Desde que hace tres semanas se aprobara en el Congreso la nueva Ley de Educación, sólo he escuchado críticas, visto lazos naranjas y #StopLeyCelaá. Los primeros días aun no me había dado tiempo a leer nada oficial, y de lo que me llegaba entendía menos: cierre de centros educativos de necesidades especiales (NEE), menos fondos públicos para los concertados y quitar el castellano como lengua vehicular (para que en Valencia las clases se den en valenciano). La primera medida me chocaba mucho, las otras dos me parecían estupendas. Me fui a hablar de lo humano y lo divino con una amiga, cuando vimos en la fachada del edificio de al lado un enorme lazo naranja. "¡¿Pero esto es por lo del cierre de los coles NEE?!", le pregunté escandalizada. "¡Qué va! La reforma simplemente dice que se va a dotar de más recursos a los públicos para que sean inclusivos, pero los NEE van a continuar estando...", y me invitó al café y al bizcocho de calabaza.
Entonces entendía menos: ¿Por qué tanta protesta? ¿No queremos que los niños con discapacidad estudien con niños sin discapacidad? ¿No queremos una igualdad REAL de derechos entre personas con y sin discapacidad? Pues para eso se debe empezar desde pequeños. Viendo como a la compañera de pupitre le tienen que sacar el libro de la mochila y abrírselo por la página que toca; o cómo al niño que es más mayor que yo, le tienen que dar el almuerzo, porque sus manos no tienen la suficiente fuerza como para aguantar el bocadillo; cómo una tablet habla por otra compañera o que hay niños que en lugar de comer en el comedor, tienen que inyectarles la comida triturada con una sonda por el ombligo...
Tengo 26 años, y hubiera dado un mundo porque en mi colegio concertado hubiera habido alumnos con discapacidad. Para que Belén no fuera la torpona que tropieza, todos la miran y se muere de vergüenza, para evitar miradas desconocidas que parece que te desnuden; o para que (antes de ir en silla) cuando me cruzaba con niños en sillas de ruedas o implantes cocleares, no los mirara como si vinieran de marte... Recuerdo que a los 15 años, cuando me matriculé instituto concertado y de inclusión aluciné, ¡pero si todos deberían ser así! Un tercio de los alumnos tenían discapacidad, había un equipo de NEE que les ayudaban en las clases, a almorzar, ir al baño; había fisioterapeutas y logopedas. No era raro para nadie. (Hablo en pasado, pero en la actualidad sigue siendo así).
Hace un par de días leí este clarificador artículo, escrito por pedagogos terapéuticos, a raíz de toda esta polémica, y me gustó comprobar que cuentan lo mismo que dije en mi libro dos años atrás. Que todos los colegios deberían ser inclusivos (independientemente de si son públicos, concertados o privados; porque quien se lo pueda pagar me parece estupendo, pero quien no también lo merece), porque no se puede discriminar ni aislar a niños con discapacidad, pero entiendo que aquellos que tengan una afectación alta (que, por ejemplo, necesiten cuidados de enfermería o no puedan seguir el plan de estudios, ni siquiera adaptado) deberían poder ir a centros NEE.
El tema de que la inversión pública sea suficiente, ya es otro cantar.