Revista Cine

Ese otro cine español: Carlos contra el mundo (Chiqui Carabante, 2002)

Publicado el 03 septiembre 2014 por 39escalones

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Dentro de la maraña de óperas primas de todo género y pelaje tan abundantes en el cine español de finales de siglo XX y comienzos del XXI, Carlos contra el mundo (Chiqui Carabante, 2002), drama con tintes de comedia protagonizado por el excelente Julián Villagrán, ocupa por derecho propio un lugar de honor.

Extrañamente madura para tratarse de un debut, sólida en su planteamiento -especialmente impactantes las dos primeras secuencias, de signo y tonos totalmente antitéticos, que describen a la perfección el sube y baja dramático y humorístico del que se compone la cinta y muestran ya el talento y el acierto en la realización- y tanto o más en su desarrollo, huyendo de las tentaciones del lugar común y de excesos de todo tipo, al mismo tiempo contenida y torrencial, con un sabio manejo de la tensión y sin perder un ápice de interés a lo largo de sus 90 minutos, la película alterna continuamente lecturas cómicas y tremebundas de lo que es el patético relato de la triste realidad de un protagonista que no quiere crecer y al que las circunstancias obligan a colocarse en el papel de cabeza de familia. Tras la -como mínimo curiosa- muerte del padre, Carlos, con apenas veinticinco años, debe abandonar su mundo de tebeos, salidas nocturnas, trapicheos y drogas blandas por los suburbios de un barrio obrero de Málaga, para labrarse una posición económica y social que le permita sacar adelante a su madre viuda (que, de momento, sale a la calle con su tenderete de tabaco de contrabando para obtener ingresos) y a su hermano pequeño. La solución, a priori, se presenta fácil: trabajar a las órdenes de su primo (Juanma Lara) en su negocio de cachivaches para turistas y suministro de bagatelas para tiendas de chinos. No obstante, eso le obliga a vestirse de botella de Tío Pepe y pasarse todo el día al sol con el carromato, además de aguantar los delirios de grandeza de empresario emprendedor y hecho a sí mismo de su primo, y soportar su carácter hosco y antipático, por no hablar de las horrendas comidas dominicales. Carlos prefiere robar carburadores junto a un colega del barrio (Manolo Solo), y pulirse las ganancias en cervezas y maría. Con idea de huir de su primo, y al mismo tiempo contentar a su madre, que no deja de presionarle, Carlos, que tiene alma de artista, encuentra un excelente refugio temporal: la mentira. Finge haberse empleado en una inmobiliaria y cada mañana, con el traje setentero de su padre, sale a deambular por Málaga mientras su familia cree que está en una oficina con aire acondicionado o bien enseñando pisos y solares por cuya venta obtendrá suculentas comisiones. Pero la mentira precisa financiación, y la obtención de esa financiación precisa cada vez de más mentiras y de mayores riesgos… Carlos  construye una pirámide de trolas que amenaza su equilibrio personal y también el estado de sus relaciones con quienes le rodean, en una destructiva huida hacia delante que sólo puede eclosionar de una manera…

La película logra sortear la gran amenaza que se cierne sobre esta clase de argumentos. En ningún momento decae ni se desinfla, elude los peligros del sentimentalismo o del discurso político del cine social, sin dejar de presentar al mismo tiempo y de manera crítica un cierto estado de cosas inherente a la sociedad de hoy, ya sea la marginalidad de amplios grupos de población excluidos de la carrera por el lujo, el boato, la moda y la tecnología doméstica, propios de las épocas económicamente emergentes, que abunda en los medios de comunicación, ya la loca escalada de los negocios inmobiliarios, además de presentar una visión nada favorecedora de la familia tradicional, en la cual salen a la superficie sin mucha dificultad los egoísmos individuales (si no los abusos) revestidos de convenciones sociales, en el caso de Carlos, para limitar, coartar, impedir, que lleve su vida por donde quiere (si es que quiere algo más que estar tumbado a la bartola haciendo a los amigos dibujos por encargo), y encauzarla por el camino que las personas de su entorno y las forzadas circunstancias han diseñado para él. Por otro lado, se retrata también una juventud perdida, pasiva, desesperanzada, falta tanto de oportunidades y de vías de progreso y escape como de vigor, ánimo, intensidad y cultura del esfuerzo.

Carlos contra el mundo alterna, por tanto, tres planos: el puramente dramático, el descaradamente humorístico y aquel en que, presentando situaciones realmente dramáticas, la óptica o el plano escogidos permiten hacer una lectura irónica, sarcástica, de determinados acontecimientos tristes, delicados o tremendos. A ello contribuye decisivamente el buen hacer de Julián Villagrán, perfecto en su papel, pero también la caracterización de Juanma Lara como el pariente de “sincera” camaradería, que dice moverse por unos intereses, cuando menos, discutibles; los momentos que comparten, algunos llenos de tensión, otros del más puro patetismo, levantan chispas. Lo mismo ocurre con la sobria dirección, siempre eficaz, con momentos de gran belleza y otros muy logrados, poseedores todos de eso de lo que tan falto anda el cine de hoy, la mirada, y con los distintos giros de un guión que siempre camina hacia arriba hasta estallar en un agridulce colofón plenamente coherente con el desarrollo, y que, una vez más, supone la desencantada derrota del individuo frente a la vida que le ha tocado en gracia.

Todo un tratado sobre la proverbial hipocresía hispánica absolutamente adecuado e imprescindible para los días que vivimos, a la vez retrato de una generación perdida en la falsa opulencia del más precario y superficial desarrollismo económico, Carlos contra el mundo, situada en la floreciente producción andaluza, es, en todo caso, una pequeña joya que sobresale en el cine español de principios de milenio,  y que merece mayor atención que otros títulos más mediáticos pero sin duda de muy inferior solvencia.

 


Ese otro cine español: Carlos contra el mundo (Chiqui Carabante, 2002)

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