Litografía perteneciente a la serie Carceri d'invenzione, de Giambattista Piranesi.
El presidio: inmundo receptáculo de seres envilecidos-VII-«Allí crece -en corrompida atmósfera- la contagiosa lepra del crimen, y por eso aunqueentran muchos con sentimientos de hombre, ninguno sale sin instintos de fiera.» Gertrudis Gómez de Avellaneda en:Espatolino Pronto cumplirán treinta y nueve años que vine al mundo: mi padre era un hombre de bien y acomodado; mi madre una santa. Cuando tenía yo diez y seis años mi alma era estrecha para los cultos que en ella se abrigaban. Creía en todo y de todo me formaba una religión, porque era de naturaleza ardiente y propenso al fanatismo: en mi alma no nacieron jamás sentimientos débiles; se asemejaba a aquellas tierras en que no brotan las flores, sino árboles colosales. Tenía una fe profunda en la justicia de Dios, en la virtud de mi madre, en la amistad de Carlos y en el amor de mi querida. Carlos era un noble dos años mayor que yo, pero que gozaba ya de una absoluta independencia y de considerables riquezas. Mi madre había sido su nodriza y mi hermana Giulietta era su hermana de leche. En cuanto a mi querida, era una huérfana prohijada por mi familia, y que criada conmigo desde los años más tiernos, me amaba con pasión, antes de saber que el amor existía. Aquel cariño, comenzado casi con la vida, parecía inseparable de ella, y yo le pagaba con tanta vehemencia, que nunca pensé en que pudiera haber en el mundo mujer más hermosa que Luigia. Era ella la poesía de mi imaginación y el encanto de mis ojos: su vivacidad, sus caprichos, sus inocentes coqueterías, todo en ella me hechizaba, si bien a veces me afligían los extravagantes celos que le daba mi amistad con el joven conde. «Ese Carlos -decía- me usurpa tu corazón: si fuese mujer le preferirías a mí». Afligíame al observar su pena, pero no pensé en disminuir las demostraciones de afecto hacia mi amigo. De día en día se aumentaba el entusiasmo que había sabido inspirarme: veíale como el tipo más perfecto del honor y de la caballería. Indignábase al solo nombre de perfidia; no podía tolerar la injusticia, y se encendía de rubor como una niña cuando se relataba en su presencia algún hecho torpe o indecente. Parecíame imposible conocer a Carlos y no amarle, y sin embargo mi hermana, que tenía doble motivo para quererle, le trataba por lo común con reserva y frialdad. Aquel carácter tan dulce, tan insinuante, que poseía mi amigo, y con el cual dominaba completamente el mío borrascoso y violento, no hacía impresión ninguna, al parecer, en una persona como Giulietta, que en tantos puntos se le asemejaba. Reñíala con frecuencia por su indiferencia hacia el conde; pero nada contestaba, y aun medió alguna vez que se echase a llorar, lo cual fue siempre un medio eficaz de disipar mi enfado. Otra persona tan cara a mi familia como el mismo Carlos, y a la que yo colocaba en la esfera más alta de mi estimación, era un comerciante que frecuentaba nuestra casa con la misma confianza que si fuese la suya. Era el oráculo de mi padre; mi madre le llamaba por antonomasia el buen amigo; y mi hermana y yo le respetábamos tanto como a los primeros. El señor Sarti era circunspecto, grave, intachable en su conducta y severo en sus principios. Su delicadeza rayaba en nimiedad, su religión en fanatismo, y su extremada probidad era proverbial entre nuestros vecinos. A fuerza de industria y eficacia se había creado un mediano caudal, que tenía el talento de hacer muy productivo en ciertos ramos de comercio, y aconsejado por él vendió mi padre las tierras que poseía y que habían bastado hasta entonces al decente sostenimiento de su familia, para entregarle todo el numerario, asociándosele en sus especulaciones. Perdona, Anunziata, que te detenga en tales pormenores, pues son necesarios para que comprendas las circunstancias que motivaron mi primer desengaño. Debíselo a aquél en cuyas manos se puso mi padre con la más cándida confianza. Su buena fe tuvo el pago que tiene siempre en el mundo. Sarti aparentó una quiebra súbita y se retiró del comercio, dejando arruinada a mi familia. No hubo nadie que fuese engañado por aquel mezquino fraude: la falsedad era notoria a todos los que conocían a Sarti, pero mi padre no tuvo medios de justificarla y quedó reducido a la indigencia. La impresión que hizo en mi ánimo aquella desgracia fue menos viva por la situación en que nos constituía, que por el asombro doloroso de encontrar un malvado en el hombre a quien desde niño me enseñaron a respetar. Hasta entonces no había concebido la infancia sino bajo los harapos de la miseria y del vicio, y no sospechaba siquiera de la existencia de la hipocresía. De las tres mujeres que componían mi familia la más sensible a nuestra ruina fue Luigia. Me acuerdo de un día en que