Jeanne Herry demuestra una facilidad pasmosa para transmitir intensidad; estados de sentimiento tan directos, claros e inapelables que desarma hasta las defensas misántropas más preparadas. No le hacen falta giros ni complejidades de guión, revelaciones ni paradojas rebuscadas o perfectamente encajadas; le basta con centrarse en determinadas situaciones de la vida de la gente, escenas en las que cualquiera nos podemos encontrar de repente sin comerlo ni beberlo. Aunque creo que el secreto de su estilo está en el gran trabajo de anulación de la distancia que hace Herry: el espectador está tan cerca de los personajes que sus palabras y sus reacciones nos involucran empáticamente, y es entonces cuando no basta con ponerse a tragar saliva como un poseso (como hacemos siempre que nos pillan desprevenidos). Y si no, que se lo digan al equipo de rodaje de En buenas manos (2018), que estropeaba las tomas cada dos por tres por los continuos sollozos que les provocaban las situaciones ficticias que estaban filmando y sin embargo les conmovía como realidad. En este caso hay que decir que el tema --la adopción de niños no deseados a través de los servicios sociales-- predisponía sin duda, pero el trabajo de guión y dirección esplenden cuando termina la película y comprendes que sí, que tal vez la directora ha cargado las tintas, pero en lo básico no se ha pasado de frenada ni ha caído en tópico y/o amaneramientos.
Ahora le ha tocado el turno a la justicia restaurativa, una rama de la justicia tan embrionaria como desconocida y cuestionada por la mayoría. En este enlace tienes una definición enciclopédica de la que puedes extraer los conceptos básicos, pero si ves la primera escena de Las dos caras de la justicia (2023) comprenderás de forma sencilla e instintiva de qué se trata en la práctica cotidiana, además de quedar irremediablemente enganchado al filme.
Al igual que En buenas manos, no se trata de un cine que explota ciertos dilemas morales ni una aséptica didáctica de los procesos judiciales al estilo de El acusado (2021), sino ante una exposición cotidiana, cronológicamente ordenada --quizá idealizada lo justo-- de cómo se prepara y se intenta obtener el clima propicio para algo muy difícil de lograr a la vez: la redención de la culpa para los reclusos y la superación de los traumas para las víctimas. Se intenta con delitos comunes (como los robos), pero también con sucesos incómodos en los que es difícil no sentir repugnancia o deseos de decantarse en uno de los bandos. Dos tramas, personajes esbozados con sencillez y lo justo para expresar lo que necesita el filme: fomentar la empatía y, de paso, mostrar cómo es posible mejorar el mundo. Sin paternalismos, sin impugnaciones revolucionarias, sin jerga de expertos... Se trata de plantar la cámara y dejar que lo que sucede en la pantalla nos atrape por su autenticidad y sinceridad.
El cine de Herry me parece una digna --e inusual-- reivindicación de lo público, de todas esas instituciones y direcciones generales que habitualmente vemos como devoradoras de recursos sin retorno, las cuales --a pesar del descrédito y de los tópicos sobre el funcionariado y el mercadeo político-- presentan una versión modélica de su voluntad de servicio: restaurar heridas, ayudar a las personas a retomar sus vidas. Que sí, que la película se limita estrictamente a un relato funcional, directo y sin los inevitables tiempos muertos y rodeos que la realidad impone, pero es que de otra manera estaríamos hablando de una ficción comercial, más o menos interesante, más o menos progresista, más o menos entusiasta; pero en ningún caso tan conmovedora como esta. Y si además salimos de la película renovando (aunque sea levemente) nuestra fe en el género humano, pues me parece suficiente y mucho...