eco pusiera en boca de cierto monje en El nombre de la rosa: «La risa es un invento diabólico» .

Es lunes, escucho a Bill Evans


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