lloraba amargamente, y preguntándole la causa me pintó con los más sombríos colores nuestro común porvenir. «Ambos somos tan pobres -me dijo- que creo imposible nuestro casamiento. ¿Para qué habíamos de unirnos?... ¿para dar existencia a otros seres tan infelices como nosotros, que acaso no tendrían para conservarla sino el pan mendigado con lágrimas a las puertas de los ricos? No, Espatolino, jamás seremos ya el uno para el otro, porque ni tú ni yo poseemos ni un pedazo de tierra que cultivar con el sudor de nuestra frente, para dar de comer a nuestros hijos». Aquellas tristes reflexiones a un mismo tiempo me traspasaron de dolor y me encendieron en ira: juzguelas un ultraje, y levantándome trémulo y palpitante en presencia de Luigia, no sé qué instinto me reveló una fuerza de voluntad que hasta entonces no había tenido ocasión de conocer. Llevé una mano al corazón y la otra a la frente, y dije a mi querida: -Mientras estos tesoros no se agoten, no faltará el pan a los hijos de Espatolino. ¿Para qué -proseguí radiante de fe y de esperanza-, para qué concedió Dios al hombre estas dos facultades poderosas, de las cuales la una dicta y la otra ejecuta? Yo oigo resonar en mi cabeza una voz incesante que me dice: «El mundo es patrimonio de la inteligencia que le comprende, y de la voluntad que le domina». Luigia me miraba con aire incrédulo; pero yo me aparté de su lado lleno de confianza en mí mismo, y resuelto a abrir para ella un porvenir dichoso: ¡para ella que sería la madre de mis hijos! «¡Mis hijos!», esta palabra mágica desenvolvía, al mismo tiempo que mi ambición, un horizonte sin límites de esperanzas y venturas. «¡Mis hijos!», yo articulaba palpitando de orgullo estas sílabas poderosas, que me abrían un campo desconocido de deberes, de afectos y de alegrías. Desde aquel día me dediqué a los más asiduos y variados estudios, sin dejar por ello de desempeñar los más fatigosos trabajos. Mi joven amigo el conde *** me empleó en la secretaría de un personaje pariente suyo, en cuyo despacho pasaba la mayor parte de las horas del día escribiendo sin treguas, y al salir de allí, en vez de ir a solazarme con mi familia, me dedicaba al estudio, que continuaba sin interrupción casi toda la noche. Frecuentaba la propaganda, donde me instruía en las lenguas orientales; acompañaba a Carlos a la escuela de esgrima y al gimnasio, y aquel año me llevé el segundo premio de escultura en la academia de San Lucas. Mi aplicación y las felices disposiciones que manifestaba para todo, servían de estímulo a los profesores; que se complacían en enseñarme gratuitamente, deduciendo de mis progresos exageradas esperanzas. Mi ambición por saber no conocía límites: quería emprender todas las carreras; iniciarme a la vez en ciencias y las artes, fomentándome tan loca avaricia los elogios que me prodigaban. Mientras yo soportaba alegre aquella vida laboriosa y fatigante, sostenido por las más halagüeñas ilusiones, un cambio incomprensible se iba verificando en la mujer para quien hubiera querido conquistar la corona del mundo. Ya Luigia no hacía gala de la identidad de nuestras almas… ya no adivinaba mis voluntades… y en los cortos momentos de libertad que podía pasar con ella, jamás sus ojos –antes tan solícitos en buscar los míos- me fijaban aquella mirada de amor, tan silenciosa y tan elocuente… aquella mirada que dicta tantos sacrificios y promete tantas compensaciones. Jamás volvió a hablarme de nuestro porvenir, y ni aun parecía notar los esfuerzos que hacia para asegurárselo dichoso. Sin embargo, ninguna duda concebí de su ternura; el que ama encuentra mil recursos para disfrazarse la desgracia del abandono. Imaginé que la tibieza de Luigia provenía del enojo que la causaban mis continuas ausencias, y casi acepté su desvío como un nuevo testimonio de desinterés y ternura. Una tarde, empero, al entrar en mi casa -después de doce horas de duro trabajo- noté que mi madre y mi hermana estaban conmovidas y con los ojos hinchados, mientras Luigia que se entretenía en bordar, se puso encendida como la grama al escuchar mi saludo. Sentéme junto a ella: el corazón me latía de manera que me ahogaba; mi sangre circulaba con rapidez, y sin embargo sentía frío. Un cruel presentimiento me revelaba que aquel instante sería uno de los más solemnes y terribles de mi existencia. Temblaba como un cobarde; pero la fatalidad parecía impulsarme hacia una vaga y confusa desventura, experimentando cierta especie de impaciencia por apurarla toda y de un golpe. Mi madre comprendió aquella extraña situación, y me dijo de pronto con voz alterada: -Hijo mío, ésta será la última noche que pasará con nosotros Luigia; mañana se casa con el señor Sarti, que la ama y la hará feliz.El Maragato. Francisco de Goya, óleo sobre lienzo, 29,2 X 38,5 cm. Art Institute of Chicago
