Mi abuela. Barcelona, 2014. expatriadaxcojones.blogspot.com
Se llama Josefa. Tiene noventa y cuatro años y es mi abuela. La madre de mi padre. O lo que queda de ella. Hace un par de años le diagnosticaron alzhéimer y la enfermedad la está borrando del mapa rápidamente.
Mi abuela es, o quizás tendría que decir era, una mujer de campo. Nació en un cortijo. Situado a las afueras de un pequeño pueblo almeriense. Sus padres tenían tierras y se dedicaban a cultivarlas. No fue a la escuela. Apenas sabía leer y escribir. Incluso cuando hablaba tenía un particular modo de hacerlo. Inventándose palabras y terminaciones verbales. Me hacía mucha gracia. Yo siempre bromeaba con esto; a ella nunca le importó.
De joven no era especialmente guapa, ni lista, ni graciosa. Se podría decir que no destacaba en nada. Ella se pensaba que se iba a quedar soltera y entonces apareció mi abuelo. Guapo. Guapísimo. De esos tíos de infarto. Moreno y de mandíbula prominente. Inteligente. Encantador. Más que listo, listillo. Un buscavidas. Y mi abuela se fugó con él.
Se fugó con él porque estaba claro que sus padres no lo aceptarían. Ni a él ni a su familia que tampoco tenía muy buena fama. Se casaron. Y al hacerlo, la desheredaron. Se fueron a vivir al monte. En una casa construida dentro de la montaña. Una cueva. Oscura. Húmeda. Sin luz ni agua corriente. Él trabajó de muchas cosas. Pero salía. Fumaba. Bebía. Y jugaba. Creo que perdió la casa en una de esas apuestas.
Emigraron a Cataluña. Por probar suerte. Empezar de cero en un lugar donde no los conociera nadie. Con sus dos hijos, que ya habían nacido. Mi padre, el mayor. Y mi tía, la pequeña.
Aunque nunca destacó por ser una ama de casa aplicada. No le gustaba limpiar. Tampoco cocinar. Nunca la vi coser ni hacer nada de lo que hacen las abuelas. En ese sentido era una mujer un tanto atípica. Sin embargo mi abuela vivió dedicada a cuidar de los suyos. Primero, a su madre. Que murió de vieja a los ciento cuatro años. Después, a su hermano. Herido de guerra e inválido para el resto de sus días. Más tarde, al marido que tantos disgustos le había dado. Los cuidó a los tres hasta el final.
No tenía amigas. Ni hobbies. No le conozco placeres sabidos ni secretos. Su vida consistía en dejar pasar los días. Siempre en casa. Apenas tuvo algo de descanso.Llegó él… ese desgraciado.
Ahora la cuida mi tía. Viven juntas. Las dos. Y aunque su hija nunca se queja y cuando habla del tema lo hace con humor, sé que esta experiencia es más de lo que yo podría soportar. Atrapada junto a alguien que pierde la cabeza te puedes acabar volviendo loco.
Detectar la enfermedad ya fue toda una odisea. Un periplo de médico en médico, a cual peor.
—No le pasa nada —decía uno. —Los achaques típicos de la edad —decía otro.
Porque en una visita de apenas cinco minutos y sin conocer a la persona ¿cómo se puede acertar con el diagnóstico? Las probabilidades de ganar la lotería son más grandes.
Fueron meses duros. Sobretodo para mi tía que es quien se encargó de todo. Médicos. Visitas. Pruebas. Hospitales. Más médicos. De cabecera. Especialistas. Es lo que yo llamo la puta ruta del sufrimiento. Que dura hasta que un día un gilipollas de bata blanca se atreve a pronunciar la palabra fatídica. Y aunque sea un gilipollas y te lo suelte sin ni pizca de humanidad, se lo agradeces. Al menos, ahora, ya sabes a qué enfrentarte.
—Alzhéimer.
Empieza entonces la siguiente etapa del tour de los calvarios: La dichosa burocracia. Los papeles. Formularios. Entrevistas. Comprobantes. La renta. La pensión. Las cuentas del banco. Todo con el único objetivo de conseguir plaza en un centro de día. Un lugar en el que poder dejarla aunque sólo sea unas horas. El tiempo justo para hacer la compra, limpiar la casa o preparar la comida. Pues con ella cualquier tarea es imposible. Necesita atención constante. Vigilancia policial. No sabe dónde está. No sabe con quién está. Sufre paranoia. Delirios. Recuerda al detalle su pasado. No tiene ni puñetera idea del presente.
Tenerla en casa es como tener una bomba de relojería. Es preciso esconder los objetos punzantes: tijeras, cuchillos, clavos,... Imprescindible poner baldes en la puerta, ya que a veces le da por escaparse. Esconder el material tóxico. En un descuido le mete un trago a la botella de lejía. Eso sin contar que esconde las cosas. Dinero. Llaves. Documentación. Y luego te puedes volver loca intentando encontrarlos. O eso o directamente te agrede con el bastón. Porque la cabeza se le está yendo, poco a poco, pero la fuerza tarda más en abandonarla. El corazón late. Los pulmones funcionan. Sus órganos internos continúan trabajando. Y sin embargo, la cabeza… La enfermedad le ha dado por ponerla violenta. Ironías de la vida. Ella que nunca lo fue. Ahora agarra su bastón y cuidado el que esté cerca.
