Revista Cine

Ese otro cine español: Fotos (Elio Quiroga, 1996)

Publicado el 12 noviembre 2014 por 39escalones

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¿Marcianada absoluta? ¿Cagarro máximo? ¿Genialidad exótica? ¿Inspiración lisérgica? ¿Bodrio monumental? ¿Personalísima pieza de culto? El visionado de la inclasificable (pero de verdad) Fotos (1996), debut en la dirección de largometrajes del canario Elio Quiroga tras una amplia experiencia como guionista, remite directamente a fuentes tales como las atmósferas psicológicamente enrarecidas de Polanski, los mundos suburbanos de Fassbinder, el surrealismo en versión Buñuel, el melodrama clásico americano de los 50 y las astracanadas ochenteras de Almodóvar, para confeccionar un híbrido a base de referencias ajenas, una heterogénea sopa “frankensteiniana” detestable y estimable por igual, que cautiva extrañamente, seduce y repele, deja perplejo y despierta la incredulidad, que transita de lo abominable a lo aparentemente original y sublime a golpe de fotograma.

De entrada, resulta difícil pensar en una película que, con ciertas pretensiones temáticas y artísticas, esté tan pésimamente interpretada. Ya desde el prólogo, que explicaría (de manera muy sui generis) el trauma que posee a Azucena (la modelo y actriz sobrevenida Mercedes Ortega), una joven obsesionada con la Virgen, a lo Carrie, a la que le repugna todo lo que tenga que ver con el sexo. De hecho, la cinta toma el hilo narrativo principal cuando su novio la deja porque no le da “marcha”. A partir de ahí, el argumento entra en un carrusel de subidas y bajadas, a cual más absurda, retorcida y rocambolesca, para conformar un cóctel irresistible. Lo que no queda claro es si es irresistible verlo o huir de él: Azucena es el objeto de deseo de César (Miguel Alonso), un pintor homosexual que la sigue y graba todo lo que hace, lo cual despierta los celos de su novio, Jacinto (Miky Molina), que automáticamente odia a Azucena. Cuando César convence a Azucena para que pose para él, intenta violarla, y ella huye hasta un misterioso club nocturno en que el travestido Narciso (Gustavo Salmerón), que completa así el trío de flores protagonistas, se despelota delante de la concurrencia. Azucena, perdidamente enamorada de Narciso desde que lo ve hacer strip-tease vestido de mujer, ve de golpe vencida su aversión al sexo, y se lo monta con su nuevo amor, con el que empieza una relación formal que le lleva a conocer a sus padres (Amparo Muñoz y Simón Andreu), que para rematar el cuadro, viven en una mansión apartada entregados a toda clase de prácticas sadomasoquistas, en las que, además de Narciso, pretenden incluir a Azucena, que solo busca liberarse de la cárcel que supone para ella su cuerpo.

Dicho así, suena raro, como un relato de Almodóvar después de fumarse la hierba que cabe en un campo de fútbol. Pero visto, es aún más extraño: imágenes que cabalgan continuamente entre la chapuza y el preciosismo visual, cursilería mezclada con un humor sutil y socarrón, actores lamentables que pronuncian unos diálogos risibles entre lo ñoño y lo directamente estúpido, pero también una continua creación de atmósferas sugerentes de carácter erótico, terrorífico, misterioso o poético, y, como resultado indirecto, la elaboración de un relato que no hace sino hablar de la evolución de  oruga a crisálida, de la construcción de una identidad en medio de un mar de confusión y de estímulos contradictorios, de la búsqueda del amor romántico y verdadero, con una conclusión, eso sí, que es toda una concesión a la brutalidad gratuita, el triunfo de la demencia sobre el sueño. Entre sus notas positivas, cabe destacar el ambicioso y valiente guión, que asume todo tipo de riesgos y que lo hacen distinto de cualquier otra propuesta del cine español contemporáneo, un detalle a valorar positivamente, y también las interpretaciones de los más veteranos, en especial de una María Asquerino que apenas habla en todo el film, y de la pareja Muñoz-Andreu, en una caracterización a la vez repulsiva y divertida. Igualmente, la puesta en escena y la fotografía, que hacen del paraíso canario un lugar sombrío, donde la noche, la lluvia y el desasosiego son constantes. En lo negativo, como se ha dicho, las situaciones del guión no vienen acompañadas de unos diálogos a la misma altura, que en muchos momentos, remiten al infantilismo más puro, las bochornosas interpretaciones, empeoradas (si es que esto es posible) con el redoblaje al castellano que se hace en la banda sonora para uniformizar los diversos acentos presentes, la escatología o las tentaciones de lo gore que presiden determinados momentos, el difícil, aunque resultón, engranaje de las apariciones marianas (una de ellas de lo más descacharrante) en el conjunto de la trama, la extrema irregularidad en tonos y formas, los altibajos narrativos y la radical heterogeneidad de elementos a conjugar, y la huida de toda lógica argumental mínima, una nota a un tiempo estimable y chocante.

Premiada al mejor guión en Sitges en su momento, aplaudida por el chico malo oficial, Quentin Tarantino (lo cual, según días, puede ser un buen aval o el remate al completo descrédito), lo mejor de Fotos es su rareza, que puede definirse como originalidad a pesar de construirse sobre materias primas ajenas, y su derivado carácter transgresor, fruto de un prisma muy concreto, de la determinada unión de intereses particulares de su director, Elio Quiroga, cuya trayectoria ha continuado por los mismos derroteros, con habituales saltos al género de animación, pero que ha contado con menor repercusión crítica y prácticamente nula aceptación por el público.


Ese otro cine español: Fotos (Elio Quiroga, 1996)

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