Ningún acento articuló mi boca; no hice un gesto siquiera. Mi madre aseguraba después que la había sorprendido agradablemente mi serenidad, y cuando la pérfida Luigia se esforzaba en justificar su mudanza, dicen que aseguraba que sólo había imitado la mía, dando por testimonio de ella la indiferencia con que supe su casamiento. En efecto, Anunziata, la felicité con calma, sonriendo; la dije que a pesar de la aparente quiebra del comerciante, podía estar segura de que era rico, y aun tuve la paciencia de escucharla cuando quiso darme una explicación de los motivos que la habían decidido a aceptar la mano de aquel infame, y a recatarnos con tanto misterio sus relaciones con él. Alabé su prudencia, abracé a mi madre y a mi hermana deseándolas una noche tranquila, y me retiré a mi aposento tan sosegado como de costumbre. No era una resolución la que yo llevaba conmigo, era una necesidad a la cual veía imposible resistir. Tenía el corazón hecho pedazos; pero estaba sereno, porque conocí que no se encontraba remedio para heridas de muerte como las mías. Era la medianoche, y todos a mi entender dormían ya; salí entonces sin hacer ruido y me encaminé al Tíber, que distaba poco de mi casa. La oscuridad era profunda, y yo iba tan preocupado, que no eché de ver que me siguiese nadie; pero en el instante en que encomendando mi alma al Criador iba a arrojarme al río, un brazo varonil me asió por la cintura, y una voz querida dejó oír estas palabras: -¡Ingrato! ¿Nada soy en el mundo, que así quieres dejarle? Caí en los brazos de Carlos, y un mar de lágrimas brotó de mis ojos, secos hasta entonces. Aquél fue el momento de una crisis dolorosa, pero favorable: el conde supo aprovecharlo y me volvió a mi casa, donde nos recibió mi hermana, que por una coincidencia que entonces creí casual, aún no se había acostado. No intentaré pintarte los amargos días que siguieron al de mi triste desengaño: el tiempo consiguió templar la violencia de mi dolor; pero no me fue dado sentir por mujer ninguna lo que me había inspirado Luigia, y perdí con la fe en el amor el entusiasmo por la hermosura. Volvime triste y desconfiado: mi carácter adquirió cierta rudeza que no le era natural, y hubiera caído en profunda apatía, si el continuo espectáculo de una familia reducida a sostenerse con el trabajo personal de mi padre, ya viejo y achacoso, no me hubiese hecho comprender la necesidad de sacar algún fruto de mi juventud y buenas disposiciones. Con el favor del conde, ascendí al empleo de secretario privado de aquel personaje en cuya casa había tenido hasta entonces el humilde cargo de copiante subalterno, y obtuve en poco tiempo la confianza de mi señor, que ocupaba un puesto elevado. ¡Oh!, ¡cuán densa sentí entonces aquella atmósfera brillante de la grandeza! ¡Cuántos mezquinos secretos, cuántos enigmas de corrupción me fueron revelados! ¡Anunziata!, no permitiré que detengas ni un momento tus ojos en los cuadros de intrigas y de injusticias, que se encuentran cada día y a todas horas, en las mudas paredes de los palacios. Concebí escrúpulos, y por ventajoso que me fuese mi nuevo destino resolví renunciarle, y aun hubiera querido abandonar para siempre aquella capital del mundo cristiano, que había considerado largo tiempo como el santo modelo de las naciones católicas. El conde *** me hizo comprender los peligros de semejante tentativa, y desistí con pena. El conocimiento de ciertos secretos me ataban a aquel puesto detestable y suspiraba en vano por la obscuridad de mi pasada vida. Un consuelo tenía y era de poder ser útil a mi desgraciada familia, a la que destinaba todo mi sueldo. Carlos celebraba mi desprendimiento llamándome dechado de ternura filial, y yo lloraba de alegría cuando estrechándome entre sus brazos, en presencia de muchos de sus nobles parientes, me daba con una especie de orgullo el dulce nombre de amigo. ¿Y cómo no había de lisonjearme aquella distinción? Carlos era el más cumplido caballero de Roma: era el modelo de la juventud, y para mí el fénix de la amistad. Colmábame de favores, y tuve la dicha de corresponderle, exponiendo dos veces mi vida por la suya. Salvele una noche del puñal de dos asesinos asalariados por un enemigo poderoso de su ilustre familia; y algunos meses después tuve ocasión de prestarle otro servicio no menos importante. La peste invadió a Roma y mi amigo fue una de sus primeras víctimas. El terror del contagio era tan profundo, que sus parientes y sus propios criados le abandonaron; entonces velé a su cabecera de día y de noche, y cuando le arranqué de los brazos de la muerte, sucumbí al terrible mal de que le había libertado. ¿Por qué el destino me ha separado tantas veces del borde de la tumba? ¿Por qué no dejé de existir entonces que aún hubiera llevado del mundo algunos aromas de