Después de remover cielo y tierra, al fin, lo consigue. Mi tía no cabe de contenta. Le han adjudicado una plaza. Podrá tener cuatro horas para ella. Las necesita. Estos meses le han pasado factura. En menos de un año ha envejecido una década. Hace esfuerzos por reírse. Estar contenta. Parecer animada. Pero por más que disimule se lo noto. Está hecha polvo. Sin energía. Sin fuerzas.
—Estoy muy cansada —me dice.
Y yo, al verla en ese estado, tengo miedo que ella vaya detrás.
Mi abuela empieza. En el centro tienen un montón de actividades. En un entorno bonito y con personal cualificado. El programa está de puta madre. Pero es papel mojado. Dura cuatro días. Al quinto, la echan.
—Es que es violenta…—dice la enfermera. —Altera a todos los demás —se disculpa la supervisora.
Solose la quedarán con una condición. Sedarla. Atarla a la cama. Es una tortura, pienso yo. Es por su bien, dicen ellos. Pero mi tía no lo permite. Se resiste. No quiere drogarla, no más de lo que ya está. Y se van de vuelta a casa. Mi abuela cada vez está peor.
Un día le da una crisis brutal. Sale del piso corriendo. Escaleras abajo. Gritando. Según ella, la quieren matar. ¿Quién? Mi tía. Que para ella es un hombre salido de la nada. Hay que llamar a la policía. Sólo los agentes consiguen calmarla. Viene la ambulancia. La ingresan de urgencia en el hospital. Tres semanas. Le ajustan la medicación. Poco más. La enfermedad es incurable. Irreversible. Cada día avanza, imparable. Pero no se la pueden quedar. Necesitan las camas. Hay más enfermos.
Una vez en casa, suena el teléfono. Es la asistente social. Quiere hablar con mi tía.
—Me he enterado que la han echado del centro. No me has dicho nada… —¿Qué quiere qué le diga? —Ven a verme y hablamos. Pide una cita. —De acuerdo.
Llega el día. Mi tía entra en el despacho. Se sienta en la silla. A la expectativa. La asistente está contenta. Esboza una sonrisa. Satisfecha con lo que ha conseguido.
—Tengo una buena noticia —le dice. —¿Sí? Pues que bien porque últimamente… —Como la han echado del centro, he pedido que te aumenten el sueldo de cuidadora porque ahora la tienes todo el día en casa. —…
Y a mí, cuando me lo cuenta, me dan ganas de llamar a la asistente de los huevos y decirle cuatro cosas. ¿Tú eres tonta del culo o qué coño te pasa? ¿De qué puto sueldo estás hablando? ¿Del que no va a cobrar nunca? Porque el gobierno lo ha aprobado pero tiene un plazo de dos años para hacerlo efectivo y además no es retroactivo. Supongo que piensan que con un poco de suerte en este tiempo mi abuela ya habrá palmado. ¿Se puede ser más cínico?
Aprovecho que estoy en España para hacerle una visita. Hace tres meses que la vi por última vez. Lo hago y me encuentro con una persona distinta. No es ella. Esta mujer no es mi abuela. Es una viejecita frágil. Débil. De ojos acuosos y mirada perdida. Está delgada. Muy delgada. Se le marcan los huesos a través de la ropa. Se me rompe el corazón con solo mirarla.
Se pasa la mayor parte del tiempo sentada. Mirando al vacío. Cuando se levanta lo hace lentamente. Con mucho esfuerzo. Anda despacio. Con pasitos pequeños. Parece un pollito. Deambula por el piso. Le hablo pero no me responde. Cuando lo hace, tres palabras sueltas y sin sentido salen de su boca. No logro entender nada.
Atrapada en un segundo piso sin ascensor ya no puede salir a la calle. Ya no agrede. Ya no tiene alucinaciones. Pero tampoco habla. Apenas mastica. No se mueve. Se lo hace todo encima.
Mi abuela no tuvo una vida fácil pero está teniendo una despedida aún más difícil. ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene todo este sufrimiento? ¿Cuál es la lección que hay que aprender de todo esto? Luego la gente me pregunta porqué no creo en Dios ¿no es obvio?
Me siento a su lado en el sofá. La cojo de la mano. Le tapo las piernas con la manta. Y así nos quedamos. Pegadas. Sentadas bien juntas. Ella apoya su cabeza en mi hombro. Intento no moverme. Me duele el brazo pero quiero aguantar un poco más. Parece tan tranquila. Esto es lo único que me consuela. Saber que no sufre. Pero llegados a este punto la pregunta es otra: ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo habrá que esperar? No es que quiera que se muera pero, la realidad, es que ya está muerta. Muerta en vida. Y es una putada. El alzhéimer… ese desgraciado.