Estoy leyendo Informe del interior (Anagrama, 2013), la última obra de Paul Auster, un recorrido autobiográfico por su infancia y juventud escrito en segunda persona. Apenas he consumido medio centenar de páginas y ya sé que me va a gustar. Leer a Auster es siempre un ejercicio motivador gracias a su prosa coloquial pero penetrante. Me fascina esa capacidad que tiene para transmitir tanto de una forma tan aparentemente sencilla.
Pero lo que me ha llevado a escribir esta entrada no es la calidad literaria del autor de New Jersey, sino algo que he leído muy al principio del libro. He transcrito el fragmento íntegro, pero antes de que lo leáis, tened en cuenta que el bueno de Paul nació en 1947.
“Lo mejor de la escuela elemental a la que asististe, que duró desde el jardín de infancia al término del sexto de primaria, fue que no tenías deberes para hacer en casa. Los directores escolares que componían el consejo de educación municipal eran seguidores de John Dewey, el filósofo que había cambiado los métodos de enseñanza norteamericanos con su enfoque humano y progresista sobre el desarrollo de la infancia, y tú fuiste beneficiario de la sabiduría de Dewey, un niño que podía correr libremente desde el momento en el que sonaba el último timbrazo y el colegio terminaba por aquel día, libre de jugar con tus amigos, de ir a casa y ponerte a leer, de no hacer nada. Estás inmensamente agradecido a aquellos caballeros desconocidos por dejar intacta tu niñez, por no cargarte de trabajo innecesario, por tener la inteligencia de comprender que los niños no pueden dar mucho de sí y hay que dejarles un poco en paz. Demostraron que todo lo que se necesita aprender puede hacerse en los confines de la escuela, porque tus compañeros y tú recibisteis una buena educación primaria con ese sistema, no siempre con los profesores más imaginativos, quizá, pero competentes en cualquier caso, y fueron quienes te inculcaron la lectura, la escritura y la aritmética con resultados indelebles, y cuando piensas en tus dos hijos, que crecieron en una época de confusión y angustia en materia de pedagogía, recuerdas cómo estaban sometidos a la obligación, absolutamente insoportable, de hacer tediosos deberes noche tras noche, necesitando a menudo la ayuda de sus padres para acabar la tarea, y año tras año, cuando veías cómo empezaban a derrumbarse, a cerrárseles los ojos, sentías compasión por ellos, te entristecía el hecho de que desperdiciaran tantas horas de sus jóvenes vidas al servicio de una idea en bancarrota”.
Cuando leí esta reflexión no podía dejar de asentir. Qué poco hemos avanzado en la adaptación de la escuela a las necesidades del alumnado. Puede que me tire piedras contra mi propio tejado, porque soy profesor de refuerzo escolar y, por tanto, que a los chavales les manden deberes es, en parte, lo que me da trabajo, pero la verdad es que cada vez aborrezco más esos deberes absurdos, aburridos, inútiles en su mayor parte.
Cuando leía la referencia a los hijos de Auster, pensaba en mis alumnos, en buena parte de ellos, condenados a repetir curso tras curso, hasta cumplir la educación obligatoria, el mismo modelo, las mismas estructuras obsoletas, que han llevado a tantas generaciones antes que ellos a aborrecer la escuela.
Cada vez me encuentro a más que me preguntan por qué tienen que aprender eso, para qué les va a servir, y no son pocas las ocasiones en que tengo que hacer auténticos malabarismos mentales para encontrar una razón mínimamente convincente. El 99% de los adultos no recordamos buena parte (iba a poner el 99%, pero no quiero que me digan que exagero) de lo que estudiamos en primaria. Esa es la mejor prueba de que no son conocimientos realmente útiles o, al menos, no lo suficientemente interesantes, motivadores, para que consideremos necesario recordarlos.
¿Y los deberes? En primaria deberían estar prohibidos. No sabéis las veces que me han entrado ganas de decirle al o a la profe de turno que si tiene algún tipo de complejo que ha decidido pagar con sus alumnos: copiar en la libreta lecciones enteras del libro de texto, aprenderse de memoria cronologías históricas y conceptos científicos que quedarán olvidados a los cinco minutos, realizar operaciones matemáticas cumpliendo a rajatabla el método preferido del docente de turno, y pijotadas ridículas como tener que hacer la línea que separa las operaciones del resultado con regla, porque si está torcida, “su excelencia” no se digna a corregirlas.
Los ejemplos son inacabables, y yo me pregunto: ¿cuál es el objetivo de la escuela? Tengo la incómoda sensación de que una parte significativa de quienes integran el sistema no lo tiene nada claro.
Quiero dejar claro que admiro a los maestros y profesores. La docencia es una de las profesiones más difíciles, pero también de las más bonitas y motivadoras. O al menos debería serlo. No concibo a un maestro sin vocación de serlo, pero me temo que en este país no son pocos los que trabajan en la escuela como podrían hacerlo en una fábrica.
Buena culpa del problema radica en el propio sistema, errado por completo, bajo mi punto de vista. De vez en cuando escribo sobre ello porque es urgente que la sociedad reaccione: estamos “educando” a millones de niños en el aburrimiento; los estamos obligando a estudiar, no enseñándoles a que deseen aprender, pero a aprender lo que les motive, lo que despierte su curiosidad y, por tanto, sus capacidades. No todos los niños son iguales y, por tanto, no todos tienen que aprender lo mismo y al mismo ritmo. Ese es el principal fallo del sistema, el pretender crear alumnos estandarizados, hastiados almacenes andantes de datos inútiles, condenados a desperdiciar “tantas horas de sus jóvenes vidas al servicio de una idea en bancarrota”.
Lo trágico, me temo, es que al sistema ya le va bien que sea así.