ilusión? Estaba apenas convaleciente de mi larga enfermedad cuando... déjame respirar, Anunziata, porque después de veinte años que han trascurrido desde el hecho que voy a referir, todavía está reciente y fresco en mi memoria, y siento encenderse mi sangre y rasgarse mi corazón, al fiar a mis labios tan doloroso relato. Guardó silencio Espatolino, y rompiéndole de súbito bruscamente, dijo con voz rápida y con acento sordo: -Mi hermana desapareció de la casa paterna, y por una carta suya supimos que seguía a un hombre con quien mantenía hacía más de un año criminal correspondencia. Declaraba haber sido seducida por falaces promesas; acusaba a su amante de ingrato y desleal; pero confesaba que le amaba todavía, y que una circunstancia desgraciada, resultado de su debilidad, la ponía en la precisión de abandonarse completamente a él. -¡Ay! -dijo Anunziata con trémula voz y ruboroso semblante-, tienes razón en recordar ésa como la más cruel de tus desventuras, puesto que aquella desgraciada víctima te era querida. ¿Qué le queda a la mujer que todo lo sacrifica al amor?... ¡Una vida de infamia y de remordimiento! -¡Infamia!, ¡remordimiento! -repitió con atronador acento el bandido-. Mientes, ¡mujer!, ¡mientes! La infamia y el remordimiento no pueden ser para la víctima. ¿Quiénes son los imbéciles, los malvados que se atrevieron a inventar oprobios para arrojarlos sobre el ser desvalido que sucumbe al doble poder con que revisten al hombre la naturaleza y sus propias leyes? ¿Qué principio de justicia existía en los cobardes que dieron armas a la fuerza y dijeron a la debilidad inerme, vence o serás castigada? ¡No!, en vano el egoísmo de una mitad del género humano dicta leyes inicuas para oprimir a la otra; porque la voz íntima de la conciencia protesta contra ellas, en el fondo de toda alma que no está corrompida, y dice: «La infamia y el remordimiento a la fuerza que abusa, y no a la flaqueza que sucumbe». Interrumpiose el bandido por una carcajada, y añadió con amarga ironía: -¡Admirables convenciones las de los hombres cultos! ¡Sería una lástima que caducasen! ¿No es cierto que sería imposible encontrar bases más sólidas para apoyar el edificio de la moral pública? ¿Quieres admirar conmigo las bellas proporciones de la máquina social? ¿Quieres que examinemos una a una todas las grandes instituciones que aspiran a eternizarse?... ¡Bien! Arranquemos sus ropajes de oropel a aquellos esqueletos carcomidos, que no esperan sino un nuevo soplo del tiempo para rodar deshechos de sus vacilantes pedestales... -¡Calla! -interrumpió Anunziata con angustia-, calla, profeta del infierno, que anhelas cantar la ruina de cuanto acata el mundo en el centro de tu guarida de tigre. Calla, porque tu voz impía es como el huracán, y arranca de raíz todos los cultos del alma. Espatolino no la escuchaba; había inclinado su cabeza sobre las rodillas de la joven, como si le abrumase algún grave pensamiento, y murmuraba palabras incomprensibles. -Todo caerá -decía-, pero ¿para qué?... ¡Habrá muchos que derriben!... ¿Aparecerá en alas del tiempo algún gran arquitecto que reúna los escombros y levante?... ¿Será obra de los siglos o de un Mesías verdadero? ¡La duda!, ¡siempre la duda! El supremo bien del hombre es la esperanza... pero la esperanza no es más que eso: ¡la duda! -¡Y bien! -dijo Anunziata con tímida voz-, ¿cuál fue la suerte de la infeliz Giulietta?, ¿cómo recibió tu corazón el deshonor de tu hermana? El bandido se estremeció como si despertase de un penoso sueño, y respondió con acento tan hondo como si saliera de un sepulcro. -El deshonor de mi hermana ha sido lavado con sangre; pero la herida del corazón de Espatolino está abierta todavía... porque el asesino de Giulietta... ¡era Carlos! -¿Y qué hicisteis? -preguntó la joven. -Te he dicho que estaba apenas convaleciente; ¡y bien!, recaí, estuve moribundo... peor todavía: ¡estuve loco! Durante mi enfermedad mi familia imploró de las leyes la reparación de su inmerecido ultraje, y la justicia de los hombres decretó... -¿Que se casase el conde con Giulietta? -dijo con viveza la sobrina de Rotoli. -Que la diese oroen resarcimiento de su inocencia y de su felicidad perdida -respondió con una risa espantosa el bandolero-. Aquella equitativa sentencia fue cumplida, pues el conde, cansado de una mujer cuya hermosura se había marchitado al hacerle padre de una criatura que vivió pocas horas, no tuvo inconveniente en someterse al fallo judicial, y la víctima volvió a entrar moribunda en el hogar paterno de que había sido arrancada. ¡Pero llevaba oro! -¡Y le recibisteis! -exclamó Anunziata con noble indignación. -Sí -respondió el bandido con voz terrible-, le recibí yo mismo; porque era preciso que viese con mis ojos aquella dádiva del vicio, aquel precio de la vergüenza; era preciso que sintiese arder en mi mano calenturienta el vil metal que pagaba la honra. Sobre él juré pagar la venganza a cualquier precio. Todavía no había aprendido a asesinar y reté al conde; pero me contestó que sólo entre iguales era permitido el duelo. ¡Iguales!, no lo éramos a fe, pues yo era un hombre honrado y él un pícaro. Díjeselo y me dio un bofetón. ¡No convenía a su dignidad batirse conmigo, pero le estaba permitido deshonrarme dos veces! Me puse frenético: los oídos me zumbaban y todo lo veía al través de una nube de sangre. Mi aspecto debía ser terrible, pues vi palidecer al malvado. Su cobardía aumentó mi furor. Tres veces le mandé defenderse; pero volviéndome la espalda quiso huir... se lo impedí asiéndole por los cabellos, y sepulté mi acero en su pecho. Mi mano, no avezada al crimen, dejó incompleta su obra. Algunas semanas después del día de mi venganza, el conde se paseaba por las calles de Roma y yo salía para el presidio por diez años. -¡Por diez años! -No te asustes, joven -repuso con sardónica sonrisa el bandolero-, pues el conde fue tan magnánimo que consiguió mi indulto al cabo de veinte meses, granjeándose con este rasgo de generosidad tanta admiración como aborrecimiento recayó sobre mí, cuyo negro crimen no había sido suficientemente expiado.Litografía perteneciente a la serie Carceri d'invenzione, de Giambattista Piranesi.
Pero, ¿sabes lo que es el presidio en la mayor parte de las cultas naciones de Europa? Creerás acaso que la sociedad -al crear esos establecimientos penales- ha tenido la filantrópica idea de corregir al culpable, y de moralizarlo por medio del trabajo y la enseñanza; a fin de que -rehabilitado algún día- pueda volver a ocupar dignamente el puesto que en ella le estaba señalado; pero no es así, Anunziata. En el presidio, en aquel inmundo receptáculo de seres envilecidos -entre los que se confunden a veces algunos inocentes desgraciados- no ha penetrado jamás la luz de la instrucción ni el bálsamo del consuelo. Allí existe el trabajo que embrutece; pero no el que regenera: el castigo que impone la venganza, más bien que la saludable expiación que dicta la caridad para purificar por la penitencia. Allí crece -en corrompida atmósfera- la contagiosa lepra del crimen, y por eso aunque entran muchos con sentimientos de hombre, ninguno sale sin instintos de fiera. Yo había visto en el mundo al crimen vestido y embarnizado, y le contemplé en el presidio desnudo y sucio; ¡pero era el mismo! Hice tristes reflexiones respecto a la humanidad: me acordaba sin cesar de mi padre arruinado por un perverso, que prosperaba mientras él conquistaba trabajosamente su sustento; de Luigia vendiendo la fe sagrada de su primer amor, mientras yo la sacrificaba mi juventud; del conde gozando todas las consideraciones del mundo, mientras su víctima expiraba en el oprobio. Comencé a considerar como una desgraciada excepción al hombre inepto para el mal, y en medio de criminales mezquinos y repugnantes concebí grandeza y poesía en el crimen. Pareciome grande como terrible la misión de vengador, y que ningún arma debía ser prohibida al que combatiese la injusticia. Ideas raras y atrevidas pasaban y repasaban por mi cerebro; pero aún no las acogía mi voluntad, porque todavía creía en Dios, y me contentaba con implorarle a favor de la corta porción de los buenos y de la grande de los desvalidos. Recibí mi indulto y salí del presidio: nada había sabido de mi familia durante los veinte meses de mi castigo, y me dirigí lleno de alegría al hogar querido de mi infancia. «¡Dios mío! -exclamé muchas veces mientras caminaba-, el corazón me dice que habréis mirado con ojos de piedad a una familia tan virtuosa como desgraciada, porque Vos no abandonáis al bueno aunque le enviéis dolorosas pruebas».Lleno de fe en la justicia divina, llegué palpitando de gozo a los umbrales de la casa paterna. Era una tarde fría y nublada del mes de noviembre... aún pienso ver aquel crepúsculo lívido, aquella neblina húmeda y pegajosa. La tristeza del cielo no había tenido, sin embargo, la menor influencia en mi espíritu, hasta el momento en que me encontré bajo el dintel de aquella puerta que en otros tiempos jamás estuvo cerrada para el infeliz sin asilo. Entonces se me oprimió el corazón y un súbito temblor recorrió todos mis miembros. Me detengo, respiro, hago un esfuerzo y entro. ¡Anunziata!, un cuerpo macilento y frío estaba tendido sobre unas pajas: ¡era mi hermana! Una vieja pálida, flaca, medio desnuda, yacía de rodillas a su cabecera y pronunciaba bebiéndose las lágrimas las preces de los moribundos: ¡era mi madre! Detúvose nuevamente Espatolino; gruesas gotas de sudor resbalaban por su frente y sus labios se agitaban convulsos. -¡Acaba! -le dijo Anunziata. -¿Qué quieres que te diga, mujer, que crees en Dios y respetas a los hombres? -contestó el bandido-. Mi padre estaba preso, porque cuando yo falté de su lado no tuvo qué comer y contrajo deudas: sus acreedores le oprimían, y como no tuvo con qué pagarles, ¡robó!... Robó algunos paoli (1) a un rico que perdía cada noche al juego millares de luises de oro. El mismo día en que llegué a mi casa, mi madre fue echada de ella porque debía los alquileres, y el dueño se había cansado de ser generoso. La pobre vieja suplicaba que la permitiesen estar algunas horas más... ¡hasta que muriese su hija! Sus ruegos fueron brutalmente desechados, y en aquel instante la moribunda se incorporó lentamente, abriendo sus grandes ojos que parecían de vidrio, y gritó: «¡Vamos pues!». Aquélla fue su última palabra; volvió a caer y ya no existía. Mi madre y yo la acompañamos al cementerio, en donde fue enterrada de limosna. Cuando salíamos de la parroquia con el cadáver, un gran número de coches y lacayos paraba delante de sus puertas. Tuvimos que huir para no ser atropellados, y un religioso que nos acompañaba dijo: -Es el bautizo del hijo primogénito del conde de ***, cuya felicidad conyugal acaba de completarse con el nacimiento de su heredero. Mi madre levantó los ojos al cielo y murmuró una bendición al recién nacido. Yo también, como ella, miré al cielo y le dirigí la voz; pero fue para preguntarle: -¿Dónde está tu justicia? Mi madre, sin albergue en el mundo, se presentó en algunas casas en las que en otro tiempo era bien recibida: en ninguna encontró entonces asilo. Yo que la acompañaba advertía que a mi aspecto todos parecían horrorizados, y escuchaba, apenas volvía la espalda, repetir con desprecio: «Es el presidiario». Busqué por todas partes acomodo, pero en ninguna lo hallé. Aquella denominación odiosa me era aplicada sin cesar, y parecía llevar conmigo un signo de reprobación eterna. «¡El presidiario!», decían mis antiguos amigos, y me volvían la espalda. «¡El presidiario!», exclamaban los que habían sido mis maestros, y se alejaban de mí con espanto. Por espacio de tres meses mi pobre madre mendigó el pan de puerta en puerta, y en las crudas noches de diciembre y enero dormía la infeliz en los pórticos de los templos o en las ruinas de los teatros. Sufría tantas penalidades con imponderable resignación, pero muchas veces, en mitad de la noche, cuando se adormecía a fuerza de fatiga, la oía articular débilmente: -¡Tengo hambre; tengo frío! Apretábala frenético entre mis brazos, y si entonces se despertaba: -¡Bendito sea Dios! -decía-, ¡qué feliz soy en tenerte a mi lado!, ¡duermo tan tranquila en tu seno! Descansa tú también, hijo mío; la noche está fresca, pero mañana tendremos un buen día. «¡Un buen día!», todos eran iguales para ella; ¡pobre madre, que no tenía un rincón donde morirse en paz llorando a su hija! Su dolor como su miseria era un espectáculo público: los muchachos se paraban muchas veces para verla llorar, y el pudor de la desventura la obligaba a sofocar sus sollozos diciéndome: -Es cosa triste padecer en las calles. Al cabo de tres meses, hallándose ya muy enferma, conseguí que la admitiesen en el hospital de San Juan, y quince días después terminó la muerte sus padecimientos. Por una extraña coincidencia mi padre falleció el mismo día en su prisión, y vi enterrar su cadáver; ¡pero no el de mi madre! Aquel casto cuerpo fue entregado a los cursantes en cirugía, que hacen sus estudios en los muertos de los hospitales, y sólo conseguí ver sus miembros despedazados y su corazón exprimido. ¡Mi padre al menos descansó entero en su sepultura! Allí, sobre aquella tierra sagrada; allí, pisando los restos del autor de mi vida, juzgué al cielo y a los hombres y dije al uno: «¡No te conozco!», y a los otros: «¡Os detesto!». Algunos desesperados se habían reunido y ejercían la profesión de ladrones en las cercanías de Roma. Supe dónde se hallaban, los busqué, los vi, y me asocié a su suerte. ¿Ves esa sombra negra sobre la cual se pasean los relámpagos? Es la selva de Nettuno, trozo de naturaleza agreste y semisalvaje, amada del rayo y favorecida por los huracanes. Allí les vi por la vez primera; así como ahora, la tempestad bramaba agitando el Océano, cuya tronante voz ensordecía a la selva; las encinas seculares doblaban sus ramas bajo las alas del viento, y el rayo que hería sus altivas cabezas reverberaba su fatídica luz en las lucientes hojas de veinte puñales húmedos todavía de sangre. Allí, en aquella noche solemne y terrible consagré mi existencia al genio de la venganza, y juré por los manes de mi familia guerra eterna a la humanidad.
Jamás me he arrepentido de aquel juramento; jamás lo he quebrantado. Desde entonces soy el bandido, y mi nombre hace temblar al magnate dentro de los marmóreos muros de su palacio. Soy el bandido, pero mi mano no ha vertido nunca la sangre del pobre ni la del inocente. El oro arrancado al poderoso ha apagado más de una vez la sed y el hambre del indigente, y los delitos que dejó impunes la venal justicia de los tribunales han sido castigados por la mía inexorable. He hecho la guerra noble y osadamente. De algunos hombres groseros e ignorantes he formado soldados aguerridos. He sacado batallones disciplinados de la que era una desordenada cuadrilla de salteadores comunes. Nuestra escrupulosa ordenanza está fundada en la más severa justicia, y garantiza su observancia el respeto que inspira mi nombre. Nuestra fuerza se ha ido aumentando rápida y considerablemente, a despecho de la Santa Sede y de sus asalariados suizos. No hemos sido nunca del número de aquellos malhechores cobardes que huyen la luz del día en sus inmundas guaridas. Nosotros hemos tremolado con arrogancia el estandarte de la rebelión, y nuestro grito de guerra ha saludado al sol a las puertas de las poblaciones. Nápoles y Roma reunieron en balde sus esbirros y sus soldados: la astucia de los unos fue siempre burlada por la nuestra, y las armas de los otros se quebrantaron constantemente en nuestro valor indómito. Con fuerzas muy inferiores hemos sostenido la campaña repetidas veces, y la hemos visto terminar con gloria. Mis hazañas han sido admiradas por los mismos a quienes he derrotado; mi justicia es el espanto de los poderosos y la esperanza de los desvalidos; mi autoridad, largo tiempo acatada por las mismas de los pueblos (con quienes entró en racionales convenios cuando necesitó víveres o dinero), existe sin mengua entre mis súbditos, aun ahora, que oprimen la tierra de Italia innumerables huestes del capitán invencible. Sí; aún ahora conservo mi cetro de rey de las selvas, y, segundo Marco Sciara (2), entono el himno de la independencia delante de los opresores de mi patria. ¡Me llaman feroz!, es verdad. En cierto día oí un hombre a mis pies pidiéndome la vida; ofrecía por rescate enormes cantidades de oro, y mis compañeros juzgaron ventajosas sus proposiciones. «¡Atrás! -les dije-, ¡desgraciado de aquél que se atreva a pronunciar que este hombre debe vivir!». No quería yo su oro; el poco que tenía en el bolsillo me bastaba. Aquel oro derretido, hirviente, debía ser un néctar delicioso para aquel monstruo de codicia, y se lo hice tragar lentamente. Su agonía fue larga y dolorosa... ¡pero no tanto como la de mis padres! Aquel hombre era el ladrón de mi familia y de mi felicidad: era Sarti, esposo de Luigia. En otra ocasión cayó en nuestras manos una pareja interesante: una mujer hermosa que viajaba con su marido. Hice atar a éste al tronco de un árbol, de espaldas, para no robarle la vista de su adorada compañera. -¡Amigos! -dije después a mis alegres camaradas-, la mujer que tenéis delante es una gran señora, bella y honesta, esposa querida de un marido celoso. Hoy está libre y os la entrego. Ella era una Lucrecia, pero se las había con hombres que no eran más escrupulosos que Tarquino. El marido, bramando de cólera, cerraba los ojos; pero no podía cerrar los oídos, y cerca de ellos estaba mi voz, que le iba dando cuenta de lo que pasaba allí. Cuando le devolví su mujer estaba la infeliz tan pálida y moribunda como Giulietta el día en que volvió deshonrada a la casa paterna. -Id con Dios, ilustre Carlos, poderoso conde *** -le dije entonces-, os deseo un heredero de la sangre de mis valientes, en pago del honor que me dispensasteis dándome un sobrino de la vuestra. -¡Monstruo! -gritó Anunziata.
-La venganza es justicia -respondió con aterradora calma Espatolino-. Escucha, mujer: en esta vida de terribles emociones, entre hombres feroces y supersticiosos, que no hubiera logrado dominar con toda la superioridad de mi alma si no hubiese cuidado de inspirarles una elevada idea de mi devoción, separando para el altar de la Madonna lo más precioso del botín; entre aquellos desalmados imbéciles, que son valientes por fanatismo, y que no salen a robar sin colgarse al cuello un relicario bendito... entre ellos, repito, he alcanzado yo también una fe, una creencia que reemplace a todas las pérdidas. ¡Creo en ellos!, creo en esos bandidos que se han consagrado al crimen sin comprenderle siquiera, soportando con indiferencia la infamia y esperando con calma el patíbulo. Proscritos del mundo, son mi familia y mi pueblo: emancipados de todas las leyes, no reconocen otra que la de mi voluntad. Cuento siempre con ellos y tengo confianza en su lealtad; porque pueden aflojarse los más estrechos lazos de la naturaleza y del corazón; pero cada día se hace más fuerte el que une a los hombres ligados por el delito. Calló Espatolino; Anunziata se había desmayado. Bañaba frío sudor sus desencajadas facciones, y su cabeza, inclinada hacia la espalda, dejaba ver un rostro tan blanco y tan inmóvil como si fuese de mármol. De repente se estremeció toda, y lanzando un grito profundo, penetrante e histérico, se incorporó con violencia repitiendo: -¡La muerte!, ¡la muerte para mí y para el hijo infortunado que llevo en mi seno! A estas palabras, a esta revelación inesperada, un incomprensible trastorno se verificó sin duda en el alma del réprobo. Iluminose su fisonomía con la luz de sus grandes ojos, que adquirieron súbitamente una expresión sublime; estuvo algunos momentos mudo y estático bajo la impresión de un sentimiento nuevo y poderoso, y cayó por último a los pies de su esposa, inclinando con respeto su altiva frente. -¡Soy madre! -le dijo ella con patético ademán-, no condenes a un infeliz que aún no ha nacido a la suerte cruel que me agobia. No abra jamás los ojos para ver un mundo que le desecharía, y donde por primer espectáculo habría de contemplar el suplicio de su padre. Tú has declarado la guerra a la sociedad y la sociedad te ha maldecido. Has blasfemado de Dios y Dios te ha abandonado. ¿Qué le darás a tu hijo si no tienes para él ni una religión ni una patria? ¡Mátame Espatolino, mátame por piedad! -¡Matarte! -respondió con voz trémula-, ¡a ti, que haces renacer la felicidad en un corazón aridecido por el crimen y la desventura! ¡A ti, cuya voz es omnipotente en mi alma; cuya hermosura me haría creer en la existencia de los ángeles!... ¡Levántate, mujer! -prosiguió bajando hasta las plantas de la joven su soberbia cabeza-, levántate y dispón de tu esclavo. Díctame tus leyes con ese acento augusto con que me has dicho: «¡Soy madre!». -Abandona la vida horrible que llevas hace tantos años. ¡Aún es tiempo! ¡Dios te habla por mi boca! Su misericordia es sin límites... Él te llama y te espera... para perdonarte. -¿Y los hombres?, ¡los hombres! -dijo con sorda voz el bandolero. -¡Perdonarán también! -respondió con exaltación su esposa-. Yo alcanzaré el perdón; ¡sí!, le alcanzaré porque me siento elocuente para pedir por el padre de mi hijo. ¡Di una palabra, una sola palabra! Dime que estás arrepentido, que quieres reconciliarte con el cielo y con tus semejantes... ¡Dilo y soy feliz! -Selo, pues -exclamó él levantándose y tirando lejos de sí el primoroso puñal que nunca le abandonaba-. El cielo o el infierno, el crimen o la virtud... dame lo que quieras; ¡pero sé tú dichosa! Anunziata se puso de rodillas e iba a dar gracias al Altísimo, cuando el sonido vibrante de una campana dio distintamente las doce. Estremeciose Espatolino y su varonil semblante trasparentó, por decirlo así, una agonía inexplicable. -¡Me esperan! -murmuró por último con ahogado acento. La joven se asió de sus rodillas gritando: -¡Yo te imploro! -¡Confían en mí! -repuso el bandido arrancándose los cabellos con una mano convulsa. -¡Yo no tengo en el mundo otro apoyo ni otra esperanza! -añadió ella. -¡Volveré! -¡Hallarás mi cadáver! Gruesas gotas de sudor resbalaban por las lívidas mejillas del bandolero, y la lucha atroz que entonces pasaba en su interior se retrataba con energía en sus miradas. Anunziata no cesaba de exclamar: -Yo te imploro a nombre de tu hijo. -¡Bien! -dijo por fin Espatolino-, por él te juro abandonar esta carrera de sangre. Tengo oro, mucho oro... ¡Si él bastase a comprar mi perdón!... Los hombres no me le darían, estoy cierto; pero acaso le vendiesen. Yo le compraría a cualquier precio... ¿Pero cómo?, ¿cuándo?, ¡aún no!... Tengo otros deberes. Mis compañeros me esperan y les pertenezco todavía. -¡Y a mí, y a mí!... -gritó la joven; pero no la escuchaba ya su amante. Habíase lanzado con violencia fuera del aposento, y la infeliz al verse sola y nuevamente abandonada, prorrumpió en amarguísimo llanto. Su flaqueza sin embargo no fue larga: una súbita inspiración pareció iluminar sus abatidos ojos. Dio algunos pasos con agitación; arrodillose después y oró en silencio por algunos minutos... luego se levantó con ademán resuelto y su rostro apareció tranquilo. -¡Lo haré! -dijo-, Dios me inspira y la Santa Madonna me protege.
Continuará… Notas de la Autora:(1) El paolo es una moneda romana de poco valor; entran diez en un escudo.(2) Marco Sciara [Marco Sciarra] ha sido el más famoso y justamente célebre de todos los bandidos italianos. Inquietó por mucho tiempo al Gobierno español, que dominaba en aquella parte de la Italia que fue teatro principal de sus inhumanas proezas. Sus talentos, su osadía, y las circunstancias favorables de la época en que vivió le proporcionaron cierta importancia política, y auxiliado por los poderosos descontentos del Gobierno llegó a hacerse verdaderamente temible. Su prestigio fue tan alto, que la República veneciana le brindó con el mando de su ejército, honor de que disfrutó poco tiempo, pues fue asesinado por uno de sus antiguos camaradas, llevando al sepulcro el renombre de invencible.